12 febrero 2016

El gran concierto


Como en un concierto para trompeta, en el que la orquesta ha de permanecer muda para que la trompeta pueda ser audible, el sonido del Apocalípsis, que el apóstol Juan cifró precisamente en una trompeta, emite hoy sus notas con la discreción garantizada que da saber que el resto de sonidos del mundo no van a cesar ni por un momento su aportación al camuflaje.
Si el ensayo reciente del fin del mundo es un concierto para instrumentos financieros, La gran apuesta (2015) añade al repertorio reciente –Margin call (2011) o el Lobo de Wall Street (2013)- el desenfado de sugerir esas trompetas anunciadoras en manos de Miles Davis. Sin los alardes de capitalismo anfetamínico que contiene El lobo de Wall Street –cuya irrealidad parece reducir la probabilidad del delito a seres concretos afectados por impulsos concretos- la ruleta ciega que se turnan los personajes de La gran apuesta, y que tan verosímilmente recuerdan a los testimonios que contiene los documentales Enron (2005) o Inside job (2010), concuerda más fiablemente con la partitura que desgranan los periódicos a diario: codicia invulnerable a los efectos a medio plazo, el escudo que proporciona dedicarse a lo que constituye un delito al tiempo que una profesión, y la atracción adictiva que proporciona la pertenencia a esa cofradía.
De hecho, escrito contra todo tipo de hipotecas terrenales, las profecías del Apocalípsis bíblico son asombrosamente precisas en el diagnóstico –“sé de tu tribulación y tu pobreza/ le daré autoridad sobre las naciones/ mira que ha de meter a alguno de vosotros en la cárcel/ vi un caballo negro y el que lo montaba traía una balanza en su mano”- y el resultado –“los hombres que no perecieron en estas plagas no por eso hicieron penitencia con dejar de adorar a los demonios y a los simulacros de oro/ las ciudades de las naciones se arruinaron/ el que dañe, dañe aún más, y el que está sucio, prosiga ensuciándose”. Incluso cuando se menciona cómo identificar al demonio, en vez de citar su nombre, se pide que sea calculado.
Si la especulación financiera de los setenta y ochenta sucedía en un compás clásico, digamos previsible, la del siglo XXI tiene lo bueno y lo malo de la improvisación desatada: respectivamente su divertimento de casino y la imposibilidad de saber dónde acaba. El delirio global que produjo fumarse las partituras creó un espejismo con la singularidad de que todos dejaron de verlo: el de adónde conducía la venta anabolizada de valores inexistentes.
Y que en El lobo de Wall Street dejó la forma de falsa metáfora perfecta: perfecta cuando el personaje principal dice haber conducido su coche de lujo sin daño alguno pese a su elevada drogadicción, solo para ver, ya sobrio, cómo su coche está destrozado. Falsa porque no es la euforia financiera la que impide ver que destruyes el mundo, sino que son las carreteras, las calles, las señales, la ausencia de policía del tráfico las que permiten que no importe saberlo puesto que nadie te castiga por ignorarlo conscientemente. Cuando el gran dinero, y su títere explícito, el partido republicano estadounidense, claman contra los efectos de la regulación financiera están pidiendo calles sin semáforos.
Y porqué no habrían de pedirlo si las cosas que suceden deprisa pasan así menos tiempo delante de nuestros ojos. En La gran apuesta, como en cualquier otra película sobre el tema, la velocidad a la que se habla y decide ignora la inflación moral que las consecuencias añaden a los actos. Cómo podría ser de otra manera: el dinero nunca aparece y desaparece, las hipotecas son solo cifras. La crisis mundial buscada y lograda parece solo una clase de matemáticas avanzadas en la que todos hubieran copiado mal las mismas respuestas.
Por eso la parte mejor de la película de Adam McKay es la que transcurre alejada de los despachos de las entidades financieras, cuando dos de los personajes investigan el tipo de calidad hipotecaria que hay tras los impagos y descubren que hay gente viviendo dentro de esas hipotecas, algunos inocentes, otros solo culpables por ignorancia aventada por timadores sin escrúpulos. O, en otro ángulo, en el tipo de serenidad, hecha de rock ruidoso, que busca el único que parece entender el desastre que se avecina.
El que apuesta por la moral en un sistema que no puede permitírsela; el que apuesta por jugarse el dinero ajeno a favor del colapso de la economía; el que por vender fuera lo que el banco en el que trabaja no quiere entender; el que por mirar de frente lo que nadie más está dispuesto a ver. Si apostar es la base del sistema, significa que el azar es el núcleo mismo del sistema que envía a miles de millones a la miseria mientras eleva a la cúspide a quien marca la casilla adecuada. Solo que no es así. Y la respuesta, a lo Ricardo III, es un gag anexado por McKay, y que hace que el personaje interpretado por Ryan Gosling, se dirija al espectador para advertir o señalar algo que sucederá. Apostar es así, final y verosímilmente, solo la confianza rentable en que nadie más verá las pruebas que hay sobre la mesa.  

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