25 mayo 2009

yo, ombligo

Se lee ayer en El País un artículo de Andreu Missé acerca de la irrelevancia probable, la incomodidad segura, del parlamento europeo en la percepción de los ciudadanos de los 27 países integrantes hasta la fecha. Hay dos desviaciones en esto: la primera, aunque cierta de fondo pero no en esto, es la que achaca al cansancio de los ciudadanos lo que es sólo incomodidad de los gobiernos ante una institución con el poder creciente de legislar en contra de los intereses particulares de este u otro partido político aupado a las urnas. Y la segunda es una que funciona a la inversa, pues, esta sí, emana de los gobiernos pero son sus votantes los que aplican el plan: sucede que cada vez más –en este país llena las páginas de nacional en todos sus periódicos- los caudillos regionales, locales, y presidentes de comunidad si se les deja, denuncian sus agravios, y requisitos consecuentes, como si de asuntos de relevancia continental o planetaria se tratara. Por eso la escala europea, cuando se plantea como en estos días de elecciones al parlamento europeo, suena a la gente insignificante, de tan lejano. Tampoco ayuda, claro, el que las campañas electorales se planteen, desde el lado cavernario usual, como la llamada al orden en medio de la ciénaga estrictamente local donde se pegan los carteles. ¿Europa? ¿pero no era mi barrio, mi lengua o mi bandera el mundo?

24 mayo 2009

Libros en la tripa

Pregunta Juan Cruz a Gunter Grass, hoy en El País, sobre la reacción de sus hijos a lo que de ellos se cuenta en el recién volumen de memorias –La caja de los deseos- y éste responde que no se interesaron en absoluto por el carácter literario o artístico del libro y sí por la pulcra forma de la realidad que de ellos cuenta. Unas líneas antes, Grass se declara padre incapaz, deficiente. Un padre ausente que desaparecía en el estudio para escribir sobre un perro o un pez. Con esas magnitudes de atención y desdén, nada más previsible para un hijo real que la incomprensión primero, y la distancia después, al ver cómo tu padre se encierra para escribir otros hijos, de los que acaso comprenda que le contradicen menos, que lo que le pidan lo hacen en silencio, acaso por orden, acaso sólo cosas que su padre quiera dar. Ni un padre escritor está obligado a dejar de ser lo primero para poder ser lo segundo, ni un hijo ha de crecer forzosamente viendo como rival a un montón de papeles. Pero Grass tiene ocho hijos, y lo cierto es que no se entiende cómo podría haberse labrado una carrera como escritor sin haber renunciado a trozos considerables de la educación de semejante prole. E igual que, idealmente, no se llega a la paternidad en defensa propia, no se acaba encerrado escribiendo sobre un pez a falta de otras diversiones. Y si no está claro que uno decida tener hijos para salir de la literatura, sí es comprensible entender que la literatura tiene el poder de sacarnos del mundo y permitirnos crear otros, en los que es uno quien distribuye deseos y renuncias. Es ese un poder al que es difícil renunciar, especialmente si te pagan por ello. Ni explicándolo en dosis diarias y pacientes, imagina uno cómo un hijo pueda entender el aislamiento repetido del padre. Asi que acaso la respuesta esté en cómo un escritor –no todos, sí el escritor Grass- pueda tener hijos como se dan libros a la imprenta, para cuidarlos y quererlos bajo las normas con que, en soledad, se alumbran peces: y es que cada uno, como cada palabra, sepa con precisión cuál sea su lugar en esta historia, su lugar quiere decir sus frases, sus actos, sus obligaciones, a lo que cada uno vino a este libro en directo que es la vida. Dice Grass que, mientras daba a leer a sus hijos las versiones primeras, les advertía de que incluso cuando les escuchaba y les daba una respuesta, por dentro había otra versión de sí, construyéndose ajena a todo, salvaguardada de todo lo que pasara fuera, al tiempo dueña y asalariada del libro. También cuenta de sus días decisivos, en los que decidió ser escritor, como el gesto de convertirse en artista. Y uno cree que lo artista es una pose, vanidad perezosa en el más cómodo de los casos, y manierismo de algo que no puedes dejar de hacer, en el peor, más incontrolable de los casos. Escribir teniendo a ocho pequeños libros aporreando la puerta suena a esto último, siquiera sea económicamente hablando. O quizá se refiere Grass a que uno decide, quizá, ser artista, pero lo que haces al sentarte a escribir es otra cosa, más visceral y valiosa. Una a la que no das su nombre porque es ella la que te lo da a ti.

07 mayo 2009

Está desnudo

Erase una vez, o varias veces –las facturas lo cuentan- que un regente, no contento con las camisas de fuerza que su gobierno imponía a las leyes que no convenían a su partido, mando llamar en secreto a un sastre para que le confeccionara uno o varios trajes que dieran realce nunca visto a su augusto tiempo al frente del pueblo. Hecho del mismo secreto con que fue llamado, el sastre confeccionó prendas tales que el regente, en presencia del oro en paño para él confeccionado, quedó tan satisfecho del encargo que, humilde, admitió su mejor gusto por el paño, encargándose otro del oro del pago. Más días llegaron en que el regente fue acusado de tramas corruptas y con su mejor traje se dirigió al pueblo para jurar solemnemente que él se presentaba ante ellos como siempre lo había hecho: desnudo. Todos los miembros de su corte asintieron, y cómo podía ser menos si sus cargos eran, como el del regente mismo, hechos a medida y cortados por similar patrón. Mas en mitad de tan clara evidencia, un niño fue a aparecer y sin entender a qué venían tantas cuitas por el hilo de la madeja, reveló que no había de qué preocuparse pues el regente vestía, de esa madeja, el mejor traje jamás compuesto. Su testimonio fue aceptado por la ciudadanía educada con la condición de que lo promulgara, cuanto antes, en inglés.

01 mayo 2009

del verdadero derecho a elegir

Sin Internet de por medio y con un escenario similar al actual en que la crisis publicitaria azuzara la crisis en las empresas editoras de periódicos, quizá antes o después se consensuaría fabricar tan valioso objeto no todos los días, como siempre se ha hecho -y acaso en ello la mirada no lo valora como debiera- sino cada dos o tres días. Uno no lo desea, y más querría poder comprar dos veces cada día el periódico, pero quizá ese tiempo de más traería un más mirado uso de las hemerotecas, y en ellas el brillo exacto de la inteligencia y el no menos preciso de la estupidez, que ahora pasa delante de nuestros ojos veloz como una página. Hoy se despide Ibarretxe del cargo que ha ocupado durante 8 años, y lo hace insistiendo en que es "una decisión judicial", en referencia a la ilegalización de Batasuna, "y no la voluntad de la sociedad vasca", lo que desaloja del Gobierno a una "mayoría abertzale". Porque no es sólo el tiempo que uno podría dedicar a otras lecturas de tener dos días entre periódico y periódico, también los minutos ganados a la sensación de que el hastío es inevitable, de que la estupidez de algunas páginas, permanente como un bucle no advertido, está ya escrita en el documento en que se diseñan los periódicos.