24 marzo 2016

tales astillas distintas


Muchas otras cosas hizo Jesús, si se escribieran una por una me parece que no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir” –dice la última línea del último de los Evangelios, el de San Juan. Aunque no el último de los libros que forman la Biblia: sumados los Hechos de los apóstoles, las 21 epístolas y el Apocalípsis que le siguen, sale alguno más. Datados mayoritariamente entre los años 65 y 100 d.C., los Evangelios canónicos arduamente fueron escritos por quienes presenciaran los hechos narrados en ellos: incluso apostando por unos apóstoles diez años más jóvenes que Jesús de Nazaret, el menos anciano de ellos debía tener 88 años cuando redactó sus recuerdos.
Eso explica seguramente el diferencial de acontecimientos que va de uno a otro, como si más bien obedecieran a algo que más se hubiese escuchado que presenciado. Eso o la senectud de los evangelistas al tratar de recordar cosas acontecidas 65 años antes… en un tiempo en que la longevidad raramente debía llegar a los 60. Sin salirnos de los últimos capítulos, los que recogen en los cuatro casos la tortura y muerte de Cristo, las diferencias entre ellos son notables.
Mateo es el primero en el orden bíblico y no el menos original a la hora de recordar: desaparecido el cuerpo del sepulcro, tal y como fuera anunciado, Mateo escribe que, enterados los mismos sacerdotes que procurasen su crucifixión, “dieron una grande cantidad de dinero a los soldados, con esta instrucción: diréis que estando dormidos, vinieron de noche sus discípulos y le hurtaron”. Ninguno de los relatos posteriores de los otros tres apóstoles recogen ese hecho.
Marcos tampoco es tímido a la hora de aventurar algo que ningún otro apóstol vio: una vez delatado en el huerto de los olivos, huidos todos sus discípulos, Marcos escribe que “cierto mancebo le iba siguiendo envuelto solamente en una sábana. Al apresarle los soldados, salió corriendo desnudo”. Ni una pista posterior sobre quién pudiera ser el único valiente capaz de serle fiel cuando nadie más lo era. Ni la más mínima mención en los otros Evangelios. Marcos es también el único de los cuatro que modifica la disposición de Simón Cireneo, el hombre que ayuda a Cristo a cargar la cruz, en concreto dice “le alquilaron” donde los demás solo “obligaron”.
Marcos sugiere también algo que no aparece en lugar alguno: cómo, una vez resucitado y presentado a sus discípulos una última vez, pone en boca del Mesías cuán “en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes; y si algún licor venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos, y quedarán curados”.
Lucas les gana a todos: desdeña el futuro e innova en un presente tan actual como es la ambición: en medio de la última cena, augurado por Jesús el mundo nuevo, “suscitóse entre sus discípulos una contienda sobre quien de ellos sería reputado el mayor, al establecerse el reino del Mesías”. Lucas, junto a Juan, recuerda además cómo la oreja cortada por pedro a un soldado en el huerto de los olivos fue vuelta a poner en su sitio por Jesús. Se queda sin oreja si son Mateo y Marcos quienes miran.
Lucas también recuerda lo que ningún otro apóstol: cómo, una vez entregado a Pilatos, éste “le remitió a Herodes, que en aquellos días se hallaba también en Jerusalén… y esperaba verle hacer algún milagro”. No solo que Pilatos delegase en otro la palangana en que se lavaría las manos: también el que el otro procurador esperara del farsante justo la prueba de que no lo es.
Lucas también es el único en poner en boca de uno de los ladrones crucificados junto a Jesús la devoción propia del caso –“¿Cómo, ni aun tú temes a Dios, estando como estás en el mismo suplicio –dirá al otro ladrón, que se burla- Y nosotros a la verdad estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste ningún mal ha hecho”. Incluso escribe dos ángeles en el sepulcro donde Mateos y Marcos pusieran uno.
Juan es el más prolijo de los cuatro y un serio competidor de Lucas en términos de innovación: suya es la novedad de que, presentados a prender a Jesús en el huerto de los olivos, caigan en tierra al responder aquel. Aquí no hay orejas cortadas o reintegradas. Cuando Pilatos pregunta al pueblo por qué ha de condenar a Jesús, éste le responde en clave política –“si sueltas a ese, no eres amigo de César; puesto que cualquiera que se hace rey, se declara contra César”. Más aún: Juan no recuerda que Barrabás existiera o que hubiera ladrones crucificados a derecha e izquierda de Jesús.
Si ninguno leyó el testimonio de los otros mientras escribía el propio es aún más raro que pensar que sí lo hicieron, porque entonces las diferencias serían aún más inexplicables. Quien quiera que los escribiera o ensamblara en el orden canónico, no podía dejar de ver que ni siquiera pueden ser leídos como una historia en evolución obvia: todo lo que Lucas añade a los Evangelios precedentes, lo borra Juan de un plumazo. No lo matiza: lo hace desaparecer.
A la tentación de interpretar los Evangelios como respectivos borradores, publicados uno tras otro para dar mayor verosimilitud en tanto que multiplicados sus testigos posibles, se suma esa rareza que no lo es: la incongruencia preside los libros que forman el Antiguo Testamento ya desde el Génesis, verdadero despropósito narrativo, en el que el personaje principal cambia de opinión en cada página, más cuanto más enfáticamente viene de jurar una cosa y la contraria.
Desmenuzados los hechos básicos que conforman la traición y muerte de Jesús –anuncio de la traición, traición, involucración romana sin quererlo, muerte y resurrección- las diferencias en los detalles son tales que animan a pensar que o bien uno de los cuatro escritores no llegó a ver nada, o no lo hizo ninguno. Que a todos acaso les fue contada la historia, y a la imaginación de cada cual quedó hacerla más amena según la propia inventiva.
Literariamente, el relato se sostiene como ficción autónoma porque su trama es magnífica –ganas dan de volcarlo al estilo de un Sófocles para advertir la grandeza de su estructura teatral- pero su redacción, al servicio de una pedagogía, cuya torpeza curiosamente Jesús reprocha a sus discípulos cada poco, va en contra de la naturaleza misma del drama expuesto. Su materia es literatura y su estilo no. Solo así se podría crear un personaje como Lázaro –el más poderoso de los Evangelios, junto al Judas fabulado por Nikos Kazantzakis- para desaprovecharlo completamente.

22 marzo 2016

El precio de la sal que es todo el plato


El mundo que en 1952 aconsejó publicar a Patricia Highsmith su novela sobre lesbianismo con el título El precio de la sal, sugirió tres años más tarde el del zinc o el algodón en la obra de Tennessee Williams La gata sobre el tejado de zinc. Emboscar en materias primas lo que se consideraba antinatural provocó cientos de cartas a Highsmith agradeciéndole que en sus historias de amor homosexual no se matara nadie, y en el caso de Williams, acaso preguntándole si Brick es lo que parece.
Cuando Noël Coward escribió sobre el amor imposible en la película de David Lean Breve encuentro (1945), lo hizo, no acerca del que mejor conocía –el homosexual-, sino del que un hombre y una mujer casados afrontaban en la Inglaterra de la época. Hay que esperar a la penúltima escena para ver asomar algo de la verdad sobre la impotencia real en quien no podía permitirse amar en público: al separarse para siempre, ella intenta matarse, jura no querer sentir nada más el resto de su vida. A Coward y a Williams se les hubieran salido los ojos de las órbitas al ver lo que Ang Lee hizo en Brokeback Mountain en 2005, o Abdellatif Kechiche en La vida de Adele en 2013.
Si la culpa era un automatismo moral en el tratamiento de la infidelidad en los años cuarenta, lo que Highsmith volcó en Carol –eliminada la sal del título original- superaba la culpa y proyectaba el derecho a amar por encima de culpables e inocentes: si su relación con Therese parece supeditada, prohibida, en función del chantaje que se le exige para poder ver a su hija pequeña, finalmente escoge no traicionarse a sí misma, como si llegado a ese punto de la transgresión social, más mereciera seguir adelante que perderlo todo. Extraña que la reacción contra la inmoralidad del amor homosexual no atacara en primer lugar a la desnaturalización más básica posible: renunciar a tu hija para poder estar con tu novia.
Solo que no era así, y Highsmith se cuidó mucho de contar que la separación de madre e hija la decidían quienes no eran una u otra. Nadie que lea la novela deja de entender que es justo la voluntad de ambas la que pierde todo derecho a ser escuchada. No se nos dice que la niña sea homosexual, asi que la inferioridad moral ha de basarse tanto en ser mujer como en que te gusten.
Highsmith compensó con otros dones: la mentira en Coward no existe en Carol: no hay vergüenza, no hay culpabilidad que paralice. Y no porque ambas estén solteras: una se halla en pleno divorcio, y la otra deja a su novio a la primera ocasión. La confesión de la protagonista de Breve encuentro –“es tan fácil mentir cuando sabes que confían en ti”- tiene en Carol su reverso exacto: la necesidad de decirte la verdad. Decencia y dignidad consisten aquí en no avergonzarte de lo que amas.
E incluso podría tener su núcleo a mayor profundidad: apenas comenzada la novela, Therese –19 años, temporalmente trabajando en unos grandes almacenes que la alienan- dice sentir cómo en ese trabajo anodino “se intensifican las cosas que siempre le habían molestado. Los actos vacíos, los trabajos sin sentido que parecían alejarla de lo que ella quería hacer o de lo que podría hacer hecho… la sensación de que todo el mundo estaba incomunicado con los demás, de estar viviendo en un nivel totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera. Le recordaba conversaciones alrededor de mesas con gente cuyas palabras parecían revolotear sobre cosas muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota con vida. Cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacía mirando con la misma expresión convencional de cada día.” Nadie que diga eso en la página 17 recorre las siguientes 300 de forma pusilánime.
En el proceso de crecimiento personal de Therese, la mirada desde la que se ama se equilibra: si Carol comienza novela, y película, como el foco que alumbra la llegada, tímida y supeditada, de Therese, al final es ésta la que, madurada vía dolor, brilla con una luz que convierte a Carol en la polilla incondicional. Si Therese pierde algo parecido a la inocencia en el proceso, Carol gana otra Carol. Ninguna de las dos podría lamentarlo.
El país en que nació y vivió Highsmith atravesó la década de los cincuenta como atravesaba la noción de amor homosexual: entre la paranoia y el optimismo. Cuando Todd Haynes nació en 1961, la guerra fría se había quedado con la paranoia y la década de la contracultura empezaba a apropiarse del optimismo. 65 años después de haber iniciado su relación en la novela, Carol y Therese tendrían 95 y 75 respectivamente de haber vivido para ver la película que Haynes rodó en 2015 a partir de la novela de Highsmith. La hija de la primera habría crecido en un mundo donde a sus treinta años podía escogerse amar a alguien de tu mismo sexo sin que una novela hubiera de explicar al mundo la rareza, el valor inmenso de esa decisión.“Si todo fuera real” –dice Therese en 1952. “Algunas cosas no reaccionan, pero todo está vivo” –dice uno de los hombres que aspiran en vano a estar con ella.
Highsmith escribió Carol tras publicar Extraños en un tren, apenas tres años después de que Coward imaginara un tren como escenario del encuentro y la pérdida de sus amantes. Una vez las cartas de gratitud dejaron de llegar, Highsmith debió de sentir con una nitidez perfecta que la normalización del amor homosexual era apenas la normalización del amor: es decir, querer matarse cuando no puedes estar con quien quieres, y no ser matado –como en Brokeback Mountain- por desearlo.
Entre Highsmith y Annie Proulx, Ettore Scola coescribió y dirigió Una jornada particular (1977), retrato sutil de la homosexualidad castrada en su comportamiento público en la Italia fascista, y cómo ni eso evitaba la detención y la presumible ejecución. La monstruosidad moral –es decir, el castigo de esa opción sexual- que hoy solo asoma sus dientes podridos en algunos lugares del mundo es, en la novela de Highsmith su triunfo final: la conquista de esa palabra en la definición del amor que ambas anhelan y temporalmente no tienen –“un monstruo que se situaba entre las dos y las encerraba en un puño”.

21 marzo 2016

antes de que cante el gallo en órbita


Escribe Ernesto Caballero en el programa de mano de Galileo, que viene de verse en el Valle Inclán, que el tema de la obra es “la responsabilidad social de la ciencia”. Pero más diría uno que lo que escribió Brecht versa sobre la responsabilidad social ante la ciencia, cuando no ante toda forma de libertad individual. De tratar de los anhelos de resistencia a la tortura que desean quienes no son torturados, la obra trataría del drama de Galileo ante sí mismo, de su traición a lo que defendiera mientras era libre. Uno cree que es otra frase la que dictamina de qué responsabilidad social habla la obra, y es justo una de sus más afamadas: “pobre del país que necesita héroes”.
La iglesia del siglo XVII es en el texto el mismo dragón que la pusilanimidad con que el gobierno de Florencia echa al fuego, no a quien desafía la verdad aceptada, sino la misma verdad. Ese matiz –que la verdad no depende de la aceptación- no es defendido solo por Galileo y sus discípulos, de hecho el drama aparente –la traición a uno mismo- sucede de fondo de una traición triple, de resonancias apropiadamente bíblicas: tres son las veces en que la iglesia le da la razón –no en cuanto a su derecho a la búsqueda, sino en cuanto a los resultados de la búsqueda.
Primero es el padre Clavius, astrónomo jefe vaticano, al que, encomendada la labor de confirmar o negar sus descubrimientos, le da la razón. Después será un monje el que afirme la validez de sus investigaciones. Finalmente, el mismo Papa se rebela ante la idea de anular sus conclusiones matemáticas. Y a cada confesión previa al canto del gallo sigue el del león: las bocas que se abren para admitir, para reconocer, se cierran dando dentelladas. La inquisición prohíbe la teoría de Galileo sin prohibir los ojos de Clavius. El monje que se pone de su lado explica el fin del consuelo si se propagara la verdad. El papa claudica ante el inquisidor y su retahíla de consecuencias políticas para la santa sede.
“De pronto hay mucho sitio” –dice Galileo acerca del universo recién revelado. Pero lo que dice es que el vacío se ha adueñado del espacio inmenso que pensó para albergar la nueva realidad. Si el sol ha dejado de girar en torno a la tierra, no significa que a las esferas celestes les guste la idea. Como con la libra de carne humana que la corte de Venecia hurta a Shylock con mañas de trilero, la que se niega a pagar Galileo habla del sistema fijo que rige la explicación del mundo en manos de quienes tienen poderosos intereses en que la verdad se supedite a la rentabilidad de la otra opción.
A Brecht, que reescribió tres veces su obra, le dio tiempo para entender a Galileo más de lo que habría deseado: recuerda Marcos Ordoñez en El País 20.2 cómo Brecht, de regreso a Alemania, “calló ante los procesos de Moscú, apoyó la represión de la causa obrera en 1953. Galileamente, incluso reescribió, por orden de las autoridades de la RDA, el mensaje pacifista de El proceso de Lúculo para ponerlo al servicio de la “la guerra antiimperialista de Corea”.
Como un segundo telescopio, éste apuntado hacia las entrañas eclesiásticas, en la sala de arriba del Valle Inclán ha venido representándose El testamento de María, de Colm Toibin. En ella, la historia parecida de la vida bajo vigilancia, de la pulsión por escribir a escondidas lo que realmente sucedió. Que ambas hablen del control de la realidad por parte de la iglesia lo hace también de la traición, no a lo que se ignora o se teme -que tendría sentido- sino a lo que, sabiéndolo cierto, se niega. “Quien no conoce la verdad es un zoquete. Pero quien la conoce y la llama mentira, es un criminal” –escribieron a medias Brecht, Galileo y acaso María de Nazaret.

18 marzo 2016

abrazados al árbol del bien y el mal


La búsqueda en India de una planta que resucitaba a los muertos ayudó al nacimiento de la literatura en español e inspiró los cuentos y fábulas que pueblan todo el mundo occidental” –escribe Winston Manrique Sabogal en El País 7.3 con motivo de la reedición de Calila y Dimna, escrita a mediados del siglo XIII. Y que coincide en cines estos días con El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra.
El árbol de la vida serpentea por las religiones hasta anclarse, vía Cristianismo, en el símbolo de una existencia libre del pecado original, que los misioneros llevaron a las Indias occidentales en el siglo XV y XVI, allí donde los árboles y la mitología precolombina crecían tanto y tan próxima la una a los otros que ni su tala para propiciar fuertes logró la deforestación casi completa de su población hasta bien entrado el siglo XVII.
Siglos antes de que el rey leopoldo II de Bélgica sembrase un árbol de la muerte por cada vida hallada en El Congo a finales del siglo XIX, la conquista de las Indias a manos de los imperios español y portugués enterró cuantas culturas hallara bajo cruces hechas de la misma madera que antes diera forma a dioses con forma y propiedades de animal. Los ríos que alimentaran a millones de indígenas fueron empleados para transportar epidemias y armas que evangelizaban más rápidamente que la biblia.
Siglos después, extinguidas las fiebres en un lado, brotó en Europa la de los Gabinetes de curiosidades, que en el siglo XVIII, ya adscritas mayoritariamente a Bibliotecas públicas, Sociedades y Academias, evolucionaron hacia la especialización temática, y un siglo más tarde dieron lugar a lo que hoy conocemos como Museos.
Constituidos en una era en la que el conocimiento científico se abría paso entre las brumas del permiso divino, las colecciones, organizadas arbitrariamente a medida que los nuevos especímenes se acumulaban y recalificaban el orden previo, tanto iniciaban el dibujo de un árbol de la vida como, en el caos, celebraban que éste solo pudiera venir de Dios. La alucinación estaba ya en el propio proceso de búsqueda, anclado en lo bizarro y lo monstruoso, en lo que podía, alternativamente, ser catalogado de misterioso por la ciencia y de fabuloso por la fe.
La superstición que guardaba un bote o mostraba un cuerpo disecado acabó por atraer su antídoto: el carácter híbrido, en el límite de distintos órdenes naturales, de algunas de sus muestras generó debates y éstos trajeron consigo la investigación metódica, el genuino pensamiento científico que actuó de ventilador llegado el día.
Esas aspas esparcieron por el mundo científicos que regresaron a las Indias en busca de lo que sus ancestros no terminaran de exterminar. Dos de esos viajeros fueron Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes. La película de Guerra traza el viaje de ambos, separados por 30 años, respectivamente previos a la Primera y a la Segunda Guerra Mundial.
Su historia, que es la de la búsqueda de cierto árbol del bien –la yakruna- repta por los ríos que uno parece ascender y el otro descender: el primero de forma altruista, digamos suficientemente científica; el segundo, sibilínamente interesado en sus aplicaciones comerciales. El trasfondo de la Guerra que guía al segundo sirve de metáfora del olvido de las propiedades de la búsqueda que guían al primero. Ha de trascenderse que el segundo sea norteamericano y el primero alemán.
La historia es tanto la de quien busca lo que no sabe cómo hallar, como la del guía indígena –el mismo en ambos casos- que preferiría no volver a buscar aquel árbol por no saber ya si lo es del bien o del mal. Habiendo olvidado casi todo, el guía que acompañara el intento del alemán vuelve a navegar el mismo río tres décadas después en busca de una parte de sí mismo que pudiera crecer junto al árbol.
En ambos viajes, las ensoñaciones se superponen: las visiones que anuncian tu destino; las que, por contaminación cultural, dejan brújulas nuevas en manos de quienes aún no las conocen; las que inducen a despojarse de cuanto llevas; las que a amasarlo todo aunque sea mediante dibujos. Y específicamente, las que, como malas hierbas, crecen en torno a las vidas que habitan los márgenes del río.
El catolicismo represor, que para mejor advertir sus iluminaciones crea hogueras en las que quemar a quienes no ven a dios con la nitidez adecuada es, en la segunda venida del viajero, un paseo por las ruinas del intento evangelizador: al arribar a lo que fuera una misión treinta años antes, el reino de un loco ha tomado el relevo: un italiano que se cree el Mesías sojuzga a los indígenas creyentes con métodos de crueldad y patetismo alucinados. Rodeados por oriundos amazónicos, el encuentro de dos blancos occidentales es un teatro espectral para espectadores enloquecidos o deseando enloquecer, y que acaba aflorando lo peor de ambos mundos. Cuando no recuerda a Apocalipsis now, retrotrae a El hombre que pudo reinar, en clave alucinógena.
Hubo una película anterior sobre el árbol de la vida, contada también en varios viajes, separados por el tiempo, encarnados en los mismos protagonistas. La dirigió Darren Aronofsky en 2006. Se llamó La fuente de la vida. La serpiente es allí un tumor cerebral en la mujer de un investigador que experimenta con un árbol extraño que solo crece en Guatemala y podría salvarla. Es el mismo árbol de la vida que, siglos antes, el mismo protagonista buscara para el reino de España en las selvas guatemaltecas. El mismo, también, que en un futuro de exploración espacial, verá morir un astronauta al tiempo que el recuerdo de la mujer que amara.
La soledad que busca en el árbol de la vida una respuesta viaja de la película de Aronofsky a la de Guerra como lo hace la Fuente convertida en río. No es el abrazo lo que cura la serpiente de la ensoñación, sino su ausencia. El guía –Karamakate- solo accede a ayudar al primer explorador a condición de que le devuelva el pueblo al que pertenece y que cree desaparecido. Adecuadamente volcado, la caída de Adán y Eva –indígenas y simultáneamente exploradores a la búsqueda de cuanto se les ofrezca- habría sido el drama de saberse solos en el paraíso. Es justo la lección que Karamakate más querría olvidar mientras conduce a las avanzadillas del mundo civilizado hacia la serpiente que señale qué morder y cómo.

17 marzo 2016

Elser y la nada


En cierto sentido, que hubiese indignado a ambos, la peripecia de hitler y la de quien intentara matarlo en 1939, Georg Elser, son la misma. Y sendas películas de Oliver Hirschbiegel apuestan por ello: si en El hundimiento (2004) hitler aparece como lo que seguramente fue: un ser absolutamente a salvo de la cordura, que arrastró al abismo a una población que, como es habitual, delegó en un solo ser toda cuestión moral que atañera al mundo, en 13 minutos para matar a hitler (2015), el retrato de Elser es el de un ser ajeno a todo lo que le rodea, sumido en su propia concepción de lo bueno y lo criminal, idéntico a hitler en su aislamiento mental absoluto, solo que en sentido inverso.
Medidas como un díptico acerca de lo improbable, la suerte de ambos –suicidados: uno por mano propia, otro a medio plazo- habla de la capacidad humana de ir en contra de la corriente: si hitler escribió Mi lucha en una celda, Elser diseñó su plan rodeado de una Alemania ya nazificada hasta su último rincón. Si aquel inventó un programa político imposiblemente nauseabundo, hervido en el lodo desastroso de la I guerra mundial, Elser sacrificó su vida en aras de una necesidad íntima igual de improbable en su tiempo. A igualdad de probabilidades de triunfar, ambos fracasaron. Y no por mucho.
Si la historiografía de la segunda mitad del siglo XX ha explicado a hitler como el eslabón perdido de una especie que en realidad siempre estuvo ahí, dentro de cada casa alemana de la época, la memoria de Elser podría representar al suicida improbable que solo sumó a la voluntad obvia de cualquier ser sensato el imposible esfuerzo por llevarlo a cabo. Esa guerra no tenía soldados disponibles, y los que hubiera podido tener habían sido eliminados antes, como cuenta la peripecia de los comunistas alemanes opuestos al partido nazi. Quienes recuerden La cinta blanca (2009), de Haneke, recordarán que la lección imposible en ésta lo era ya en aquella, y su rostro es el mismo: el de Elser aquí, el del maestro de escuela a merced de la barbarie allí.
Cruzados con elegancia sus destinos por Hirschbiegel, cuando hitler ordena torturar a Elser hasta que diga lo que necesita oír y no la verdad, lo que dice de éste es que su decisión –la de un alemán especialmente lúcido- no puede deberse a un proceso razonado, al fruto de una inteligencia perspicaz, sino a la obediencia de consignas, al eslogan adecuadamente obedecido, y si es de manos de comunistas no alemanes, mejor. Quien sino hitler debía entender qué según qué comportamientos criminales solo se entienden si media el chantaje, la orden de acatar y no de analizar.
Sembrada en la conciencia del jefe de los torturadores, la huella de esa semilla dejada por Elser es finalmente castigada con la contundencia que El hundimiento hurtó a quienes, convencidos de la locura de hitler, prefirieron su propia inmolación. También eso habla de la imposibilidad de ser Elser a cara descubierta, más cuanto más cerca del núcleo del infierno. En el país que inventara el mito de Fausto, cuántos más Elser extrañamente no existieron para tanta disposición a ver la venta de almas en la casa de enfrente.

16 marzo 2016

Louder than ghosts


Dirigida por Joachim Trier, El amor es más fuerte que las bombas es una película sobre fantasmas a medida. Del cuarteto protagonista –madre, padre, hijos- ninguno ve los mismos y ninguno es capaz de dejar de ver el que ve: el padre, viudo, ve dos hijos que no son los que realmente tiene, por eso apenas es capaz de comunicarse con ellos. La madre, fallecida, es el espectro más obvio: se aparece a su hijo pequeño, y a su vez, mientras sigue viva, no puede evitar verse como un espejismo en su propia casa, una presencia que regresa tras largos meses de viaje para descubrir que su familia ha aprendido a no necesitarla. El hijo mayor de ambos desdeña a su mujer y su hija recién nacida para concentrarse en ese espectro clásico que proporciona reencontrarse a una antigua novia. Finalmente, el hijo pequeño, además de ver a su madre eventualmente después de muerta, cree tener poderes, incluso posibilidades de que una chica del instituto, de la que parece separarle una galaxia, se sienta atraída por él.
Quizá porque cada uno vive acostumbrado a su propio espectro, algunos intentan convencer al otro de los peligros de ver al respectivo: el hijo mayor intenta convencer al pequeño de que no se exponga a la chica que le gusta o la burla general le destruirá; éste, más original, odia a su padre porque intenta querer a otra mujer, quien, a su vez, se queja de que su relación sea fantasmal de tanto ocultarla. Más profundamente, la doble vida se superpone al espectro: el padre la descubre en la madre, que le fuera infiel. El hijo mayor borra las pruebas de la traición materna al mismo tiempo que se lanza, él mismo, a mentir a su mujer. A otro nivel, el hijo pequeño, que parece incomodísimo al vivir en el mundo real, halla en el mundo virtual de los videojuegos un lugar más acogedor. Cuando su padre, incapaz de lograr hablar con él, se registra e introduce en el mismo videojuego que su hijo, éste le decapita nada más verle.
Que la memoria de la madre, fotógrafa de guerra, esté ligada al testimonio obvio y explícito de cientos de imágenes dejadas por ella, aunque hablen de desconocidos, cuenta también esa cualidad de la memoria que es la extrañeza, la forma en que, reconstruyendo a alguien, lo fabricamos de nuevo, esta vez a medida de nuestros miedos y anhelos. Lo que recordamos somos nosotros en lo recordado, por eso las madres distintas a partir de los mismos rasgos son explosiones diferentes, hablan del combustible que atesora cada uno. No es el amor contra las bombas, sino contra uno mismo.

15 marzo 2016

La máquina humana de coser


La piel del mundo, desollada y vuelta a ensamblar en el siglo XV, era recorrida a finales del siglo XIX por máquinas de vapor que, habiendo salido de los telares de la revolución industrial, cosían las ciudades vía trenes, reduciendo la distancia entre países y más aún la que la colonización de Norteamerica dejó disponible para sus antiguos pobladores.
Uno de quienes la recorrieron a bordo de esos trenes, tan indígena y caricaturizable a ojos de los colonos como los indios que ya apenas asomaban, fue el escocés Robert Louis Stevenson. Su libro De praderas y bosques, en busca de América, recoge las anotaciones tomadas durante su trayecto desde Nueva York a San Francisco, específicamente la observación de los aborígenes más comunes y visibles: los colonos entre los que viajaba.
El frío, la humedad, el clamoreo, los obstáculos que se presentaban, iguales a los que uno ve en las pesadillas, habían intimidado por completo nuestro ánimo. Todos aceptamos ese purgatorio de la misma forma que un niño acepta las condiciones del mundo” –escribió al poco de empezar el viaje. Aunque improbable, quizá alguno de quienes viajaba en esos vagones atestados de inmigrantes había recorrido los estados de Dakota sesenta años antes, entre las expediciones de tramperos locales que pugnaban con los mercaderes franceses por el comercio de pieles en tierras indígenas.
Dirigida por Alejandro González Iñárritu, El renacido (2015) es un tren que va de un tiempo a otro, del dueño de un mundo a otro. Las pieles que trasiegan al principio, y que abandonan en medio de un ataque Sioux, se reencarnan en el cambio de piel que sufre un trampero abandonado para sobrevivir. Los indios que cabalgan hacia un intento de justicia básica se cruzan con la mezquindad de un trampero convertido en alimaña. En el intercambio de roles, nadie gana. Todos son expulsados de un sitio mejor: de la paternidad uno; del ejército otro; de la vida, tantos; de la fortuna, quienes la buscaran; de sus tierras, unos y otros: los que llegan a un territorio inhóspito y quienes serán expulsados de él.
El conflicto que es desembarcado en el paraíso ha sido tratado ya en cine: más cercano a la peripecia pura del Renacido en Las aventuras de Jeremías Johnson (Pollack, 1972), más cercano a la revelación que experimenta en El nuevo mundo (Malick, 2006). Ésta última, narración del encuentro de la pureza y la suciedad en el asentamiento que daría lugar a Virginia en 1606, es también la del idealismo del colono inglés que la protagoniza (“los hombres no se saquearán unos a otros” –dice entre los mandamientos de la arcadia nueva) y la de su visión del mundo indígena -“son apacibles, afectuosas, fieles, carecen de malicia y picardía. No poseen palabras que denoten la mentira, el engaño, la codicia, la envidia, la calumnia y ni siquiera el perdón… no tienen celos ni sentido de la propiedad”.
Su visión de la naturaleza de los colonizadores, que comparte con la de Jeremías Johnson, aún separada por dos siglos, es la de pertenecer a una plaga, de ser parte  activa de un tumor insaciable e inconmovible: tras establecer contacto con una tribu indígena y aprender sus costumbres, al ser reintegrado al fuerte inglés, a su mundo, a su idioma, a sus códigos morales y legales, nota en el acto la pérdida: el odio, la mezquindad, la miseria, la maldad que les corroe. La forma obvia en que no pertenecen a ese lugar, cómo no tienen forma de ser el nuevo mundo.
Recordando un relato infantil que le contara su niñera, Stevenson cita las hazañas de Custaloga, un guerrero indio que, en el último capítulo, “muy cortésmente se quitaba la pintura del rostro y se convertía en sir Reginald No-sé-qué… la idea de que un hombre fuera un guerrero indio y luego abandonara su condición para convertirse en aristócrata era algo que no podía concebir. Ofendía a la verdad, como la fingida ansiedad de Robinson Crusoe y otros por escapar de una isla deshabitada”. Cuando, recorriendo las infinitas llanuras de Ohio, las compare con un paraíso llano, será para advertir que “temía que el diablo lo frecuentaba de cuando en cuando”.
Si adueñarse de semejante paisaje interminable ensanchó la sensación de superioridad racial que el hombre blanco sentía ante los indios, el diferencial de civilización técnica aceleró esa distancia hasta convertir a los recién llegados en dueños de una tierra elegida, y a los recién domeñados en un orden animal solo ligeramente necesitado de alfabetización. “Comencé a regocijarme por ese despertar de la vida, como si se tratara de una rica propiedad que hubiera heredado” –escribió Stevenson mientras atravesaba Pensilvania, quizá sintiendo alrededor justo eso: cuán heredar un potosí era más importante que considerar la legalidad moral de sus dueños previos.
Cuando un jefe indio quiere dar caza a Jeremias Johnson, envía a sus guerreros de uno en uno, como si el combate con un gran oponente mereciera un trato justo. Cuando Stevenson observa por fin a uno de los pocos indios que ve en su periplo, es para presenciar la burla cruel y abusiva de los blancos que viajan con él en el tren. Al mirar hacia quienes viajan en su vagón, apestando el mundo a su paso, y compararlo con el odio que despierta el vagón ocupado por chinos, dirá que “solo somos humanos en virtud de las ventanas abiertas”. Cuando en El renacido el protagonista se levanta de la tienda improvisada que un indio ha realizado de la nada para salvarle la vida, es para descubrir que ese indio cuelga ahora de un árbol, a manos de tramperos como él.
La sobreexplotación de los recursos naturales y la enloquecida carrera demográfica y bélica crearon la emigración masiva de los siglos XIX y XX: “la hambrienta Europa y la hambrienta China se desbordaban por sus puertas en busca de alimentos, y aquí llegaban a encontrarse cara a cara. Las dos oleadas se habían enfrentado: el este y el oeste fracasaron por igual; todo el ancho mundo estaba explorado y condenado. No existía el Dorado.” –escribió Stevenson ya en 1880. “¡Vuélvanse!” –les gritaban quienes viajaban en dirección contraria, ya de vuelta a la costa este y a sus países de origen.
Lo que dejara dicho de sus compañeros de viaje chinos –“solo Dios sabe si tuvimos algún pensamiento en común durante todo ese viaje, o si sus ojos veían el mismo mundo que percibían los míos”- permea la experiencia de colonización en literatura y cine. Stevenson, que apreció “el silencioso estoicismo de la conducta” y lamentó “la patética degradación de la apariencia” de los escasos indios que vio, se avergonzó de lo que “llamamos civilización”. Es ese tren de vida el que solo se detiene para llenar sus calderas con trozos de mundos nuevos.

14 marzo 2016

deuda



Se cumplen 16 años del Hamlet que Lluis Homar trajera al Teatro de la Comedia, del que uno se salió entonces por lo insoportable del calor que hacía. Quizá para honrar aquellos días, ya remozados, Israel Elejalde sale a escena medio desnudo. Y como una tradición es la que se renueva para poder seguir siéndolo, el hombre que se sienta a mi derecha se levanta y se va, mediado el cuarto acto. El que no llega nunca es el noruego Fortimbrás, al que Kenneth Branagh, en su adaptación a cine, puso a asistir al fracaso múltiple de los regentes de Dinamarca, mirando el suicidio de una dinastía como si afirmando eso que Hamlet hubiera confirmado de seguir vivo por entonces: como hay guerras que se ganan confiando en la estupidez ajena, esperándola al pie de la tumba recién abierta.

08 marzo 2016

Entrar. Salir. Entrar.


En La habitación, de Lenny Abrahamson, hay dos películas sobre aislamiento y la incapacidad de salir de él: la primera es la que sucede en el interior de una caseta de herramientas durante la mitad del metraje. La segunda, fugaz, se encarna en el padre de la joven secuestrada, incapaz de mirar, tocar o hablar a su nieto, hijo del secuestrador. Y que acaso genera uno parecido en su hija, al enviarla de nuevo a un lugar aislado de su cabeza en el que sigue sin saber qué ocurre fuera.
Forzado a vivir súbitamente en un mundo que desborda opciones sin que ninguna deje de ser menos real que la anterior, el niño añora la habitación como se ha de añorar un búnker que al tiempo que te encierra te protege, simplificando lo que tu mente ha de abordar. A través de sus ojos suceden los dos momentos más estremecedores: cuando, recién escapado, ve por primera vez el cielo y las calles pasar, además, a la velocidad a la que lo hacen yendo en coche. Y cuando, finalmente, pide volver a la habitación para hallarla despojada de cuanto tuviera de mágico, de paraíso generado por su madre para él.
Cuento conjunto de la vida interrumpida –en el caso de la joven madre- y de la que te expulsa de una parte idílica de la infancia -en el niño-, La habitación acaba hablando de los dolores del nacimiento segundo una vez que te devuelven al útero, de cómo tus recuerdos empujan hacia fuera y hacia dentro simultáneamente. De cómo lo que sabes es también una habitación angosta en la que tanto miedo da salir como quedarse.  

06 marzo 2016

el sonido de las trompetas que se imprimen



Hay un sentido premonitorio en lo que empieza contando el último de los libros que forman el nuevo testamento –el Apocalipsis según San Juan: una advertencia repetida del apóstol contra los que pregonan y defienden otras ramificaciones del cristianismo –los Nicolaitas, la iglesia de Pérgamo, la de Tiatira, la de Sardis, la de Filadelfia, la de Laodicea. Si trataban de señalar que el fin de su mundo vendría de apóstoles cercanos y no del fondo de la tierra, no podrían haber aportado más ejemplos en los siglos venideros.
Spotlight, dirigida por Thomas McCarthy, es en primera instancia la historia de una de esas infinitas escaramuzas que enfrenta a la razón con el oscurantismo y el fanatismo desde que el catolicismo fabricó un dios tras el que parapetarse. Y es, sobre todo, más interesantemente, la epopeya de unos apóstoles venidos al mundo en el siglo XX contra otros milenarios: el encuentro de ambos, unos ascendiendo hacia la luz, y otros huyendo, cayendo de ella. yras el que parapetarse. fanatismonitas escaramuzas que la razn sus oponentes para generar el mismo tipo de fervor éstést
Solo que esto no necesita una película para revelarse al mundo. Ni siquiera un año en que El club, de Pablo Larraín, se ha visto en cines solo unos meses después de que lo hiciera Calgary, de John McDonagh, ambas en torno al mismo tema –la ocultación de delitos de pederastia protegidos por el vaticano. Si Spotlight es relevante en un área en el que éstas dos –magníficas ambas- no lo son, es porque la base misma de la existencia de un periódico –su implantación local o nacional, su arraigo en la comunidad- es también la precisa línea de defensa del catolicismo: narrada como una paulatina y ardua exhumación de pruebas, son las paletadas de tierra moral arrojadas por miembros ajenos a la jerarquía eclesial las que más nítidamente muestran la senda, cuando sendos periodistas de The Boston Globe son animados por amigos a no dañar el tejido social de Boston, la fina red de capilares morales que están en juego si se revela que el núcleo mismo de esa sensación de comunidad en torno a la iglesia está podrida.
En una de las escenas, uno de esos seres con peso en la vida social de Boston en los primeros años del siglo XXI advierte a uno de los periodistas que el impulsor del caso –el nuevo editor en jefe, recién llegado al periódico- vino a Boston y se irá rumbo a otro sitio, pero los que son de Boston se quedarán, y habrán de pagar lo que atentan contra sus más sagrados valores. Como si no necesitaras creer en la iglesia para vivir dentro de ella.
Al menos una parte de la amenaza resultó cierta: Marty Baron –que impulsara en The Boston Globe la investigación que reveló decenas de casos de pederastia en el seno de las iglesias locales- acabó recalando en Washington, donde dirigiría The Washington Post. Antes o después de que su avión despegara de una ciudad y aterrizara en la otra, los defensores de la estabilidad social a toda costa no tenían que cambiar una sílaba para localizar a quien echar la culpa del prurito investigador que podía empezar sacando a la luz la pederastia institucionalizada, y acabar derrocando un presidente: pronunciando Ben Bradlee se acertaba en ambos pronósticos.
Porque ambos habían sucedido ya: El Ben Bradlee jr. que trabajara de editor en The Boston Globe en 2002 es hijo del Ben Bradlee que en 1974 dirigió en The Washington Post las investigaciones que a partir del caso Watergate acabaron con la dimisión de nixon dos años después. Incluso las amenazas que uno escuchara en Boston en 2002 se parecían bastante a las que el otro dejara contadas en su autobiografía A good life, publicada en 1995.
“Un periodista nacido en Boston está adiestrado desde su nacimiento para no hablar de familia, dinero o sexo” –advierte en la primera página. El tabú quedó repartido a partes iguales en la familia: el padre se quedó con el dinero como trasfondo del caso Watergate, y el hijo, con la familia y el sexo como evangelios ocultos de la pederastia consentida. Lo que uno dijera de Nixon –“en su hora personal más baja, dio a la prensa su momento más sublime”- parece unificar la causa con las batallas afrontadas por el otro. Pero es solo hasta que, unas líneas más adelante, Bradlee escribe que lo único que un director necesita realmente es un buen propietario.
Lo fue Katharine Graham durante treinta años en The Washington Post, y lo fueron nixon y los papas que se turnaron la silla de san Pedro: buenos propietarios, fieles, celosos guardianes del papel que el partido republicano estadounidense y la iglesia católica aspiraba, y aún lo hace, a conservar en el mundo. Un mismo evangelio a repartir entre Nicolaitas, Pergamitas, Laodiceos. Que es decir, un mismo apocalipsis mirado desde ángulos diferentes: uno que ve en el periodismo el demonio de todos sus anhelos, otro que describe la conducta no oficial de políticos y curas.  
La convivencia con lo sagrado desde el lado investigado –tu puesto en un organigrama, o una cuota de poder- recuerda mucho al que, en Spotlight, muestra a los reporteros de The Boston Globe rezando para que un dato concuerde, para que un testigo acepte hablar, para que los propietarios del periódico –“en las altas esferas administrativas del Post eran todos católicos” –escribe Bradlee- acepten cargar con los adversarios que surgirán en el proceso.
Fervor contra fervor, adecuadamente entendido y enfocado, el periodismo es una religión. Y adecuadamente corrompido, la religión o un partido político se convierten en mal periodismo: fraudulento, mentiroso, criminal por ocultación. En 1972, tratando de restar importancia al Watergate, henry kissinger dijo que el país debía decidir si podía soportar una “orgía de recriminaciones”. Para quien abusa de niños o de derechos constitucionales, un periódico digno de ese nombre es tan humillante como una víctima que se da la vuelta y te mira a la cara mientras la estás violando.