10 febrero 2016

inspira sin expirar



Reírse de uno mismo no es lo mismo que llorar a partir de uno mismo, y en eso lo que Sanzol viene de volcar en La respiración, en La Abadía estos días, emplea el dolor de osamenta pero el cuerpo que desplaza se parece demasiado al vodevil para apreciar la médula que sufre por dentro. Escrita como antídoto posible contra su propia separación, el oxígeno que inicialmente falta a Nagore/Mencia se torna pronto el helio que les propulsa a todos hasta las alturas dudosas de un episodio de comedia televisiva en el que el insomnio de una pesadilla monógama se cura en la ensoñación de la poligamia más irreal –padre, hijo y nieto que se lían, civilizadamente acordado, con madre, hija y novia del nieto. Mencia sostiene un dolor verosímil cada vez que le toca, pero no hay replica que no parezca pensada para adormecerlo, para sumergirlo en el almíbar de la risa cada vez que sangra. Y lo que choca es que sangre tan poco, poniendo Sanzol su propia sangre en ello. Porque lo que uno esperaría es que a esta respiración le apeste al aliento a impotencia, a abismo real. Y porque, rodeado del dolor o el anhelo del resto de personajes –que los tienen- el de Mencia acaba por parecer imaginado, soñado por ella en un desvío argumental, en una habitación sin salida de la Rue del percebe sentimental que habita el resto. No es solo el peor texto de Sanzol que uno ha visto, es el más extrañamente decepcionante.

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