La soledad acompañada,
no para el alivio, sino para vivir una soledad mejor, una que espere de sus
miembros, no la integración sino el eslabón último de la soledad –el suicidio-
es el agua más obvia en que nadan los personajes de la obra de Jose Manuel
Mora, estos días en Matadero, pero no la única. Como una corriente que
alternativamente calentara y helara el mundo a la altura del pecho, no hay
personaje de este club de seres dañados que no se exponga al amor, lo logre, lo
pierda. Desde el más catastróficamente hundido para el mundo –el chico-paloma-
a ese eufemismo de la timidez que es la chica invisible, el ansía de amor, de
comprensión profunda, funciona como un tren que tan pronto se detiene ante
vidas improbablemente destinadas a encontrarse, como pasa de largo ante seres
normales y razonables, que confían en sus costumbres mayoritarias como un antídoto
ante el abismo íntimo de que no te importe nadie en realidad. Hijos sin padre
claro; parejas que se desaman con una naturalidad que llevaran años ensayando;
un maestro de vida cuyo logro final, y redundante, es un best seller sobre la
coprofagia y otras artes de la defecación. Seres que ven en el ahogarse la
ocasión de que el boca a boca simule la vida. Íntimos y simultáneamente impúdicos,
el desamparo y el anuncio que pide amar son, en el magnífico montaje de Carlota
Ferrer, un naufragio reído, cantado, amado, y al mismo tiempo un canto al
salvavidas al que te aferras para hundirte abrazado a algo. Como todos, no son
nadadores sino buzos. Toman aire donde se puede, en la superficie o en el
fondo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario