26 julio 2014

los nadadores nocturnos



La soledad acompañada, no para el alivio, sino para vivir una soledad mejor, una que espere de sus miembros, no la integración sino el eslabón último de la soledad –el suicidio- es el agua más obvia en que nadan los personajes de la obra de Jose Manuel Mora, estos días en Matadero, pero no la única. Como una corriente que alternativamente calentara y helara el mundo a la altura del pecho, no hay personaje de este club de seres dañados que no se exponga al amor, lo logre, lo pierda. Desde el más catastróficamente hundido para el mundo –el chico-paloma- a ese eufemismo de la timidez que es la chica invisible, el ansía de amor, de comprensión profunda, funciona como un tren que tan pronto se detiene ante vidas improbablemente destinadas a encontrarse, como pasa de largo ante seres normales y razonables, que confían en sus costumbres mayoritarias como un antídoto ante el abismo íntimo de que no te importe nadie en realidad. Hijos sin padre claro; parejas que se desaman con una naturalidad que llevaran años ensayando; un maestro de vida cuyo logro final, y redundante, es un best seller sobre la coprofagia y otras artes de la defecación. Seres que ven en el ahogarse la ocasión de que el boca a boca simule la vida. Íntimos y simultáneamente impúdicos, el desamparo y el anuncio que pide amar son, en el magnífico montaje de Carlota Ferrer, un naufragio reído, cantado, amado, y al mismo tiempo un canto al salvavidas al que te aferras para hundirte abrazado a algo. Como todos, no son nadadores sino buzos. Toman aire donde se puede, en la superficie o en el fondo. 

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