24 febrero 2016

Echando soda a la guerra fría


La guerra fría fue también una forma de seguir ganando la guerra que ambos bandos ganaron juntos, o por lo menos, no enfrentados inicialmente. Décadas después, cuando la crisis financiera mundial de 2008 trajo al mundo un nuevo tipo de enfriamiento, Rusia y Estados Unidos ya solo libraban la guerra por el pasado respectivo, en manos de Putin una, de Bush jr la otra. Si el frío que recorría las bolsas no trajo entonces la guerra renovada que la solvencia energética de ambos defendía, la invasión rusa de Ucrania en 2014 terminó de descongelar el conflicto entre las superpotencias de antaño.
Cuando un año después los hermanos Coen dirigieron Ave, César, con cierto trasfondo de la colisión de otras superpotencias antiguas –la Roma imperial y el Cristianismo naciente- en realidad venían de plasmar, simultáneamente, la metáfora y la realidad, ésta en forma del guión escrito para El puente de los espías, de Spielberg, que cuenta el conflicto sucedido en su día entre espías rusos y norteamericanos, en los días en que el cine de ese género podía aspirar a lo documental sin esfuerzo.
Como en la de Spielberg, la película de los Coen cuenta el ocaso de cierto tipo –estereotipo- de héroe americano, allí encarnada en la superioridad moral del espía ruso, en ésta en el comunismo enmascarado del que se diría chico más automáticamente yanqui. El resto de rasgos son igual de familiares: la sátira de la religión, el papel innoble del periodismo, el homenaje al cine como un espejo de la realidad, buena y mala. Y como novedad valiosa, quizá fácilmente malinterpretable, la vindicación del papel del guionista como la menos reconocida de la industria, y donde la simpatía por el socialismo tuvo, en Estados Unidos, la apariencia de un submarino real y ubicuo que bajo el nombre de macartismo logró, apelando a la moral de una industria –el cine- que solo aparentemente lo era, que algunos de sus miembros la ensuciaran públicamente, lo que pagó con el ostracismo, entre otros, Dalton Trumbo.
La biblia de una moral que, en su fanatismo casero, solo era el reverso de la criminalizada lejos llenó los cines de esa época de adaptaciones del viejo y el nuevo testamento, contando de paso el poder del judaísmo en la dirección de los grandes estudios –“soy más grande, más malo y más ruidoso que cualquier otro judío de esta ciudad” –dirá el jefe de un estudio en Barton Fink (1991). Y más sutilmente, consolidando por la vía del ejemplo lo que de metáfora tenía el modelo del star system: carreras férreamente modeladas, modificadas o truncadas a merced de un estilo, una imagen pública o una desdicha personal. Actores, directores, escritores. Eran propiedad del estudio. Sus carreras eran un plan quinquenal tras otro.
Los musicales tuvieron su parte en la ficción. Qué sino una forma de reducir la crudeza de lo que se quiere decir es cantarlo y bailarlo. Ave, César es ambas cosas: una oda al guión que no se pagaba adecuadamente en las películas mientras se escribía e improvisaba torticeramente en los despachos. Y un musical sobre la hipnosis que la ficción más alejada de los problemas reales de un país –de Esther Williams a Busby Berkeley- necesita de la complicidad de su población para ignorar así lo que debería estar mirando con ojos más abiertos: el racismo, el peso de la religión, la reducción de la complejidad a un bando.
La productora –Capitol pictures- que aquí financia, sin saberlo, a una cohorte de guionistas patochadamente prosoviéticos, pagaba en Barton Fink, sin mucho más conocimiento, a un guionista que se cree llamado por su talento cuando es por su obediencia, y a otro –no muy escondido trasunto de Faulkner- a quien su secretaria escribe sus guiones. Hay una vaga noción de muñecas rusas en esto: la obsesión del escritor trascendente –escribir sobre el hombre común- como copia posible del mandato de los que, en Ave César, trabajan en la sombra por el imperio de ese otro hombre común –el proletario- y estos, a su vez, como trasfondo de la película que, sobre el imperio romano, habla del triunfo en la derrota de un tercer hombre común, Jesucristo.
Sin el topo adecuado en el momento adecuado –Constantino I- el cristianismo no hubiera crecido a la sombra todopoderosa del gran Imperio de la antigüedad. Quién sabe lo que habría sido del protosocialismo sin la fe en él del representante de los enemigos a los que venía a combatir. Fue justo Trumbo quien solo vio de nuevo acreditado su trabajo en Hollywood cuando Kirk Douglas, representante del estamento más afamado en la industria, le apoyó en una película que trataba, precisamente, del derecho del esclavo de rebelarse contra el poder que le oprime. Esa película es Espartaco. Una vez que Douglas se bajó de la cruz en la que acaba la película fue para que se subiera a ella macarthy.

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