13 marzo 2012

dueto a cuatro manos

Si escribes “grooming”, Google te devuelve una página llena de perros. El sentido que tiene en la obra es el ciberacoso sexual a menores, pero en último extremo quizá es Google quien tiene razón: pues conteniendo ambas el instinto y la fidelidad sin resquicios, al menos el pelaje permite distinguirlos. No por nada lo que ha escrito Paco Bezerra trata de mordeduras disparadas hacia dentro y hacia fuera sin gran control sobre su alcance.

Otra cosa es por qué Grooming si la obra contiene un abanico de pulsiones más complejas e indescifrables que el acoso sexual a menores: la de la niña que decide mostrar a cámara sus pechos; la del hombre que decide fotografiar a su hija en el baño; la del padre que es gay tardío; la del oficial de policía que decide perdonar al delincuente; la de la víctima fingida que lo hace para poder ser víctima real, la de quien aspira a compartir su enfermedad, aunque sea por la fuerza…

Como también la Oleanna de Mamet o el Hamelin de Mayorga, la obra trata tanto de los cebos que uno lanza como de los que no puede evitar tragar. Y como en la primera, aunque de forma más obvia, explícitamente de cómo el predador pudiera esperar a ambos lados de la caña, aguardando su oportunidad. Acaso de forma demasiado explícita, pues las posiciones desde las que hablan ambos –el acosador, la víctima- son casi simétricas en la balanza. Media hora para cada uno. Tan idéntico su desvalimiento que Bezerra se cuida mucho de que las frases con que el primero asalta los muros de la segunda sean las mismas que ella empleará cuando las tornas se inviertan.

Por supuesto, como cada vez que devuelves miméticamente lo que te llegara, importa la forma pues en ella reside esa posibilidad frecuente –recrearse. Bezerra lo hace convirtiendo a la víctima en súbita taxidermista de la situación. Y acaso ese recitado como de prospecto médico con que describe su patología común es más de lo que ese personaje necesita, una vez que viene de relatar su llegada cotidiana a la casa del acosador. Y ese gesto, sumado a la posesión de su ordenador, lo cuenta ya todo.

La estructura en espejo –versiones mutuas, deformidades similares que se turnan la obra con la contundencia de un cuchillo- divide la obra en dos series de hechos repetidos –1. la explicación de quién es quién y cómo llegaron a ese parque. Y 2. la autodescripción de sus anomalías de la personalidad. La primera tiene una exposición inicial y dos ecos –un chat que describe la situación previa al comienzo de la obra y otro que posteriormente vuelve sobre la raíz del chantaje –el video que el padre de ella no puede ver. Este último es la pista que Bezerra necesita para girar la obra 180º e invertir los roles. El chat es más vulnerable. No solo repite la situación de la que viene -él preguntando, ella muda-, además resta matices a la calidad del silencio con la que abre la obra. Llegar a entender, vía ese chat, cómo se llega a él es acaso demasiado largo para la digestión que a esas alturas el espectador necesita.

Nadie miente por gusto –se lee en los resúmenes de prensa. Pero es otra definición, más profunda, más real también, la que define lo que pudre los días del padre de familia en su pulsión infame: es asombroso a lo que uno puede acostumbrarse, con lo que puedes llegar a convivir. Ese era también el núcleo de Hamelin. Y el punto de inflexión aquí, en la confesión del abusador. Y uno esperaría, dentro de la disección que ella realiza acto seguido, la de esa otra patología de la fragilidad: el arrepentimiento como método tan previsible como el que le lleva a delinquir después. Pues la verdad más profunda que asoma en ese instante –cómo dice odiar cada día su obsesión, restregarse la esponja como si pudiera lavarla- le dura un suspiro… lo justo para intuir que acaso no es aún el perdedor de la obra.

No sé si la agresividad con que el montaje de Gómez ilustra entonces el retorno a su condición primera –violento, impasible, calculador- está ya en el texto de Bezerra. Pero va contra la construcción sutil del criminal como alguien capaz de sentir dolor por sus actos, y lo transforma así en un actor consumado, un farsante del arrepentimiento que pudiera serlo, pues, de la explicación que da de su dolor. Afecta al sentido de la obra, porque lo que le duele es, hasta ese instante de ferocidad retomada, también la vergüenza de saberse acusado de fotografiar desnuda a su propia hija.

Es sobre qué clase de dolor tenemos delante. Y es valioso saberlo dado que la obra mezcla, y luego pone a comerciar, culpa y culpabilidad, entre el abusador inicial y la víctima –que acabará abusando de él. Y que ella, revelada su personalidad real, acepte condonar la pena al criminal confeso para poder jugar, ella sola, a juegos que necesitan un cómplice forzado es un giro en el que brillan luces negrísimas, opacas como sus personajes en ese momento de la obra.

Él solo es, por fin, fielmente decente cuando pregunta si ella ha pensado en la posibilidad de que él no vuelva para desenterrarla. Ella es la elegida por Bezerra para ser explícita, brutalmente directa y precisa, por eso extraña que en su salida de escena recurra a Alicia en el país de las maravillas, porque hasta entonces hay escasa metáfora en su lenguaje. Ni siquiera cuando recluta a su ayudante lo hace con emoción sino con ira, con impaciencia de contable.

Encerrados en un parque como podrían estar en una habitación, la soledad como patología sirve de dogal mutuo que ninguno termina de controlar, como si fueran varios los que hubieran delegado en el abusador y otros tantos en la abusada. “Mi ordenador lo usaban muchos” –se lee estos días en el periódico a un hombre que comparece en la Audiencia Nacional acusado de ciberacoso a 81 víctimas, 18 de ellas menores de edad. Como si confirmara que hay momentos del día en que es otro él el que baja a comprar pan, a visitar a su abuela, a reponer mercancía en un supermercado.

Como ese molde verosímil, la obra es un dueto entre cuatro. Y ambos, al igual que la escenografía, que con luz podría recrear Kramer contra Kramer, y sin ella El exorcista, cumplen fielmente su cuota de ambigüedad. Quizá porque su silencio –que se parece al de un juez desde que asoma- tiene sobre el abusador una ascendencia que es cálculo, el personaje de Nausicaa Bonnin pasa de paralizada a fría como el hielo. Pero ni en lo primero hay temblor del todo, ni en lo segundo pierde vulnerabilidad. Ni siquiera cuando dejamos de verla como la adolescente que hemos creído hasta entonces lo hacemos del todo. Bezerra lo soluciona poniéndola entonces a jugar el juego más turbio posible.

En lo menos agraciado, le toca cargar con la parte sobre-discursiva con la que sale del armario, y lo que la sorpresa del contraste anima, carga entonces con una prolijidad cuyo objetivo no parece ser convencer al infeliz de su nueva situación, sino humillar la diferencia entre su formación obvia y la de él. Es un proceso singular, porque pasa de fingir sometimiento a demostrarse la araña de la tela, para volver entonces a dar a su abusador una voz que, a esas alturas, es solo caridad, y finalmente dejarle una voluntad que es la de la marioneta.

Antonio de la Torre es un embaucador perfecto al principio, cuando ni siquiera necesita serlo dadas las armas que posee y va a emplear. El suyo es un encanto envenenado de charlatán de feria, que tanto apostara por entretener al público real de su representación –nosotros- como al fingido –la niña que le escucha como a un botijo que hablara latín. Suyo es el corazón de la historia –la confesión de cómo una pulsión puede ser algo a lo que te acostumbres, aunque te odies tanto como te da placer cumplirla. Pero purga el brevísimo tiempo que va de convertir eso en farsa a conveniencia.

Como peonzas, ambos bailan en algún momento al son del síndrome de Estocolmo –ella al consentir su delito, él al asomar de nuevo en su preocupación postrera por ella. Pero quizás él enmudece más de lo que debería en el tramo final, añadiendo más lastre al discurso de ella en que la trama se vuelve del revés, hecho de dictamen y posología. El personaje de De la Torre se evapora de escena como espectador del juego ajeno y es una pena. La claridad de su violencia acaso cerraría mejor la obra que el epílogo como cuento de una víctima que, a esas alturas, uno ya no ve. 

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