31 marzo 2012

el suelo que pisas

Hay una porción de verdad obvia en la idea de que quizá no pocos de quienes protestan en una manifestación lo hacen sin saber muy bien qué suelo pisan. Solo así ha de explicarse que la huelga de quienes han de limpiar las calles haga aflorar con tan repugnante tranquilidad, en un solo día, la misma irresponsabilidad hacia lo ajeno que muestra la reforma laboral que se combate. 

ensayando la rencarnación

En la estela de lo que catapultara a Miguel del Arco y Pirandello y Miguel del Arco y Gorki en el último bienio, se representa estos días en La Abadía Ensayando el Misántropo, de Luis d´Ors y Moliere. La obra de d´Ors empieza donde acaba, literalmente, el ensayo de la obra de Moliere, y mientras se dirige a un juego de egos y miserias del mundillo teatral, pudiera, paradójicamente, al rehacer la metáfora cortesana que Moliere escribiera en 1666, tanto huir de éste como… acercarse a él en la línea que une a este Misántropo con el Tartufo y el Avaro.

Porque si, en el Tartufo, Orgón tiene mujer e hijos a los que proteger de sus desvaríos, y el Avaro Harpagón, esa arqueta a la que ama como a nada en el mundo –y a la que se refiere como si persona-, el Misántropo Alcestes está solo. Su principal objetivo se diría es perder –como una provocación anunciará su disposición a dejar perder un juicio que fácilmente ganaría, desdeña a Filinto, su único amigo, abruma con fatuidad y sospecha de fiscal a la mujer que ama. En su blindaje frente al mundo, llega a extremos puntillosos de impaciencia a los que, no bastando los actos, exigen palabras que los afirmen o nieguen. Es decir, la misma versión explícita –y obscena a ojos de quien ha de darla (Celimena)- que Alcestes recrimina desde el principio a quienes van haciendo de sus intenciones, neones.

Mejor suena a Alcestes la palabra “condenado” que la más perezosa “acusado”, en juicio contra una vanidad fuera y otra dentro, como en Orgón y Harpagón lo es contra un enemigo único –respectivamente, una fe amañada hasta lo artero, y el temor a la propia prosperidad, a que cuanto más se tiene más pueda perderse. Inteligente, sensible, pudoroso usuario de su talento, Alcestes se eleva y cae en la misma línea. Contable ensimismado de su imposible redención, saltaría al cuello de Moliere si éste decidiera hacer de él un hombre dispuesto a pagar precios por ser feliz. 

Y eso que, molde del don Pedro de Aguilar que Leandro Fernández de Moratín escribiera en 1792 en su Comedia nueva, la displicencia, la arrogancia con que se maneja parecen, a partir de un punto de no retorno, en defensa propia. Como un volcán que más aguantara la respiración cuanto más conoce lo que hay en su corazón, hasta cinco páginas seguidas pugna Alcestes por renunciar a expresar su opinión sobre el soneto de Oronte, cebo que antes de morder ya ha segregado él mismo. Tan los versos funestos de don Eleuterio Crispín de Andorra que don Pedro de Aguilar ha de tragarse cual cianuro. O el parentesco no menos venenoso que une a Tartufo con el Aarón de Tito Andrónico, o el Harry Powell de La noche de el cazador.

La vulnerabilidad del misántropo es, pese a sus bizarros intentos de hacer del amor, jaula, -o quizá por ellos, en su incapacidad de saber qué hacer con tanto que le consume- el espejo más pulido del sentimiento amoroso que atraviesa las tres obras. Y que incluso en su fracaso y reacción visceral –ofertar su corazón a Elianta como producto traído del escaparate- le expone más a lo que acaba de devastarle. En las restantes obras, el dúo de desamor debido entre Valerio y Mariana, en la magnífica escena IV del II acto de Tartufo, tiene tanto de amor como de orgullo, y sólo por mediación de Dorina vencen lo segundo para preservar lo primero. En El avaro, Cleanto sin duda ama a Mariana, pero el momento de jurar por ella a pesar de las amenazas de expulsión de la casa familiar y desheredamiento, es ya a esas alturas -escenas III a V del acto IV-, una zarzuela que prepara el que es el mayor monólogo de enamorado de sus cinco actos: el lamento de Harpagón por el dinero hurtado.

Puesto a ser, como el propio Moliere, el actor el personaje que viene de ensayar, el Alcestes de d´Ors tiene, tal el original, palabras tan tóxicamente puras para juzgar como para amar. Sin el amor real que siente hacia su amada, el Misántropo sería una conciencia insoportable, y si en Moliere la demasiada verdad –contra el soneto infumable- alimentaba, como por inercia, la demasiada teoría –contra el amor que siente-, aquí crece al revés, y tiene más sentido, pues más fácil se antoja sufrir hoy por un amor que no entiendes o no te cabe dentro, que por una cortesía forzada que te reviente los principios. Avaramente inserta en la Abadía por solo cuatro días, merece ensayar su suerte por más tiempo, aquí o en otro teatro. 

30 marzo 2012

dentro de cada cuarta pared, un gato

Por apenas dos días no ha coincidido la posibilidad de poder escoger, el Día mundial del teatro, entre ver Quitt en el Valle Inclán o Despertares en el teatro de La Latina. La razón de su cuasicoincidencia magnífica es que improbable, juguetonamente, ambas pueden ser leídas como metáforas de la cuarta pared. 1. La que, en el Valle Inclán, tanto te separa de Jordi Boixaderas haciendo de Hans el mayordomo, como te encierra en el teatro con éste último que tanto se te parece a un actor extraordinario. El texto de Peter Handke en manos de Lluis Pasqual envía a sus intérpretes a subir y bajar por el patio de butacas mientras su discurso tan obviamente juega a contar que lo que ocurre en el escenario, sucede con virulencia idéntica en los días de quienes han venido a ver la obra. Si la obra necesita de la cuarta pared para ser creíble, su imitación sanguinolenta y aguiñolada de lo que cuentan los periódicos se escucha como un suplemento de economía leído por un monologuista. Y 2. Emparedado entre dos muros no menos porosos, el relato sobre el gato de Poe encerrado cuyos aullidos desvelan un crimen, y que estremecerían cuantas paredes haya en La Latina entre Echanove y el patio de butacas. Uno no sabe, al entrar a ver Quitt, que el asiento que le espera, aún marcando fila 6, es la fila a pie de escenario. También ese lugar, sin cabezas delante que te recuerden que asistes a una ficción pactada con cientos de personas, otorga un papel al que se sienta en ellas: no estar al pie de esa pared, sino dentro de ella. Ser ella. En un edificio de Valdebernardo, pintado al pie de un portal, el gato que durante años vigilara la puerta ya no está, emparedado tras una capa de pintura escasamente idéntica a la previa como para que el gato no maúlle su suerte a quien se acerca. 

22 marzo 2012

más calderos para Obelix

en The Economist, hace unos días

21 marzo 2012

monstrue 3.12


diseño: alma pérez
texto, portada e ilustraciones: juan pablo garcía

17 marzo 2012

un mismo interior

Sin que pueda probarse que Andrés de Claramonte o Tirso de Molina leyeron el Faustbuch -publicado en Alemania en 1587-, Tan largo me lo fiáis y El burlador de Sevilla y el convidado de piedra, respectivamente representados en 1617 y 1630, albergan a Fausto, transparente en la figura de don Juan como un alma presta a perderse si en el camino sus deseos le son concedidos, y cuya caída comparte menos en la perdición que en tres hechos concretos: en el tener que acompañar a quien viene a llevarle al infierno, en la oferta postrera y desoída por hacer las paces con dios, y en la encarnación literal de la frase que Fausto clama –“que el mal de piedra te ataque”- en la estatua del Comendador al cobrar vida.

16 marzo 2012

cinco formas de no ir al teatro

El lunes, en uno de los coloquios sobre el teatro musical que acoge estos días el Español, contaba José Sacristán a una pregunta sobre qué sea necesario para segregar aquí un Broadway que quien va a ver un musical no va al teatro. Esto es, que quien va a ver cantar, poco interés demuestra antes y después en Sófocles, Calderón o Ibsen. Y viceversa, cabe pensar. La respuesta, aunque apenas explorada, es pertinente además de impertinente. Pero solo hasta que se plantea qué sea un musical hoy día. Curiosamente, la respuesta a eso sí es clara… y lo que refleja es que acaso sí tengamos, al menos, cierta característica de Broadway aquí mismo: su variedad. Esta semana puede verse en Madrid Candide en los teatros del Canal, Follies en el Español, Desaparecer en La Latina, El crimen de lord Arthur Saville en el Fernán Gómez y digamos El rey león, en el Lope de Vega. Y ninguna se parece a las demás en su formato y su orientación. Asombroso como sea que, de los cinco, tres afronten llenos diarios, los dos restantes –hay que ver a Maika Makovski con Echanove, Poe, un piano y ya, clavándote al asiento, y a Egon Teatre repetir el estupendo logro de Ruddigore sin muchos más medios- son pequeñas joyas pulidas en el carbón de la escasez. Asombroso también que por cada persona que rechaza el formato, necesite en Madrid, hoy, al menos cinco razones distintas para hacerlo. 

15 marzo 2012

muerto que tarda

Noticia del libro La primera guerra de Hitler, de Thomas Weber, hoy en El País. Y en él, la revelación de que el psicópata que inició la guerra que dejaría 70 millones de muertos mintió sobre su experiencia en la I guerra mundial, con lo que el único hombre que pudo haber matado en su vida fue… él mismo. Si la bala no hubiera tardado tanto como la ironía.

13 marzo 2012

dueto a cuatro manos

Si escribes “grooming”, Google te devuelve una página llena de perros. El sentido que tiene en la obra es el ciberacoso sexual a menores, pero en último extremo quizá es Google quien tiene razón: pues conteniendo ambas el instinto y la fidelidad sin resquicios, al menos el pelaje permite distinguirlos. No por nada lo que ha escrito Paco Bezerra trata de mordeduras disparadas hacia dentro y hacia fuera sin gran control sobre su alcance.

Otra cosa es por qué Grooming si la obra contiene un abanico de pulsiones más complejas e indescifrables que el acoso sexual a menores: la de la niña que decide mostrar a cámara sus pechos; la del hombre que decide fotografiar a su hija en el baño; la del padre que es gay tardío; la del oficial de policía que decide perdonar al delincuente; la de la víctima fingida que lo hace para poder ser víctima real, la de quien aspira a compartir su enfermedad, aunque sea por la fuerza…

Como también la Oleanna de Mamet o el Hamelin de Mayorga, la obra trata tanto de los cebos que uno lanza como de los que no puede evitar tragar. Y como en la primera, aunque de forma más obvia, explícitamente de cómo el predador pudiera esperar a ambos lados de la caña, aguardando su oportunidad. Acaso de forma demasiado explícita, pues las posiciones desde las que hablan ambos –el acosador, la víctima- son casi simétricas en la balanza. Media hora para cada uno. Tan idéntico su desvalimiento que Bezerra se cuida mucho de que las frases con que el primero asalta los muros de la segunda sean las mismas que ella empleará cuando las tornas se inviertan.

Por supuesto, como cada vez que devuelves miméticamente lo que te llegara, importa la forma pues en ella reside esa posibilidad frecuente –recrearse. Bezerra lo hace convirtiendo a la víctima en súbita taxidermista de la situación. Y acaso ese recitado como de prospecto médico con que describe su patología común es más de lo que ese personaje necesita, una vez que viene de relatar su llegada cotidiana a la casa del acosador. Y ese gesto, sumado a la posesión de su ordenador, lo cuenta ya todo.

La estructura en espejo –versiones mutuas, deformidades similares que se turnan la obra con la contundencia de un cuchillo- divide la obra en dos series de hechos repetidos –1. la explicación de quién es quién y cómo llegaron a ese parque. Y 2. la autodescripción de sus anomalías de la personalidad. La primera tiene una exposición inicial y dos ecos –un chat que describe la situación previa al comienzo de la obra y otro que posteriormente vuelve sobre la raíz del chantaje –el video que el padre de ella no puede ver. Este último es la pista que Bezerra necesita para girar la obra 180º e invertir los roles. El chat es más vulnerable. No solo repite la situación de la que viene -él preguntando, ella muda-, además resta matices a la calidad del silencio con la que abre la obra. Llegar a entender, vía ese chat, cómo se llega a él es acaso demasiado largo para la digestión que a esas alturas el espectador necesita.

Nadie miente por gusto –se lee en los resúmenes de prensa. Pero es otra definición, más profunda, más real también, la que define lo que pudre los días del padre de familia en su pulsión infame: es asombroso a lo que uno puede acostumbrarse, con lo que puedes llegar a convivir. Ese era también el núcleo de Hamelin. Y el punto de inflexión aquí, en la confesión del abusador. Y uno esperaría, dentro de la disección que ella realiza acto seguido, la de esa otra patología de la fragilidad: el arrepentimiento como método tan previsible como el que le lleva a delinquir después. Pues la verdad más profunda que asoma en ese instante –cómo dice odiar cada día su obsesión, restregarse la esponja como si pudiera lavarla- le dura un suspiro… lo justo para intuir que acaso no es aún el perdedor de la obra.

No sé si la agresividad con que el montaje de Gómez ilustra entonces el retorno a su condición primera –violento, impasible, calculador- está ya en el texto de Bezerra. Pero va contra la construcción sutil del criminal como alguien capaz de sentir dolor por sus actos, y lo transforma así en un actor consumado, un farsante del arrepentimiento que pudiera serlo, pues, de la explicación que da de su dolor. Afecta al sentido de la obra, porque lo que le duele es, hasta ese instante de ferocidad retomada, también la vergüenza de saberse acusado de fotografiar desnuda a su propia hija.

Es sobre qué clase de dolor tenemos delante. Y es valioso saberlo dado que la obra mezcla, y luego pone a comerciar, culpa y culpabilidad, entre el abusador inicial y la víctima –que acabará abusando de él. Y que ella, revelada su personalidad real, acepte condonar la pena al criminal confeso para poder jugar, ella sola, a juegos que necesitan un cómplice forzado es un giro en el que brillan luces negrísimas, opacas como sus personajes en ese momento de la obra.

Él solo es, por fin, fielmente decente cuando pregunta si ella ha pensado en la posibilidad de que él no vuelva para desenterrarla. Ella es la elegida por Bezerra para ser explícita, brutalmente directa y precisa, por eso extraña que en su salida de escena recurra a Alicia en el país de las maravillas, porque hasta entonces hay escasa metáfora en su lenguaje. Ni siquiera cuando recluta a su ayudante lo hace con emoción sino con ira, con impaciencia de contable.

Encerrados en un parque como podrían estar en una habitación, la soledad como patología sirve de dogal mutuo que ninguno termina de controlar, como si fueran varios los que hubieran delegado en el abusador y otros tantos en la abusada. “Mi ordenador lo usaban muchos” –se lee estos días en el periódico a un hombre que comparece en la Audiencia Nacional acusado de ciberacoso a 81 víctimas, 18 de ellas menores de edad. Como si confirmara que hay momentos del día en que es otro él el que baja a comprar pan, a visitar a su abuela, a reponer mercancía en un supermercado.

Como ese molde verosímil, la obra es un dueto entre cuatro. Y ambos, al igual que la escenografía, que con luz podría recrear Kramer contra Kramer, y sin ella El exorcista, cumplen fielmente su cuota de ambigüedad. Quizá porque su silencio –que se parece al de un juez desde que asoma- tiene sobre el abusador una ascendencia que es cálculo, el personaje de Nausicaa Bonnin pasa de paralizada a fría como el hielo. Pero ni en lo primero hay temblor del todo, ni en lo segundo pierde vulnerabilidad. Ni siquiera cuando dejamos de verla como la adolescente que hemos creído hasta entonces lo hacemos del todo. Bezerra lo soluciona poniéndola entonces a jugar el juego más turbio posible.

En lo menos agraciado, le toca cargar con la parte sobre-discursiva con la que sale del armario, y lo que la sorpresa del contraste anima, carga entonces con una prolijidad cuyo objetivo no parece ser convencer al infeliz de su nueva situación, sino humillar la diferencia entre su formación obvia y la de él. Es un proceso singular, porque pasa de fingir sometimiento a demostrarse la araña de la tela, para volver entonces a dar a su abusador una voz que, a esas alturas, es solo caridad, y finalmente dejarle una voluntad que es la de la marioneta.

Antonio de la Torre es un embaucador perfecto al principio, cuando ni siquiera necesita serlo dadas las armas que posee y va a emplear. El suyo es un encanto envenenado de charlatán de feria, que tanto apostara por entretener al público real de su representación –nosotros- como al fingido –la niña que le escucha como a un botijo que hablara latín. Suyo es el corazón de la historia –la confesión de cómo una pulsión puede ser algo a lo que te acostumbres, aunque te odies tanto como te da placer cumplirla. Pero purga el brevísimo tiempo que va de convertir eso en farsa a conveniencia.

Como peonzas, ambos bailan en algún momento al son del síndrome de Estocolmo –ella al consentir su delito, él al asomar de nuevo en su preocupación postrera por ella. Pero quizás él enmudece más de lo que debería en el tramo final, añadiendo más lastre al discurso de ella en que la trama se vuelve del revés, hecho de dictamen y posología. El personaje de De la Torre se evapora de escena como espectador del juego ajeno y es una pena. La claridad de su violencia acaso cerraría mejor la obra que el epílogo como cuento de una víctima que, a esas alturas, uno ya no ve. 

12 marzo 2012

el peor y el mejor de los mundos posibles

Simultáneamente se cierra la puerta del teatro Español para Mario Gas y en los teatros del Canal se abre una ventana para Leonard Bernstein y su magnífica Candide. Lo primero sería un desastre aunque no se le debiera buena parte del mejor teatro musical visto en un teatro que no sea el Real en sus últimos ocho años, ya sean musicales –Sweeny Todd, Follies-, zarzuelas –Adiós a la bohemia, Black el payaso, Katiuska- y óperas en versión de cámara –Mahagonny. Lo segundo, hasta el 18 de este mes aún, es un muy digno formato de opereta cómica volcada para rozar la zarzuela y el gran musical, que se pierde la cartelera de teatro musical estable, y que merecería pasar uno o dos meses todos los años en alguno de los grandes teatros de la Gran Vía, como lo hace desde hace un lustro Los hijos del capitán Grant y como acaso lo haría sin problemas en un teatro que no fuera el de la Zarzuela con solo presentarlo como lo que es –menos una zarzuela que un híbrido creado para contar una historia de finales del XIX a un público del XXI. Los ejemplos citados al hablar de Gas caben en tres nombres –Stephen Sondheim, Pablo Sorozobal y Bertolt Brecht. Y los otros dos –Candide y El capitán Grant- en uno solo: Paco Mir. Tan lastimosa pérdida es quitar a Gas como programar Candide cuatro días. Valiosa, sutilmente, con el valor raro de lo casual, en uno de los interludios cómicos en que los intérpretes poco menos que atraviesan la orquesta callada, el personaje principal pide a un instrumentista que toque algo para no dejarles solos. Éste –un trompetista- se levanta del fondo y ataca una melodía perfectamente reconocible que no es de la obra. Pero si de Bernstein. Es West Side Story. Compuesta por éste y Stephen Sondheim un año después. 

05 marzo 2012

tamaño sentimiento

En la ceguera que sobreviene al ver en un cuerpo desnudo, que siempre fue solo eso, la luz de algo que te importa más, el protagonista de Shame se ve incapaz de hacer el sexo al tiempo que el amor. Hasta ese momento, la historia de esa pulsión enfermiza necesita del personaje de su hermana para indicar que algo quizá no va bien en su vida, extrañamente pulcra y ordenada para vivir bajo esa sombra permanentemente sobre, o bajo, él. Solo que la película está llena de gente que quiere lo mismo que él. Hasta que su hermana le fuerce a sentir algo más, su sufrimiento no es tan obvio. No parece peor que nadie, solo más convencido de su apuesta. Quizá emanación natural del propio Fassbender. Es imposible aparecer en más películas extraordinarias en menos tiempo –Cronenberg, Fukunaga y ahora Mc Queen.

04 marzo 2012

probabilidad en el lado oculto

La imagen como prueba tiene un poder incalculable. Diez años antes de que el Apollo 11 se posara sobre la superficie lunar, lo hizo la sonda rusa Luna 2 en 1959. Cuánta de la convicción con que el presidente Kennedy se dirigió al congreso en 1961 para proponer poner un hombre en la luna no se anclaba en las primeras imágenes del lado oscuro de la luna enviadas por la sonda Luna 3, año y medio antes. Cuánto del logro universal logrado en 1969 al poner Neil Armstrong su pie en la luna no reside en las imágenes televisadas a todo el mundo. Apenas ocho meses después de que Kennedy lanzara la idea en el congreso, Wilt Chamberlain posó sus pies en la cancha del Hershey Sports Arena, en Pennsylvania. Cuando la abandonó después de haber anotado 100 puntos el 2 de marzo de 1962, ni una sola cámara de tv había grabado el mayor logro imaginable en un deporte de equipo. Los testimonios hablan de alguien acostumbrado a quedarse tan cerca de lo imposible que acaso solo le pareciera un exceso más, como lo sea su propia confesión de no haber dormido la noche previa al partido o que sus registros de ese año -50.4 puntos y 27.4 rebotes por partido- solo parezcan irreales… hasta que se miran sus registros de cada uno de los 14 años que pasara en la nba.
Su legado no consiste en haber sido el primero en hacer lo que hizo, sino el único. Cincuenta años después de retirarse, su órbita, su soledad, su lejanía son las del planeta, no las del explorador. Chamberlain no solo reinició su deporte junto a Bill Russell y Oscar Robertson en la década de los sesenta: a fuerza de irrealidad, se ubicó fuera de él. Y ahí permanece, fuera del alcance incluso de Michael Jordan: en el raro privilegio de lo que no puede ser igualado, ni siquiera pensado. Cuántas de las críticas hacia la abismal diferencia entre sus logros individuales y los colectivos no lo serán porque sus números son sencillamente imposibles para juzgarle derrotado ante… meros hombres. Por supuesto, sin Russell en todas esas fotografías en blanco y negro, eso sería lo que hubiese enfrentado… y devorado. Russell era Chamberlain donde éste no lo era –en su propia zona. Mientras Chamberlain podía anotar tantos puntos como el equipo contrario en una mitad, Russell trabajaba para que todos los puntos que anotara ese otro equipo cupieran en… una mitad.
Como tantos en el camino de otro devorador –Jordan- sus méritos son frecuentemente medidos por lo que sus equipos acabaron perdiendo, que fue casi todo al coincidir con los Celtics de Russell, la más imperial dinastía que la nba haya visto y muy seguramente verá. Por eso es indeciblemente justo que sea éste el que salga en su defensa al asegurar que Chamberlain sería hoy aún más imparable que entonces. Es con esa naturalidad con la que no cuesta imaginarle, en el vestuario, justo antes de aquel partido jugado en una localidad que aún hoy apenas cuenta con 13.000 habitantes, hablando con Al Attles, entonces base de aquellos Philadelphia Warriors, apostando, como en un juego aún más simple, por anotar esos 100 puntos, solo porque sí, porque podía hacerse, como años más tarde jugaría a ser el mayor pasador de ese año, lográndolo. Imaginar a Attles decirle en ese instante –nadie lo verá jamás, Wilt. Nadie que no esté hoy en el pabellón te verá jamás hacerlo. Y al gigante de Filadelfia sonreír y responder con naturalidad: entonces habrá que hacerlo una segunda vez. 

03 marzo 2012

cuidar todos tus zapatos

Lograda cierta altura en el escalafón, un político tiene arduo no considerar proclamable todo lo que le venga a la cabeza, y no ayuda el que un ministro de cultura pueda serlo de obras públicas en la siguiente legislatura o que la ideología se empuñe más que exponga. “Tengo una concepción determinada de lo que es la institución del matrimonio, voté en contra de la ley del matrimonio homosexual y firmé el recurso de inconstitucionalidad” –se lee al ministro… del interior, jorge fernández díaz en El País 26.2. Si el consejero de salud de la comunidad de Madrid no hubiera defendido hace pocos años el derecho de los fumadores a hacerlo en los lugares públicos prohibidos por la ley nacional, casi asombraría leerlo. 

02 marzo 2012

Willy Loman Monroe

Paradójico como sea en una película que habla de la distancia entre lo que se espera de ti y lo que puedes dar, Una semana con Marilyn le reconcilia a uno con la imagen de superficialidad absoluta que encumbrara al personaje sin que poco importara si dentro había una actriz o no. También porque la película de Simon Curtis habla desde ambos lados: el de la decepción –encarnada en Lawrence Olivier- y el de la impotencia –que tan pasmosamente frágil asoma ella. Encerrada ella en una película a medida de miedo e inseguridad pasmosa, encumbrado él entre la seguridad en sí mismo y el prestigio más elevado, Olivier escogió una comedia para aproximarse al precipicio de trabajar con ella… en Inglaterra. Y ese desastre vertebra la narración como el del espejo absolutamente insatisfecho con quien se mira en él. Pero es otra historia la que mejor cuenta la imposibilidad de ese estrellato al confrontar exigencias más elevadas o solo más pegadas a la realidad. Qué más obvio símbolo de la inseguridad elemental de una persona haciendo de objeto que su matrimonio con un dramaturgo. Un ser que dice ser algo que ya no sabe ser, que se acerca y huye al tiempo, al que su gloria vino a destruir: Willy Loman Monroe.