15 febrero 2016

para Elisa, de Mozart


La tentación de ser otro es tan frecuente en literatura como lo es fuera de ella. George Eliot es en realidad Mary Anne Evans; George Sand es Aurore Lucile Dupin; Fernando Pessoa escribió bajo varios heterónimos; Paul Valéry jugó a ser Edmond Teste; Antonio Machado fue Juan de Mairena; John Banville es John Banville los días pares y Benjamin Black los impares. Y eso es solo en quienes, por juego o presión social, renuncian a su nombre. La lista de quienes se apropian del ajeno es menos nutrida porque para ello tienen que descubrirte, o porque vencer el pudor que acumularas en vida para desvelar la farsa al final de tus días no ha de ser fácil. Uno de sus más afamados ejemplos encarna esa contradicción: quien quiera que escribiera el Quijote apócrifo lo hizo bajo un seudónimo -Alonso Fernández de Avellaneda- que al tiempo que quería ser Cervantes trataba de no serlo: mientras alababa sus personajes insultaba el estilo en que iban y venían por sus páginas.
A veces el juego es revelado a través de otro juego: Cuando Fernando Iglesias Figueroa empezó a publicar en 1923 obra propia bajo la firma revelada de Becquer, un año más tarde Jorge Guillen escribió, oculto tras los nombres de Pedro Villa y Félix de la Barca, su extrañeza ante aspectos modernistas del Becquer exhumado, tal y como cuenta Joaquín Álvarez Barrientos en El crimen de la escritura (Abada/2104), del que provienen los ejemplos citados en este texto.
Paradójicamente, la cualidad onanista de la usurpación ha de encontrar el mayor placer en las pistas desatendidas por quienes pasan delante de las pruebas sin advertirlas: uno de los poemas de Iglesias Figueroa –“¿No has sentido?”- había sido publicado ocho años antes firmado por él mismo. Cuando fue reimpreso en 1923, ya atribuido a Becquer, buena parte del orgullo del impostor debía estar en ir dejando huellas a plena luz del día sin que importase.
Porque importaba y no: cuando otro poeta -Rafael Montesinos- descubrió la farsa, guardó el secreto hasta que Figueroa hubo muerto. La interpretación más obvia: eran amigos. Una más elegante: si éste hubiese advertido más estafa que honra en el intento de aquel, raramente habría dejado el nombre de Becquer a merced del trampantojo. Una más sutil: acaso Montesinos advirtió que la mejor forma de preservar al actor y al personaje real era esperar que también se igualaran en muerte.
Es fácil imaginar la emoción de un asesino en serie cada vez que no es detenido tras uno de sus crímenes anunciados: cada vez que aparece una nueva falsa cantata adjudicada a Bach, unos diarios de Hitler nunca hallados, un Monet no sabido hasta la fecha, casi dan ganas de seguir el juego a quien viene de componer, escribir o pintar el pasado valioso. Solo para ver sus siguientes pasos, para ver a Monteverdi descubrir la música dodecafónica cuatro siglos antes de su aparición; para saber de Shakespeare probar a ser Beckett; para ver a Durero probar el cubismo.
La encarnación fraudulenta de un poeta ignorado en uno afamado, e incapaz de defenderse, debía ser en Iglesias Figueroa algo más que un ejercicio, no menoscabable, de precisión formal. Crear una obra que pudiera pasar durante décadas como propia de Becquer debió de servir para afirmar esa grieta usual del propio talento sin eco: cuán la diferencia entre la fama y el olvido pudiera ser solo un cúmulo de oportunidades, de importancias concedidas o halladas por azar. Si Becquer era digno de los versos escritos por Figueroa, entonces éste era automáticamente digno de la fama de aquel. Emplear de escritor fantasma a Cervantes o a Becquer es también esa verdad de la literatura: improbablemente lo que se publica y es leído es todo lo que merece ser publicado y leído. El límite del juego es ese mismo: nadie que escriba elegirá nunca hacerlo bajo nombre falso si no se le prohíbe hacerlo bajo el propio.
El lujo que trajo la bifurcación, la ocultación de la personalidad literaria en el siglo XX, y que incluye a los nombrados Barteblys, los que se niegan a escribir tras escribir, es también un elemento de la ficción traído de la antigüedad literaria, y en el que Iglesias Figueroa se inserta en la misma tradición que viene de Homero, pues inventar una conciencia, un personaje en el que volcarte más o menos explícitamente es, al cabo, el mismo ejercicio que elegir ese personaje fuera de los libros, al otro lado de la pluma. La diferencia es moral, no literaria. No es que no importe, por supuesto.
Solo que eso no crea una diferencia entre buena y mala literatura. Únicamente propaga sus mecanismos al mundo real. De eso ha escrito bastante Enrique Vila-Matas. Figueroa le habría leído con placer: tras adjudicar a una sola mujer –Elisa- las destinatarias de cuantos versos escribiera Becquer, suyos y no, Figueroa inventó cartas dirigidas a varios amigos de aquel, en las que daba cuenta de la peripecia amorosa becqueriana, de rupturas y reconciliaciones. “Figueroa era capaz de remedar los diferentes estilos de Becquer, tanto el cercano de las cartas a los amigos, como los literarios en prosa y verso” –escribe Álvarez Barrientos. Al reinventar la obra de Becquer, Figueroa reinventaba también su vida. De hacer literatura con sus temas, Figueroa pasó a hacerlo con la vida de Becquer. Quién sabe si, llegado el tiempo, no habría podido hacerlo también con la recepción crítica de sus textos póstumos, rehacer la relación entre vida e invención, convertir a Becquer en un personaje de una ficción más amplia.
Al contrario que Cervantes, Becquer no vivió para ver su obra continuada en mano ajena, pero quizá habría apreciado la pantomima, lo que de homenaje suponía verse duplicado. Y quizá el propio Becquer jugó a ello: En ¿2015? Agustín Porras sugirió que la traducción probable que Becquer realizó de las novelas de Eduardo Laboulaye Abdallah y Aziz y Aziza incluía 12 poemas que Becquer dijo haber traducido mientras se las inventaba, o más exactamente, mientras las reescribía con una libertad a lo Avellaneda. De haber afinado Figueroa un poco más, habría podido simular a un hombre que eventualmente habría simulado ser otro. Con llamarle Borges habría bastado.
Si se le pasó por alto, es comprensible: en los años que pasó exhumando a un Becquer que no existía, también afloraba el que sí: mientras con una mano inventaba, con la otra extraía vida real: Figueroa descubrió cientos de textos que Becquer publicó en periódicos y revistas que permanecían en el olvido cuando comenzó su labor de biógrafo oficial. Si alguien podía otorgarse la prerrogativa de simular ser otro era quien sabía que poca diferencia había entre fabular y no indagar. Entre la tumba que habitaba la propia poesía de Figueroa y la de Becquer que escarbaba, las arenas se le juntaron en las manos. Debió pensarlo como un premio al esfuerzo.
Incluso sin contar ese otro rasgo en común –el toledanismo- Becquer mismo no habría tenido problema en adjudicarse obras de Figueroa, pues éste escribió ensayos literarios, poemarios, estudios... A sus dos primeros libros de poemas –La última primavera y Tristeza, siguieron las Páginas desconocidas de Becquer, que la editorial Renacimiento publicó en tres tomos. Un Álbum Becquer con dibujos del hermano de éste, Valeriano; una guía de Toledo; un estudio sobre Goya y la inquisición; Becquer en Toledo; Sensaciones de Toledo. Incluso codirigió la editorial Arte Hispánico en los años 20 y 30. En términos de dedicación a Toledo, Bécquer no se habría fijado menos en Figueroa de lo que éste en aquel.
Lo que Figueroa escribiera en las primeras páginas de Sensaciones de Toledo respecto al Greco –“como una llama que proyecta su extraña luz en la ciudad dando nueva vida a las ruinas, alma a las viejas piedras”- habla también de Bécquer. Y del ancestro de Figueroa como padre farsante: el jesuita Jerónimo Román de la Higuera, que en 1594 escribió, y adjudicó a un origen paleocristiano, los Cronicones: presuntas obras de Flavio Lucio Dextro, Luitprando, Marco Máximo, Heleca, Julián Pérez o Aulo Halo. En un giro de genio, el propio Román de la Higuera juzgó públicamente sus textos adjudicados a otros desde una posición escéptica. Entre árbitros de lo propio vendido como ajeno, la paradoja llega hasta nuestros días: Si hoy tecleas Fernando Iglesias Figueroa en internet, aparece en primer lugar las cuitas de un arbitro homónimo.
Sin la impudicia de Figueroa de comentar, él mismo, sus propios añadidos y ponerlos en contacto con Dante o Poe –“Elisa es la musa… su nombre debe ir unido… al de Beatriz a los marmóreos tercetos de Dante y el de Sigea a los alucinantes poemas de Poe”-, el espejismo de recreación literaria meritoria funcionaría del todo. Pero la tela de araña de la autoadulación era ya inmensa, y si Figueroa tuvo alguna vez oportunidad de salir de ella, acaso llegó un momento en que era más difícil dejar de creerse la mentira, dejar de vivir de ella, que apartarse para volar sus propios vuelos más discretos. Quizá sencillamente ya no era posible: Barrientos llama a Figueroa “grandilocuente y retórico” cuando deja de ser Becquer y se expresa con voz propia.
Los expertos son los grandes aliados de los falsificadores –cita Barrientos a Orson Wells- pero también éstos contribuyen al logro de aquellos. Figueroa pudo recrear a Becquer porque se lo sabía. Y pocos de lo que han leído a Avellaneda dirán que lo lamentable del intento es el intento sino la calidad, tan obviamente inferior, de la copia. De haber leído alguien lo suficientemente bien a Esquilo como para imitar su estilo, hoy tendríamos no seis obras suyas sino ¿quince?. Cualquiera puede escribir como lo haría Dostoyevski, el problema no es no ser Dostoyevski sino no escribir como él. Max Brod pudo haber destruido la obra de Kafka, como éste pidiera, para reconstruirla luego a su antojo. Carl Seelig pudo haber lo mismo con la obra final de Robert Walser. Y por arduo que sea imaginarlo, adecuadamente volcado, aún tendríamos a Kafka y a Walser. Picasso, Wagner, John Ford se imitaron a sí mismos toda su vida. Figueroa honra a Becquer más de lo que le estropea.

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