Otra cosa es por qué Grooming si la obra contiene un
abanico de pulsiones más complejas e indescifrables que el acoso sexual a
menores: la de la niña que decide mostrar a cámara sus pechos; la del hombre
que decide fotografiar a su hija en el baño; la del padre que es gay tardío; la
del oficial de policía que decide perdonar al delincuente; la de la víctima
fingida que lo hace para poder ser víctima real, la de quien aspira a compartir
su enfermedad, aunque sea por la fuerza…
Como también la Oleanna de Mamet o el Hamelin de Mayorga,
la obra trata tanto de los cebos que uno lanza como de los que no puede evitar
tragar. Y como en la primera, aunque de forma más obvia, explícitamente de cómo
el predador pudiera esperar a ambos lados de la caña, aguardando su
oportunidad. Acaso de forma demasiado explícita, pues las posiciones desde las
que hablan ambos –el acosador, la víctima- son casi simétricas en la balanza.
Media hora para cada uno. Tan idéntico su desvalimiento que Bezerra se cuida
mucho de que las frases con que el primero asalta los muros de la segunda sean
las mismas que ella empleará cuando las tornas se inviertan.
Por supuesto, como cada vez que devuelves miméticamente lo
que te llegara, importa la forma pues en ella reside esa posibilidad frecuente –recrearse.
Bezerra lo hace convirtiendo a la víctima en súbita taxidermista de la
situación. Y acaso ese recitado como de prospecto médico con que describe su patología
común es más de lo que ese personaje necesita, una vez que viene de relatar su
llegada cotidiana a la casa del acosador. Y ese gesto, sumado a la posesión de
su ordenador, lo cuenta ya todo.
La estructura en espejo –versiones mutuas, deformidades
similares que se turnan la obra con la contundencia de un cuchillo- divide la
obra en dos series de hechos repetidos –1. la explicación de quién es quién y
cómo llegaron a ese parque. Y 2. la autodescripción de sus anomalías de la
personalidad. La primera tiene una exposición inicial y dos ecos –un chat que
describe la situación previa al comienzo de la obra y otro que posteriormente
vuelve sobre la raíz del chantaje –el video que el padre de ella no puede ver.
Este último es la pista que Bezerra necesita para girar la obra 180º e invertir
los roles. El chat es más vulnerable. No solo repite la situación de la que viene
-él preguntando, ella muda-, además resta matices a la calidad del silencio con
la que abre la obra. Llegar a entender, vía ese chat, cómo se llega a él es
acaso demasiado largo para la digestión que a esas alturas el espectador
necesita.
Nadie miente por gusto –se lee en los resúmenes de
prensa. Pero es otra definición, más profunda, más real también, la que define
lo que pudre los días del padre de familia en su pulsión infame: es asombroso a
lo que uno puede acostumbrarse, con lo que puedes llegar a convivir. Ese era
también el núcleo de Hamelin. Y el punto de inflexión aquí, en la confesión del
abusador. Y uno esperaría, dentro de la disección que ella realiza acto
seguido, la de esa otra patología de la fragilidad: el arrepentimiento como método
tan previsible como el que le lleva a delinquir después. Pues la verdad más
profunda que asoma en ese instante –cómo dice odiar cada día su obsesión, restregarse
la esponja como si pudiera lavarla- le dura un suspiro… lo justo para intuir
que acaso no es aún el perdedor de la obra.
No sé si la agresividad con que el montaje de Gómez ilustra
entonces el retorno a su condición primera –violento, impasible, calculador- está
ya en el texto de Bezerra. Pero va contra la construcción sutil del criminal como
alguien capaz de sentir dolor por sus actos, y lo transforma así en un actor
consumado, un farsante del arrepentimiento que pudiera serlo, pues, de la
explicación que da de su dolor. Afecta al sentido de la obra, porque lo que le
duele es, hasta ese instante de ferocidad retomada, también la vergüenza de
saberse acusado de fotografiar desnuda a su propia hija.
Es sobre qué clase de dolor tenemos delante. Y es valioso
saberlo dado que la obra mezcla, y luego pone a comerciar, culpa y culpabilidad,
entre el abusador inicial y la víctima –que acabará abusando de él. Y que ella,
revelada su personalidad real, acepte condonar la pena al criminal confeso para
poder jugar, ella sola, a juegos que necesitan un cómplice forzado es un giro en
el que brillan luces negrísimas, opacas como sus personajes en ese momento de
la obra.
Él solo es, por fin, fielmente decente cuando pregunta si
ella ha pensado en la posibilidad de que él no vuelva para desenterrarla. Ella
es la elegida por Bezerra para ser explícita, brutalmente directa y precisa,
por eso extraña que en su salida de escena recurra a Alicia en el país de las
maravillas, porque hasta entonces hay escasa metáfora en su lenguaje. Ni
siquiera cuando recluta a su ayudante lo hace con emoción sino con ira, con
impaciencia de contable.
Encerrados en un parque como podrían estar en una
habitación, la soledad como patología sirve de dogal mutuo que ninguno termina
de controlar, como si fueran varios los que hubieran delegado en el abusador y
otros tantos en la abusada. “Mi ordenador
lo usaban muchos” –se lee estos días en el periódico a un hombre que
comparece en la Audiencia Nacional acusado de ciberacoso a 81 víctimas, 18 de
ellas menores de edad. Como si confirmara que hay momentos del día en que es
otro él el que baja a comprar pan, a visitar a su abuela, a reponer mercancía
en un supermercado.
Como ese molde verosímil, la obra es un dueto entre cuatro.
Y ambos, al igual que la escenografía, que con luz podría recrear Kramer contra
Kramer, y sin ella El exorcista, cumplen fielmente su cuota de ambigüedad. Quizá
porque su silencio –que se parece al de un juez desde que asoma- tiene sobre el
abusador una ascendencia que es cálculo, el personaje de Nausicaa Bonnin pasa
de paralizada a fría como el hielo. Pero ni en lo primero hay temblor del todo,
ni en lo segundo pierde vulnerabilidad. Ni siquiera cuando dejamos de verla
como la adolescente que hemos creído hasta entonces lo hacemos del todo. Bezerra
lo soluciona poniéndola entonces a jugar el juego más turbio posible.
En lo menos agraciado, le toca cargar con la parte sobre-discursiva
con la que sale del armario, y lo que la sorpresa del contraste anima, carga entonces
con una prolijidad cuyo objetivo no parece ser convencer al infeliz de su nueva
situación, sino humillar la diferencia entre su formación obvia y la de él. Es
un proceso singular, porque pasa de fingir sometimiento a demostrarse la araña
de la tela, para volver entonces a dar a su abusador una voz que, a esas
alturas, es solo caridad, y finalmente dejarle una voluntad que es la de la
marioneta.
Antonio de la Torre es un embaucador perfecto al
principio, cuando ni siquiera necesita serlo dadas las armas que posee y va a
emplear. El suyo es un encanto envenenado de charlatán de feria, que tanto apostara
por entretener al público real de su representación –nosotros- como al fingido
–la niña que le escucha como a un botijo que hablara latín. Suyo es el corazón
de la historia –la confesión de cómo una pulsión puede ser algo a lo que te
acostumbres, aunque te odies tanto como te da placer cumplirla. Pero purga el brevísimo
tiempo que va de convertir eso en farsa a conveniencia.
Como peonzas, ambos bailan en algún momento al son del
síndrome de Estocolmo –ella al consentir su delito, él al asomar de nuevo en su
preocupación postrera por ella. Pero quizás él enmudece más de lo que debería
en el tramo final, añadiendo más lastre al discurso de ella en que la trama se
vuelve del revés, hecho de dictamen y posología. El personaje de De la Torre se
evapora de escena como espectador del juego ajeno y es una pena. La claridad de
su violencia acaso cerraría mejor la obra que el epílogo como cuento de una
víctima que, a esas alturas, uno ya no ve.
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