Porque si, en el Tartufo, Orgón tiene mujer e hijos a los
que proteger de sus desvaríos, y el Avaro Harpagón, esa arqueta a la que ama
como a nada en el mundo –y a la que se refiere como si persona-, el Misántropo Alcestes
está solo. Su principal objetivo se diría es perder –como una provocación
anunciará su disposición a dejar perder un juicio que fácilmente ganaría,
desdeña a Filinto, su único amigo, abruma con fatuidad y sospecha de fiscal a
la mujer que ama. En su blindaje frente al mundo, llega a extremos puntillosos
de impaciencia a los que, no bastando los actos, exigen palabras que los
afirmen o nieguen. Es decir, la misma versión explícita –y obscena a ojos de
quien ha de darla (Celimena)- que Alcestes recrimina desde el principio a
quienes van haciendo de sus intenciones, neones.
Mejor suena a Alcestes la palabra “condenado” que la más
perezosa “acusado”, en juicio contra una vanidad fuera y otra dentro, como en
Orgón y Harpagón lo es contra un enemigo único –respectivamente, una fe amañada
hasta lo artero, y el temor a la propia prosperidad, a que cuanto más se tiene
más pueda perderse. Inteligente, sensible, pudoroso usuario de su talento,
Alcestes se eleva y cae en la misma línea. Contable ensimismado de su imposible
redención, saltaría al cuello de Moliere si éste decidiera hacer de él un
hombre dispuesto a pagar precios por ser feliz.
Y eso que, molde del don Pedro de Aguilar que Leandro
Fernández de Moratín escribiera en 1792 en su Comedia nueva, la displicencia,
la arrogancia con que se maneja parecen, a partir de un punto de no retorno, en
defensa propia. Como un volcán que más aguantara la respiración cuanto más
conoce lo que hay en su corazón, hasta cinco páginas seguidas pugna Alcestes
por renunciar a expresar su opinión sobre el soneto de Oronte, cebo que antes
de morder ya ha segregado él mismo. Tan los versos funestos de don Eleuterio
Crispín de Andorra que don Pedro de Aguilar ha de tragarse cual cianuro. O el
parentesco no menos venenoso que une a Tartufo con el Aarón de Tito Andrónico,
o el Harry Powell de La noche de el cazador.
La vulnerabilidad del misántropo es, pese a sus bizarros
intentos de hacer del amor, jaula, -o quizá por ellos, en su incapacidad de
saber qué hacer con tanto que le consume- el espejo más pulido del sentimiento
amoroso que atraviesa las tres obras. Y que incluso en su fracaso y reacción
visceral –ofertar su corazón a Elianta como producto traído del escaparate- le
expone más a lo que acaba de devastarle. En las restantes obras, el dúo de
desamor debido entre Valerio y Mariana, en la magnífica escena IV del II acto
de Tartufo, tiene tanto de amor como de orgullo, y sólo por mediación de Dorina
vencen lo segundo para preservar lo primero. En El avaro, Cleanto sin duda ama
a Mariana, pero el momento de jurar por ella a pesar de las amenazas de
expulsión de la casa familiar y desheredamiento, es ya a esas alturas -escenas
III a V del acto IV-, una zarzuela que prepara el que es el mayor monólogo de
enamorado de sus cinco actos: el lamento de Harpagón por el dinero hurtado.
Puesto a ser, como el propio Moliere, el actor el personaje
que viene de ensayar, el Alcestes de d´Ors tiene, tal el original, palabras tan
tóxicamente puras para juzgar como para amar. Sin el amor real que siente hacia
su amada, el Misántropo sería una conciencia insoportable, y si en Moliere la
demasiada verdad –contra el soneto infumable- alimentaba, como por inercia, la
demasiada teoría –contra el amor que siente-, aquí crece al revés, y tiene más
sentido, pues más fácil se antoja sufrir hoy por un amor que no entiendes o no te
cabe dentro, que por una cortesía forzada que te reviente los principios. Avaramente
inserta en la Abadía por solo cuatro días, merece ensayar su suerte por más
tiempo, aquí o en otro teatro.
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