Leer a Paul Krugman es advertir
uno de los logros dolorosamente permanentes que concurren en el análisis de la
política norteamericana: la paradoja de que, en un país donde incluso sus más obtusos
voceros reclaman como solución más libertad (aunque con ello solo se refieran a
menos intervención gubernamental), los adjetivos que tan explícitamente acaban
mereciendo bachmann, perry, palin, cruz, ryan o rubio esquiven la libertad de decir
de ellos lo que son, y se refugien, quizá por cansancio, en otros más periféricos,
más insólitamente educados dado el contrincante. Escribe Krugman que “la adicción
a la inflación nos dice algo sobre el estado intelectual de quienes están a uno
de los dos lados de la gran línea divisoria nacional. La preocupación obsesiva
de la derecha por un problema que no tenemos, la negativa a replantearse sus
premisas a pesar del abrumador fracaso en la práctica, nos dice que en realidad
no existe ningún debate racional” y se lee como si la deflación hubiera
llegado a la semántica.
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