29 febrero 2016

grupo RH ausente


Toda la sangre derramada a manos de los designios de reyes shakespearianos adquirió en Medida por medida (1603) el flujo del crimen en manos de quien, para derramar sangre, necesita no tenerla. Puesto el trono de Viena en manos del noble Ángelo para que haga cumplir las antiguas leyes penales que el Duque parece rehuir, el juego que éste podría estar practicando –dejar que sea otro el que tome las decisiones difíciles- solo se torna una oportunidad para redimir al propio Duque cuando el regente nombrado temporalmente por él –Ángelo- acumula en sí los defectos –lujuria, corrupción, desobediencia- que el Duque parece esperar del pueblo.
Es Ángelo y no sus súbditos quien prueba correcto el experimento del Duque. Y es justo lo que menos se espera de él lo que le condena: hasta tres veces en diez páginas se menciona como atributos de gobierno el carecer de sangre –“apenas sí confesaría que su sangre corre” –dice el Duque. “La sangre de este hombre no es más que agua de nieve” –dice Lucio. “habríais obrado igual… si la acción de vuestra sangre hubiera alcanzado el grado de energía necesario” –dice Escalo. “¿Por qué toda mi sangre afluye a mi corazón de modo que, haciéndose él mismo impotente, priva a todas mis otras facultades de la aptitud necesaria?” –admite el propio Ángelo después, ya fallida la profecía.
La ley de la viga invisible en el ojo propio mientras se advierte la paja en el ajeno adensa la sangre de Ángelo mientras nubla su capacidad de ejercer su cargo. Si no quedaba claro, Shakespeare anexó una subtrama que muestra la injusticia de ver derribados los prostíbulos de las afueras mientras se respetan los existentes en el interior de la ciudad.
Comedia de apariencias y decepciones, lo es también de la renuncia a amar en las manos equivocadas: si la caída de Ángelo se enhebra en la resistencia de la monja Isabela a salvar a su hermano a cambio de ceder su virginidad a aquel, la sangre honesta de ésta es solo el reverso de la perversión de la rectitud imposible que soporta Ángelo, cuyo chantaje por obtener los favores sexuales de Isabela es menos un acto de maldad que el único acto de amor que parece haberse permitido. Los demás no le piensan sin sangre gratuitamente.
Pero el enredo hace olvidar el tema de la obra: no la debilidad humana de Ángelo por manejarse en soledad sentimental, sino la pertinencia de leyes necesarias que no se aplican. En ese sentido, el Duque acaba la obra como la empieza: si finge alejarse de la ciudad para observar el cumplimiento de las leyes que él no aplica, al regresar confirma la tendencia: no solo perdona a Lucio –lenguaraz, mentiroso, difamador y padre huido- sino también a Ángelo, que amén de cruel, falsario y traidor, trata de asesinar a quien sabe que no lo merece.
Si en El mercader de Venecia, Shylock es víctima injusta de una interpretación torticera del derecho que le impide aplicar el contrato que tiene firmado, en Medida por medida, Ángelo podría penar ante el Duque lo mismo: primero me dais el poder de aplicar lo que vos no queréis, y luego demostráis falso, no ya mi intento, sino la propia idea de aplicarlas. El Duque es cómplice del fracaso de Ángelo. Lucio lo demuestra. Por eso ambos comparten perdón en vez de horca.

28 febrero 2016

paraísos del sótano


En una secuencia de El gran museo (2015), documental de Johannes Holzhausen, una de las vigilantes, que trabaja desde hace veinte años en el Museo de la historia del arte en Viena, preguntada en una reunión general por aquello que podría mejorarse, dice no haber conocido aún a una sola persona del museo que no tenga el mismo trabajo que ella.
Un poco más allá, los personajes de la trilogía Paraíso (2012), dirigida por el austríaco Ulrich Seidl, parecen moverse por la vida como cuadros a los que no mirara nadie. En la ficción y cuando no: en su documental En el sótano (2014) seres encerrados en diversas formas del pasado –nazismo, armamento, exclusión racial o sexual- o en su reverso, la dominación voluntaria –masoquismo sexual- posan como cuadros donde el rasgo general es el que advierte la vigilante del museo: nadie parece hacer algo sin hacerlo en solitario, confinado dentro de sí mismo, aislado en el silencio, donde poder ser otra cosa a salvo, sin miradas que lo impidan.
Es un rasgo que, al señalarlo en alto, parecen compartir algunos de los vigilantes literarios más ilustres nacidos en Austria que, escribiendo contra la ranciedad y la hipocresía de su sustrato social, han visto su obra rechazada en su país de origen: Elias Canetti, Thomas Bernhard o Elfriede Jelinek llenan un siglo de crítica virulenta hacia la calidad de una conciencia nacional que la obra de Seidl ilustra desde claroscuros que en la vida real vienen de sitios, si no luminosos, sí existentes nítidamente el aire libre: hace solo veinte años que la campaña del que luego sería presidente ultraderechista de Austria –jörg haider- preguntaba a su electorado si “le gustaba Jelinek, o el arte y la cultura”.
Uno de los hombres aparentemente apacibles, y mudos, que recorren En el sótano ensaya tocando el trombón rodeado de imaginería nazi. Después sentado a una mesa de ese mismo espacio junto a cuatro músicos más. Uno de ellos, ebrio, se levanta y anuncia que se marcha, no sabe cómo aún, a su casa. Los cinco comparten confidencias banales y zafias sobre masculinidad. Ni uno solo parece sentirse incómodo rodeado de símbolos nazis, o siendo grabado junto a ellos.
En Paraíso: amor, la protagonista –una mujer que ronda los cincuenta- viaja a un complejo hotelero en Kenia, donde su búsqueda de amor, trágicamente vulnerable, malinterpreta una y otra vez tener relaciones sexuales con nativos que solo la quieren como cajero automático. En Paraíso: fe, una mujer que emplea sus días, puerta por puerta, tratando de convertir al catolicismo al país entero, y que parece incapaz de querer lo más mínimo a su marido, musulmán, pero se masturba aferrada al Cristo que tiene sobre su cama, promete a dios que “Austria volverá a ser católica”. En Paraíso: esperanza, una adolescente se enamora imposiblemente del médico que la atiende, ninguno de lo dos parece comprender o saber muy bien qué esperar del otro.
En la primera de las películas la indefensión genera sordidez. En la segunda el fanatismo lleva a la asepsia emocional o su sustitución por un amor, imposiblemente perfecto, hacia dios. En la tercera las tensiones del crecimiento escogen, por dos veces, el abono que no deben. Adultos, adolescentes, hombres y mujeres, en Austria o en Kenia, laicos o creyentes, son pura soledad que se refugia cómo y donde puede. Y siempre sin éxito. O con uno que se parece mucho a preservar lo poco que se tiene.
Protagonizadas por madre e hija, el amor y la esperanza homónimas se anulan mutuamente. En la primera –amor- la mujer es incapaz de comunicarse con su hija, que ni siquiera el día de su cumpleaños le llama. En la última –esperanza- ésta se lamenta de que parezca imposible que su madre responda al teléfono cuando llama. La protagonista de la segunda –fe- une a las otras dos: es quien lleva a la hija a su destino –una clínica dietética- y quien acoge el gato de la madre.
La soledad de la trilogía es la misma que hay en el documental, y no muy distinta de la que, abismada, recorre el teatro de Thomas Bernhard o el malestar íntimo de los personajes de Elfriede Jelinek. Su fragilidad deviene en sumisión, en una forma cabizbaja de pedir lo que se desea y de aceptar las negativas sucesivas. Hay sumisión, literal y aberrante, en el sadomasoquismo que recoge el documental. Y una ubicua precariedad emocional en quienes, en la trilogía, salen cada mañana en dirección al paraíso justo por la carretera que atraviesa el infierno.
La inmovilidad que les devasta por dentro es igual de expresiva por fuera: todos se mueven despacio o no se mueven. Como cuadros. Como si todo sucediese por dentro o escogiera no suceder. De hecho, hasta la propia narración de Seidl parece pensada más para acabarse en medio del suceso que para cerrarlo. Sus películas no terminan, solo se acaban.
En ellas no hay una idea del paraíso que no parezca haber sido sembrada en un sótano. En todas hay una oscuridad, un primitivismo, una forma mundana o primaria de estar en el mundo que evita la reflexión, condena la conversación, el contacto humano, a un nivel pedestre, sea cual sea la forma que adquiere la impotencia: ya en la búsqueda imposible de amor, en la visión del mundo como una plegaria permanente e inservible, o en la búsqueda de la autoestima.
La protagonista de Fe señala el camino de la identidad general en la visión nacional de Seidl: al hablar permanentemente a dios justifica el silencio obvio que su interlocutor le devuelve. Es casi el mismo que, en Amor, rodea a la mujer que busca amar y ser amada entre personas que no hablan su idioma y apenas inglés, y que pugna una y otra vez, imposiblemente, por enseñar al otro a quererla como desea, como necesita ser y ya no puede serlo. También el que en Esperanza une a dos seres que ni pueden ni saben dar al otro lo que necesita.
Como en el cine de Roy Andersson, la espera paralizada importa, porque el tiempo que pasa es acaso el de los deseos que no van a cumplirse por mucho que los esperes. Si el nazismo es parte de esa añoranza, como denunciaran Bernhard o Jelinek, y tal y como muestra En el sótano, tanto sirven de metáfora la búsqueda desesperada del amor imposible, como la evangelización forzosa, o la del amor propio en un lugar ajeno.
En un momento dado, la protagonista de Fe escupe y golpea con el látigo la efigie de dios que no termina de darle lo que tanto pide y cree merecer. El cuadro inmóvil que se adora en Esperanza –el médico- rechaza a la adolescente con el mismo hieratismo con el que la aceptara. La mujer de Amor es, en sí, el objeto que unos y otros usan y abandonan. Las vidas retratadas parecen pasar la vida rumbo a un sótano parecido al que vienen de dejar. Si entre sus paredes espera un cuadro de hitler o un muestrario de látigos no puede ser mucho peor que vivir en el salón.


26 febrero 2016

25 febrero 2016

Cómo ser Charlie Kaufman


Lo que ocurre en los guiones escritos por Kaufman cuenta sus más profundos secretos en sueños o delirios, en visiones sobre las que no se tiene control –Cómo ser John Malkovich-, o que se desdoblan sin remedio –Adaptation. Curiosamente en una filmografía construida a partir de la bifurcación o el extrañamiento, incluida esa otra acepción del sueño –la quimera-, la aportación de esta magnífica Anomalisa –revelado durante un sueño del protagonista- es tanto su síntesis como su reverso exacto: viniendo de una vida afortunada pero infeliz, bulliciosa pero desdichadamente solitaria, Michael Stone sueña que todos los seres que hay en el mundo son la misma persona en realidad, cuán hallar, por fin, la otra persona real y distinta a la que amar y con la que compartir la vida podría ser el único hallazgo que, más que salvarle la vida, se la devuelva.
Codirigida por Kaufman y Duke Johnson, y rodada mediante stop motion, todos quienes aparecen comparten rasgos y hablan con la voz de Tom Noonan. Todos menos Stone y una mujer a la que conoce una noche en un hotel. Enamorado de lo que cree el milagro finalmente hallado, al amanecer, desayunando, advierte que no: en la voz de ella se superponen los temas banales de cualquiera, finalmente la voz de Noonan. Lo que cree hallar podría ser su salvación realmente, o solo un fracaso de su confianza en las posibilidades del hallazgo. Y el final de la película apuesta, extrañamente, por esto último mientras la desolación se adueña de nuevo de Stone, vuelto a casa a vivir entre extraños que dicen amarle y son la misma cara y la misma voz.
La bifurcación del yo sale de su cine y alcanza a Kaufman: planteada como película solo tras ser concebida, y representada, como obra de teatro en 2005, aquel año Kaufman presentó Hope leaves the Theater. La segunda de las obras previstas iba a ser escrita por los hermanos Coen, pero finalmente no llegó. Fue reemplazada por Anomalisa, presentada bajo pseudónimo por Francis Fregoli. Solo que era también de Kaufman. Una vez más contra sí mismo, o contra una versión de sí solo aparentemente diferente. Es un don que Michael Stone, que teme que tras su careta no haya nada, querría desesperadamente para él.

24 febrero 2016

Echando soda a la guerra fría


La guerra fría fue también una forma de seguir ganando la guerra que ambos bandos ganaron juntos, o por lo menos, no enfrentados inicialmente. Décadas después, cuando la crisis financiera mundial de 2008 trajo al mundo un nuevo tipo de enfriamiento, Rusia y Estados Unidos ya solo libraban la guerra por el pasado respectivo, en manos de Putin una, de Bush jr la otra. Si el frío que recorría las bolsas no trajo entonces la guerra renovada que la solvencia energética de ambos defendía, la invasión rusa de Ucrania en 2014 terminó de descongelar el conflicto entre las superpotencias de antaño.
Cuando un año después los hermanos Coen dirigieron Ave, César, con cierto trasfondo de la colisión de otras superpotencias antiguas –la Roma imperial y el Cristianismo naciente- en realidad venían de plasmar, simultáneamente, la metáfora y la realidad, ésta en forma del guión escrito para El puente de los espías, de Spielberg, que cuenta el conflicto sucedido en su día entre espías rusos y norteamericanos, en los días en que el cine de ese género podía aspirar a lo documental sin esfuerzo.
Como en la de Spielberg, la película de los Coen cuenta el ocaso de cierto tipo –estereotipo- de héroe americano, allí encarnada en la superioridad moral del espía ruso, en ésta en el comunismo enmascarado del que se diría chico más automáticamente yanqui. El resto de rasgos son igual de familiares: la sátira de la religión, el papel innoble del periodismo, el homenaje al cine como un espejo de la realidad, buena y mala. Y como novedad valiosa, quizá fácilmente malinterpretable, la vindicación del papel del guionista como la menos reconocida de la industria, y donde la simpatía por el socialismo tuvo, en Estados Unidos, la apariencia de un submarino real y ubicuo que bajo el nombre de macartismo logró, apelando a la moral de una industria –el cine- que solo aparentemente lo era, que algunos de sus miembros la ensuciaran públicamente, lo que pagó con el ostracismo, entre otros, Dalton Trumbo.
La biblia de una moral que, en su fanatismo casero, solo era el reverso de la criminalizada lejos llenó los cines de esa época de adaptaciones del viejo y el nuevo testamento, contando de paso el poder del judaísmo en la dirección de los grandes estudios –“soy más grande, más malo y más ruidoso que cualquier otro judío de esta ciudad” –dirá el jefe de un estudio en Barton Fink (1991). Y más sutilmente, consolidando por la vía del ejemplo lo que de metáfora tenía el modelo del star system: carreras férreamente modeladas, modificadas o truncadas a merced de un estilo, una imagen pública o una desdicha personal. Actores, directores, escritores. Eran propiedad del estudio. Sus carreras eran un plan quinquenal tras otro.
Los musicales tuvieron su parte en la ficción. Qué sino una forma de reducir la crudeza de lo que se quiere decir es cantarlo y bailarlo. Ave, César es ambas cosas: una oda al guión que no se pagaba adecuadamente en las películas mientras se escribía e improvisaba torticeramente en los despachos. Y un musical sobre la hipnosis que la ficción más alejada de los problemas reales de un país –de Esther Williams a Busby Berkeley- necesita de la complicidad de su población para ignorar así lo que debería estar mirando con ojos más abiertos: el racismo, el peso de la religión, la reducción de la complejidad a un bando.
La productora –Capitol pictures- que aquí financia, sin saberlo, a una cohorte de guionistas patochadamente prosoviéticos, pagaba en Barton Fink, sin mucho más conocimiento, a un guionista que se cree llamado por su talento cuando es por su obediencia, y a otro –no muy escondido trasunto de Faulkner- a quien su secretaria escribe sus guiones. Hay una vaga noción de muñecas rusas en esto: la obsesión del escritor trascendente –escribir sobre el hombre común- como copia posible del mandato de los que, en Ave César, trabajan en la sombra por el imperio de ese otro hombre común –el proletario- y estos, a su vez, como trasfondo de la película que, sobre el imperio romano, habla del triunfo en la derrota de un tercer hombre común, Jesucristo.
Sin el topo adecuado en el momento adecuado –Constantino I- el cristianismo no hubiera crecido a la sombra todopoderosa del gran Imperio de la antigüedad. Quién sabe lo que habría sido del protosocialismo sin la fe en él del representante de los enemigos a los que venía a combatir. Fue justo Trumbo quien solo vio de nuevo acreditado su trabajo en Hollywood cuando Kirk Douglas, representante del estamento más afamado en la industria, le apoyó en una película que trataba, precisamente, del derecho del esclavo de rebelarse contra el poder que le oprime. Esa película es Espartaco. Una vez que Douglas se bajó de la cruz en la que acaba la película fue para que se subiera a ella macarthy.

20 febrero 2016

18 febrero 2016

from the old yorker

http://www.newyorker.com/culture/culture-desk/telling-the-story-of-slavery?mbid=nl_TNY%20Template%20-%20With%20Photo%20(12)%20A&CNDID=22280317&spMailingID=8556679&spUserID=MTA5MjQwMDkwNjA3S0&spJobID=861737174&spReportId=ODYxNzM3MTc0S0

15 febrero 2016

para Elisa, de Mozart


La tentación de ser otro es tan frecuente en literatura como lo es fuera de ella. George Eliot es en realidad Mary Anne Evans; George Sand es Aurore Lucile Dupin; Fernando Pessoa escribió bajo varios heterónimos; Paul Valéry jugó a ser Edmond Teste; Antonio Machado fue Juan de Mairena; John Banville es John Banville los días pares y Benjamin Black los impares. Y eso es solo en quienes, por juego o presión social, renuncian a su nombre. La lista de quienes se apropian del ajeno es menos nutrida porque para ello tienen que descubrirte, o porque vencer el pudor que acumularas en vida para desvelar la farsa al final de tus días no ha de ser fácil. Uno de sus más afamados ejemplos encarna esa contradicción: quien quiera que escribiera el Quijote apócrifo lo hizo bajo un seudónimo -Alonso Fernández de Avellaneda- que al tiempo que quería ser Cervantes trataba de no serlo: mientras alababa sus personajes insultaba el estilo en que iban y venían por sus páginas.
A veces el juego es revelado a través de otro juego: Cuando Fernando Iglesias Figueroa empezó a publicar en 1923 obra propia bajo la firma revelada de Becquer, un año más tarde Jorge Guillen escribió, oculto tras los nombres de Pedro Villa y Félix de la Barca, su extrañeza ante aspectos modernistas del Becquer exhumado, tal y como cuenta Joaquín Álvarez Barrientos en El crimen de la escritura (Abada/2104), del que provienen los ejemplos citados en este texto.
Paradójicamente, la cualidad onanista de la usurpación ha de encontrar el mayor placer en las pistas desatendidas por quienes pasan delante de las pruebas sin advertirlas: uno de los poemas de Iglesias Figueroa –“¿No has sentido?”- había sido publicado ocho años antes firmado por él mismo. Cuando fue reimpreso en 1923, ya atribuido a Becquer, buena parte del orgullo del impostor debía estar en ir dejando huellas a plena luz del día sin que importase.
Porque importaba y no: cuando otro poeta -Rafael Montesinos- descubrió la farsa, guardó el secreto hasta que Figueroa hubo muerto. La interpretación más obvia: eran amigos. Una más elegante: si éste hubiese advertido más estafa que honra en el intento de aquel, raramente habría dejado el nombre de Becquer a merced del trampantojo. Una más sutil: acaso Montesinos advirtió que la mejor forma de preservar al actor y al personaje real era esperar que también se igualaran en muerte.
Es fácil imaginar la emoción de un asesino en serie cada vez que no es detenido tras uno de sus crímenes anunciados: cada vez que aparece una nueva falsa cantata adjudicada a Bach, unos diarios de Hitler nunca hallados, un Monet no sabido hasta la fecha, casi dan ganas de seguir el juego a quien viene de componer, escribir o pintar el pasado valioso. Solo para ver sus siguientes pasos, para ver a Monteverdi descubrir la música dodecafónica cuatro siglos antes de su aparición; para saber de Shakespeare probar a ser Beckett; para ver a Durero probar el cubismo.
La encarnación fraudulenta de un poeta ignorado en uno afamado, e incapaz de defenderse, debía ser en Iglesias Figueroa algo más que un ejercicio, no menoscabable, de precisión formal. Crear una obra que pudiera pasar durante décadas como propia de Becquer debió de servir para afirmar esa grieta usual del propio talento sin eco: cuán la diferencia entre la fama y el olvido pudiera ser solo un cúmulo de oportunidades, de importancias concedidas o halladas por azar. Si Becquer era digno de los versos escritos por Figueroa, entonces éste era automáticamente digno de la fama de aquel. Emplear de escritor fantasma a Cervantes o a Becquer es también esa verdad de la literatura: improbablemente lo que se publica y es leído es todo lo que merece ser publicado y leído. El límite del juego es ese mismo: nadie que escriba elegirá nunca hacerlo bajo nombre falso si no se le prohíbe hacerlo bajo el propio.
El lujo que trajo la bifurcación, la ocultación de la personalidad literaria en el siglo XX, y que incluye a los nombrados Barteblys, los que se niegan a escribir tras escribir, es también un elemento de la ficción traído de la antigüedad literaria, y en el que Iglesias Figueroa se inserta en la misma tradición que viene de Homero, pues inventar una conciencia, un personaje en el que volcarte más o menos explícitamente es, al cabo, el mismo ejercicio que elegir ese personaje fuera de los libros, al otro lado de la pluma. La diferencia es moral, no literaria. No es que no importe, por supuesto.
Solo que eso no crea una diferencia entre buena y mala literatura. Únicamente propaga sus mecanismos al mundo real. De eso ha escrito bastante Enrique Vila-Matas. Figueroa le habría leído con placer: tras adjudicar a una sola mujer –Elisa- las destinatarias de cuantos versos escribiera Becquer, suyos y no, Figueroa inventó cartas dirigidas a varios amigos de aquel, en las que daba cuenta de la peripecia amorosa becqueriana, de rupturas y reconciliaciones. “Figueroa era capaz de remedar los diferentes estilos de Becquer, tanto el cercano de las cartas a los amigos, como los literarios en prosa y verso” –escribe Álvarez Barrientos. Al reinventar la obra de Becquer, Figueroa reinventaba también su vida. De hacer literatura con sus temas, Figueroa pasó a hacerlo con la vida de Becquer. Quién sabe si, llegado el tiempo, no habría podido hacerlo también con la recepción crítica de sus textos póstumos, rehacer la relación entre vida e invención, convertir a Becquer en un personaje de una ficción más amplia.
Al contrario que Cervantes, Becquer no vivió para ver su obra continuada en mano ajena, pero quizá habría apreciado la pantomima, lo que de homenaje suponía verse duplicado. Y quizá el propio Becquer jugó a ello: En ¿2015? Agustín Porras sugirió que la traducción probable que Becquer realizó de las novelas de Eduardo Laboulaye Abdallah y Aziz y Aziza incluía 12 poemas que Becquer dijo haber traducido mientras se las inventaba, o más exactamente, mientras las reescribía con una libertad a lo Avellaneda. De haber afinado Figueroa un poco más, habría podido simular a un hombre que eventualmente habría simulado ser otro. Con llamarle Borges habría bastado.
Si se le pasó por alto, es comprensible: en los años que pasó exhumando a un Becquer que no existía, también afloraba el que sí: mientras con una mano inventaba, con la otra extraía vida real: Figueroa descubrió cientos de textos que Becquer publicó en periódicos y revistas que permanecían en el olvido cuando comenzó su labor de biógrafo oficial. Si alguien podía otorgarse la prerrogativa de simular ser otro era quien sabía que poca diferencia había entre fabular y no indagar. Entre la tumba que habitaba la propia poesía de Figueroa y la de Becquer que escarbaba, las arenas se le juntaron en las manos. Debió pensarlo como un premio al esfuerzo.
Incluso sin contar ese otro rasgo en común –el toledanismo- Becquer mismo no habría tenido problema en adjudicarse obras de Figueroa, pues éste escribió ensayos literarios, poemarios, estudios... A sus dos primeros libros de poemas –La última primavera y Tristeza, siguieron las Páginas desconocidas de Becquer, que la editorial Renacimiento publicó en tres tomos. Un Álbum Becquer con dibujos del hermano de éste, Valeriano; una guía de Toledo; un estudio sobre Goya y la inquisición; Becquer en Toledo; Sensaciones de Toledo. Incluso codirigió la editorial Arte Hispánico en los años 20 y 30. En términos de dedicación a Toledo, Bécquer no se habría fijado menos en Figueroa de lo que éste en aquel.
Lo que Figueroa escribiera en las primeras páginas de Sensaciones de Toledo respecto al Greco –“como una llama que proyecta su extraña luz en la ciudad dando nueva vida a las ruinas, alma a las viejas piedras”- habla también de Bécquer. Y del ancestro de Figueroa como padre farsante: el jesuita Jerónimo Román de la Higuera, que en 1594 escribió, y adjudicó a un origen paleocristiano, los Cronicones: presuntas obras de Flavio Lucio Dextro, Luitprando, Marco Máximo, Heleca, Julián Pérez o Aulo Halo. En un giro de genio, el propio Román de la Higuera juzgó públicamente sus textos adjudicados a otros desde una posición escéptica. Entre árbitros de lo propio vendido como ajeno, la paradoja llega hasta nuestros días: Si hoy tecleas Fernando Iglesias Figueroa en internet, aparece en primer lugar las cuitas de un arbitro homónimo.
Sin la impudicia de Figueroa de comentar, él mismo, sus propios añadidos y ponerlos en contacto con Dante o Poe –“Elisa es la musa… su nombre debe ir unido… al de Beatriz a los marmóreos tercetos de Dante y el de Sigea a los alucinantes poemas de Poe”-, el espejismo de recreación literaria meritoria funcionaría del todo. Pero la tela de araña de la autoadulación era ya inmensa, y si Figueroa tuvo alguna vez oportunidad de salir de ella, acaso llegó un momento en que era más difícil dejar de creerse la mentira, dejar de vivir de ella, que apartarse para volar sus propios vuelos más discretos. Quizá sencillamente ya no era posible: Barrientos llama a Figueroa “grandilocuente y retórico” cuando deja de ser Becquer y se expresa con voz propia.
Los expertos son los grandes aliados de los falsificadores –cita Barrientos a Orson Wells- pero también éstos contribuyen al logro de aquellos. Figueroa pudo recrear a Becquer porque se lo sabía. Y pocos de lo que han leído a Avellaneda dirán que lo lamentable del intento es el intento sino la calidad, tan obviamente inferior, de la copia. De haber leído alguien lo suficientemente bien a Esquilo como para imitar su estilo, hoy tendríamos no seis obras suyas sino ¿quince?. Cualquiera puede escribir como lo haría Dostoyevski, el problema no es no ser Dostoyevski sino no escribir como él. Max Brod pudo haber destruido la obra de Kafka, como éste pidiera, para reconstruirla luego a su antojo. Carl Seelig pudo haber lo mismo con la obra final de Robert Walser. Y por arduo que sea imaginarlo, adecuadamente volcado, aún tendríamos a Kafka y a Walser. Picasso, Wagner, John Ford se imitaron a sí mismos toda su vida. Figueroa honra a Becquer más de lo que le estropea.

14 febrero 2016

Un Cuento de invierno griego


Diez años después de que Rosecratz y Guildestern embarcaran llevando a bordo el oráculo contrario al que pensaran, dictando su muerte y no la de Hamlet, Shakespeare añadió en El cuento de invierno un destino mejor explicado para quienes se embarcan rumbo a Bohemia, donde abandonar a la hija repudiada del rey de Sicilia, Leontes. Y ese destino tenía que ver con el viaje al que ese barco no tenía forma de llegar: Shakespeare ubicó a Bohemia y luego a Delfós en islas respectivas (lo que no son), quizá para contar que el viaje que estaba contando iba más lejos: a la antigua Grecia, de cuya dramaturgia clásica tomó elementos mientras los tomaba de un romance publicado por Robert Greene doce años antes.
Ninguno más sutil que el nombre del personaje –Antígono- encargado de abandonar, que es lo mismo que enterrar, el bebé al que se deja en tierra de fieras, y que le acabará costando su propia vida. Tan próximo a Antígona, el personaje que Sófocles puso a pugnar el derecho de su hermano a ser enterrado, y cuyo intento pagará con su vida. Los más obvios: el destino que juega a favor de la niña recién nacida, y que provoca, simultáneamente, la muerte de quien la abandona y la de quienes, en el barco que espera para devolverlos, perecen al mismo tiempo. O ese oráculo al que Leontes decide consultar, y que, recién desdeñado, provoca la muerte instantánea de su otro hijo, y aparentemente la de su mujer.
Pero también el símil con la orden de muerte que, en Edipo rey, Layo dicta contra su hijo, alertado por el oráculo, que deviene en exilio ignorado y así, en la misma profecía que Layo no supiese leer y que será su ruina y la de su descendencia. Shakespeare ya había creado antes, en Macbeth, una historia circular en la que el oráculo es malinterpretado, pero las brujas no son dioses, y el destino que éstas ordenan es, desde el principio, una forma de hundir a quien tanto hará para merecerlo.
Si hay un cuento de invierno es Macbeth. El de los reyes idénticos de Bohemia y Sicilia –Leontes y Políxenes- es una parábola con más comedia que tragedia. Y cuyo tema –el de los celos absurdamente generados y pagados con creces- había volcado ya Guillén de Castro cuatro años antes, en El curioso impertinente, como la tragedia explícita que Shakespeare leyó en Greene y convirtió en comedia con víctimas, pero no tanto que no pudiera acabar bien, pese a que tanto Leontes como Políxenes actúan, sucesivamente, como embajadores de los Capuletos y los Montescos, que solo buscaran la ruina de su descendencia. Hasta que no tienen más remedio que practicarlo, todo el bien que hay en la historia emana de cualquiera menos de ellos. Uno y otro son puro invierno. Si la falsa estatua de Hermione hubiera cobrado vida solo para lamentar la muerte segunda de su hija perdida, para así morir por segunda, y esta vez verdadera, el cuento triste que dice ir a contar el infeliz Mamilio sería justo eso.

13 febrero 2016

Las ocho diligencias


Rodada el mismo año que la séptima, la octava película de Sam Peckinpah –La huida (1972)- exponía a un atracador de bancos a la traición permanente de cuantos le rodean –desde su mujer al hombre que logra sacarle de la cárcel, del dueño del hotel en el que confía, a su compañero de atraco. En la tentación de volverse peor que todos ellos, Carter McCoy/McQueen resulta el más íntegro siendo, acaso, el que menos podría permitírselo. En la huida de todos, unos de otros, el asesino Rudy Butler/Lettieri iba a seguir camino hasta hallar a Quentin Tarantino.
Su sadismo, que incluye matar a sangre fría a su compañero de atraco mientras le pide que sostenga el volante para poder extraer la pistola, o secuestrar a un médico al que, en múltiples paradas en moteles, obliga a contemplar cómo mantiene relaciones sexuales con su propia mujer, es, actualizado a los estándares de la violencia explícita de nuestros días, la de cualquiera de los protagonistas de Los odiosos ocho (2015), como éstos, con la tierra nevada de fondo, son el formato recurrente, casi simbólico, de quienes huyen de una película de Tarantino para reencarnarse en la siguiente.
La aportación de Peckinpah a un género al que dedicaría la mitad de su producción consistió en llevar la época que le tocó vivir –los setenta principalmente- a la época que el western fijó como imagen de la colonización del oeste norteamericano. Solo que toda esa sangre, esa crueldad que no distinguía inocentes de culpables, hizo escala en otra guerra de conquista, ésta más cercana: cuando Grupo salvaje se estrenó en 1969, la crítica cultural que la tildaba de reaccionaria o de corromper un género que representaba lo mejor del cine norteamericano, acaso se imprimía en el reverso de la página que, en esas mismas fechas, daba noticia de la masacre, con tintes nazis, que una patrulla estadounidense perpetrara un año antes en My Lai, Vietnam.
Quien en 1970 buscara heroísmo a la manera que John Ford lo contara, ignoraba que la forma en que el mundo deseaba contarse a sí mismo era ya la de Peckinpah, o con algo más de sarcasmo, la de Sergio Leone. La épica del héroe frente al mundo, sacrificio incluido, seguía ahí. Si súbitamente resultaba irreal, ensuciado, era porque el resto de elementos humanos –codicia, arrogancia, crueldad, y la sangre que las mantenía unidas- se volvieron pública, perfectamente exhibibles en los años que fueron de 1970 a 1980. El año que Peckinpah dirigió Quiero la cabeza de Alfredo García (1974) era la de Nixon la que caía gracias al Washington Post.
El honor y el horror intercambiaban máscaras en plena guerra de Vietnam, y el sacrificio humano halló en el western reinventado por Peckinpah y Leone un heroísmo macilento que, como en la era de Ford, se refugiaba en el cine de la intemperie a la que vivía en la vida real: en Peckinpah hay siempre un momento en que uno opta por el sacrificio, aunque eso suponga renunciar a todo por los que se ha luchado y sangrado hasta ese momento: en Grupo salvaje es cuando Pike Bishop/ Holden entra el habitación de al lado para lo que parece una dura recriminación de la usura de dos de sus hombres, incapaces de pagar a una prostituta su trabajo. Las caras de los tres son de una ferocidad que se diría que van a matarse, pero no: en realidad es la de quienes acaban de decidir dejarse matar en el intento imposible de rescatar a un compañero condenado. En La huida, cuando McCoy decide seguir con su mujer pese a que ésta parece haberle traicionado primero, descuidadamente extraviado el dinero del golpe después. Incluso en La balada de Cable Hogue (1970), acaso la película más amable que rodara Peckinpah, el sacrificio actúa bajo la forma de redención: perdido en el desierto, el protagonista pide a dios redimirse si le salva y así ocurre.
Algunos de los elementos más sagrados del género –la misión suicida, la traición, el honor personal cuando más estorba, la diferencia entre justicia y venganza- han sido formulados por Tarantino dentro y fuera del western: están en Malditos bastardos, en Django desencadenado, en Los odiosos ocho. Lo que Peckinpah y Leone fueran para Ford, Howard Hawks o Nicholas Ray, lo es Tarantino para aquellos: su actualización al mundo presente, sadismo e impunidad incluidos. Estrenada a finales de 2015, apenas semanas antes del inicio de las Primarias en Estados Unidos, no costaba ver en la bajeza general de los candidatos –rubio, trump, cruz- posibles invitados de las dos diligencias que llegan a la taberna en Los odiosos ocho. Y sí, la peripecia del mayor Warren/Jackson también recuerda a alguien.
Tarantino no es Ford porque no tiene forma de serlo, porque ni Ford sería hoy Ford, sino más bien el Spielberg más hondo. Cada época permite una expresión concreta, acotada, de las mismas ideas que había antes y habrá después. Ford pudo ser Ford porque su tiempo –es decir, el de quienes pagaban por asistir a esas ideas- se identificaba con el modo moral en que los buenos luchaban por no ser malos y viceversa. De la misma forma, Tarantino es hoy lo que esa misma lucha da de sí en el catálogo posible de quien concibe la ficción como una forma solo ligeramente alterada de la brutalidad con que la realidad se maneja entre nosotros.
Y que también conecta con Peckinpah, Ford y Leone en la forma en que los inocentes son masacrados sin pestañear, sin que hacerlo interfiera en el plan de quienes luchan en uno u otro bando. La masacre que abre Grupo salvaje –un atraco cuyo tiroteo subsiguiente acribilla civiles que pasan por ahí- es solo más explícita que la que Ford incluyó a manos indias en granjas llenas de mujeres y niños asesinados. Y no muy distinta de la que, en El bueno, el feo y el malo (1966) un oficial unionista profetiza para los miles de hombres que, cívica, ordenadamente, se lanzan cada día a una hora concreta hacia la muerte necesaria para preservar así la vida de un puente que ambos bandos necesitan indemne. Incluso en visiones más recientes e innovadoras del género como Slow West (2015), de John Maclean, el que parecería segundo personaje más inocente –un escritor- acaba traicionando al que sin duda es el primero de esa lista. Y eso es antes de que el tercero le mate de un disparo.
Como los que recorrieran ese camino antes que él, Tarantino conoce el cine de sus ancestros. La estrechez de la cabaña en que transcurre Los odiosos ocho permite un concentrado dramático similar al que Ford puso dentro de su Diligencia en 1939. Sus personajes son hijos perfectos de aquel Rudy Butler de Peckinpah. El reproche hacia la sangre que salpica aquí viene también de una habitación, en la que Ethan Edwards/Wayne impide entrar a su sobrino para que no vea los cuerpos asesinados por los Comanches en Centauros del desierto (1956). Solo que es justo Ford quien, minutos después, incluyó una escena que Tarantino habría firmado, cuando Ethan desentierra una tumba comanche para perforar los ojos, impidiéndole así, según sus creencias, ir a reunirse con sus ancestros.
Salvo excepciones, en las películas de Tarantino los héroes acaban la película de forma similar a los malos: es decir, no la acaban. También eso habla del viaje del género hasta nuestros días, en los que ganar o perder una lucha iguala en los gestos a quienes representan ambos bandos: a quienes ganan, porque nunca es del todo; a quienes pierden, porque el poder compra incluso el derecho de perder a medida, de ser derrotado en los términos que convienen al declarado culpable.
Entre quienes no son lo que dicen ser –la mitad de los personajes- y quienes son arduamente lo que no querrían –la otra mitad-, Los odiosos ocho cruzan sospechas y disparos como si fueran dieciséis. También esa –la impostura o la incomodidad- son rasgos contemporáneos. Incluso en el combate más claramente planteado –el que libran un exoficial confederado con uno de la Unión (que resulta ser negro)- ninguno de los dos termina de ganar o de perder pese a la inclinación obvia de la balanza: uno porque sigue siendo blanco, el otro porque no tiene forma de no ser negro.
Como en Ford, como en Leone, como en Peckinpah, en Tarantino las deudas que uno tiene consigo mismo se pagan al mismo precio que las que se tienen con los demás. Eso les une en un viaje que sale de diligencias, cabañas, incluso del mismo formato –cine- en que contadas, y viaja hacia atrás, hasta 1869, cuando Bret Harte escribió Los proscritos de Poker Flat, la historia de un jugador profesional -John Oakhurst- que, atrapado junto a otras personas en una cabaña en medio de la nieve, y sin forma de salir de allí, escoge lo mismo que ese otro jugador –Hatfield- que Ford pusiera en su Diligencia: sacrificarse, en vano, para que dos mujeres puedan tener una posibilidad de sobrevivir.
El heroísmo que halla su recompensa en el intento y no en el éxito tiene en la figura del cazarrecompensas el héroe tarantiniano reciente: lo es el médico King Schultz/Waltz en Django desencadenado, también John Ruth/Russell y Warren/Jackson en Los odiosos ocho. Quienes hacen las cosas por dinero dejan de hacerlas por razones mayores. Y pierden. Siempre. El heroísmo sobrevive mientras sus portadores mueren. Y con todo, el mayor rasgo contemporáneo de los western de Tarantino es, como en Leone y Peckinpah la superación del indio como enemigo: en Tarantino los colonizadores se matan entre ellos, incluso si la razón aparente incluye el nuevo indio, el negro.
Ford contó la arrogancia como factor del declive del espíritu colonizador, Leone subrayó la codicia como balanza que equilibra los bandos, Peckinpah añadió la indiferencia hacia quién cae en el trayecto de la bala. Teatral, provocador, astutamente camuflado el bien en el mal, y al revés, el sadismo de Tarantino se afila en esos mojones, es tanto su destilado moral como su antídoto formal.

12 febrero 2016

El gran concierto


Como en un concierto para trompeta, en el que la orquesta ha de permanecer muda para que la trompeta pueda ser audible, el sonido del Apocalípsis, que el apóstol Juan cifró precisamente en una trompeta, emite hoy sus notas con la discreción garantizada que da saber que el resto de sonidos del mundo no van a cesar ni por un momento su aportación al camuflaje.
Si el ensayo reciente del fin del mundo es un concierto para instrumentos financieros, La gran apuesta (2015) añade al repertorio reciente –Margin call (2011) o el Lobo de Wall Street (2013)- el desenfado de sugerir esas trompetas anunciadoras en manos de Miles Davis. Sin los alardes de capitalismo anfetamínico que contiene El lobo de Wall Street –cuya irrealidad parece reducir la probabilidad del delito a seres concretos afectados por impulsos concretos- la ruleta ciega que se turnan los personajes de La gran apuesta, y que tan verosímilmente recuerdan a los testimonios que contiene los documentales Enron (2005) o Inside job (2010), concuerda más fiablemente con la partitura que desgranan los periódicos a diario: codicia invulnerable a los efectos a medio plazo, el escudo que proporciona dedicarse a lo que constituye un delito al tiempo que una profesión, y la atracción adictiva que proporciona la pertenencia a esa cofradía.
De hecho, escrito contra todo tipo de hipotecas terrenales, las profecías del Apocalípsis bíblico son asombrosamente precisas en el diagnóstico –“sé de tu tribulación y tu pobreza/ le daré autoridad sobre las naciones/ mira que ha de meter a alguno de vosotros en la cárcel/ vi un caballo negro y el que lo montaba traía una balanza en su mano”- y el resultado –“los hombres que no perecieron en estas plagas no por eso hicieron penitencia con dejar de adorar a los demonios y a los simulacros de oro/ las ciudades de las naciones se arruinaron/ el que dañe, dañe aún más, y el que está sucio, prosiga ensuciándose”. Incluso cuando se menciona cómo identificar al demonio, en vez de citar su nombre, se pide que sea calculado.
Si la especulación financiera de los setenta y ochenta sucedía en un compás clásico, digamos previsible, la del siglo XXI tiene lo bueno y lo malo de la improvisación desatada: respectivamente su divertimento de casino y la imposibilidad de saber dónde acaba. El delirio global que produjo fumarse las partituras creó un espejismo con la singularidad de que todos dejaron de verlo: el de adónde conducía la venta anabolizada de valores inexistentes.
Y que en El lobo de Wall Street dejó la forma de falsa metáfora perfecta: perfecta cuando el personaje principal dice haber conducido su coche de lujo sin daño alguno pese a su elevada drogadicción, solo para ver, ya sobrio, cómo su coche está destrozado. Falsa porque no es la euforia financiera la que impide ver que destruyes el mundo, sino que son las carreteras, las calles, las señales, la ausencia de policía del tráfico las que permiten que no importe saberlo puesto que nadie te castiga por ignorarlo conscientemente. Cuando el gran dinero, y su títere explícito, el partido republicano estadounidense, claman contra los efectos de la regulación financiera están pidiendo calles sin semáforos.
Y porqué no habrían de pedirlo si las cosas que suceden deprisa pasan así menos tiempo delante de nuestros ojos. En La gran apuesta, como en cualquier otra película sobre el tema, la velocidad a la que se habla y decide ignora la inflación moral que las consecuencias añaden a los actos. Cómo podría ser de otra manera: el dinero nunca aparece y desaparece, las hipotecas son solo cifras. La crisis mundial buscada y lograda parece solo una clase de matemáticas avanzadas en la que todos hubieran copiado mal las mismas respuestas.
Por eso la parte mejor de la película de Adam McKay es la que transcurre alejada de los despachos de las entidades financieras, cuando dos de los personajes investigan el tipo de calidad hipotecaria que hay tras los impagos y descubren que hay gente viviendo dentro de esas hipotecas, algunos inocentes, otros solo culpables por ignorancia aventada por timadores sin escrúpulos. O, en otro ángulo, en el tipo de serenidad, hecha de rock ruidoso, que busca el único que parece entender el desastre que se avecina.
El que apuesta por la moral en un sistema que no puede permitírsela; el que apuesta por jugarse el dinero ajeno a favor del colapso de la economía; el que por vender fuera lo que el banco en el que trabaja no quiere entender; el que por mirar de frente lo que nadie más está dispuesto a ver. Si apostar es la base del sistema, significa que el azar es el núcleo mismo del sistema que envía a miles de millones a la miseria mientras eleva a la cúspide a quien marca la casilla adecuada. Solo que no es así. Y la respuesta, a lo Ricardo III, es un gag anexado por McKay, y que hace que el personaje interpretado por Ryan Gosling, se dirija al espectador para advertir o señalar algo que sucederá. Apostar es así, final y verosímilmente, solo la confianza rentable en que nadie más verá las pruebas que hay sobre la mesa.  

11 febrero 2016

largo viaje de una noche a otra


Escrito por Mario Gas y Alberto Iglesias –dupla que viene del reciente Largo viaje hacia la noche, de Eugene ONeil- la dramaturgia sobre Sócrates que se representa en las naves del Matadero estos días viene, simultáneamente, de dos noches más oscuras: la que une a Sócrates y a Cristo como los símbolos de sendas mitologías de las que no dejaron una sola palabra escrita, y la forma en se les emplea como símbolos de la imposible convivencia con el sistema que les alaba y necesita mientras no sean ellos mismos del todo.
La cicuta que se ve obligado a tomar Sócrates, como la voz que probablemente cree oír en el viento Jesús de Nazaret y que le llama al sacrificio, son el mismo veneno que transporta el aire que ambos respiran. Las similitudes son algo más que una abstracción: uno y otro son mártires voluntarios. La culpa que la Asamblea carga sobre el griego –no creer en dioses antiguos, proponer nuevos y corromper a la juventud- es idéntica a la que, 400 años después, cargará el sanedrín sobre Jesús. El lamento que Meneto dice contra sí es el de Pilatos. La frase puesta en boca del griego en la obra –“si me condenáis, el dios no os enviará a nadie más para deciros la verdad”- parece sacada de uno de los Evangelios. Incluso el gallo que Sócrates dice deber a Asclepio justo antes de morir recuerda sin gran esfuerzo al que Jesús anuncia a Pedro.
Hay ecos de la disputa del Coriolano Shakesperiano por su derecho a manejar sus deudas y su gratitud pública como crea acorde a su honor; también de lo que el Ayax de Sófocles pena por no solicitar la ayuda divina en la batalla. Y más cercanos, a lo que un Boadella o un Savater son hoy, inmersos en la cicuta de la mediocridad y la amenaza política impune y fanfarrona. Y sobre todo, mucho eco para tan convencional voz puesta, como es obvio, al servicio actualizado de la discusión sobre el modelo social y político en que vivimos, y que más furia o munición merecería que la que Pou carga simbólicamente contra el uso de móviles y toses sonoras, solo para descargarla cuando le toca defender su vida o sacrificarla con un estoicismo que mal conjuga con lo que ese símbolo aspira a contar de nuestro mundo.

10 febrero 2016

inspira sin expirar



Reírse de uno mismo no es lo mismo que llorar a partir de uno mismo, y en eso lo que Sanzol viene de volcar en La respiración, en La Abadía estos días, emplea el dolor de osamenta pero el cuerpo que desplaza se parece demasiado al vodevil para apreciar la médula que sufre por dentro. Escrita como antídoto posible contra su propia separación, el oxígeno que inicialmente falta a Nagore/Mencia se torna pronto el helio que les propulsa a todos hasta las alturas dudosas de un episodio de comedia televisiva en el que el insomnio de una pesadilla monógama se cura en la ensoñación de la poligamia más irreal –padre, hijo y nieto que se lían, civilizadamente acordado, con madre, hija y novia del nieto. Mencia sostiene un dolor verosímil cada vez que le toca, pero no hay replica que no parezca pensada para adormecerlo, para sumergirlo en el almíbar de la risa cada vez que sangra. Y lo que choca es que sangre tan poco, poniendo Sanzol su propia sangre en ello. Porque lo que uno esperaría es que a esta respiración le apeste al aliento a impotencia, a abismo real. Y porque, rodeado del dolor o el anhelo del resto de personajes –que los tienen- el de Mencia acaba por parecer imaginado, soñado por ella en un desvío argumental, en una habitación sin salida de la Rue del percebe sentimental que habita el resto. No es solo el peor texto de Sanzol que uno ha visto, es el más extrañamente decepcionante.