28 febrero 2016

paraísos del sótano


En una secuencia de El gran museo (2015), documental de Johannes Holzhausen, una de las vigilantes, que trabaja desde hace veinte años en el Museo de la historia del arte en Viena, preguntada en una reunión general por aquello que podría mejorarse, dice no haber conocido aún a una sola persona del museo que no tenga el mismo trabajo que ella.
Un poco más allá, los personajes de la trilogía Paraíso (2012), dirigida por el austríaco Ulrich Seidl, parecen moverse por la vida como cuadros a los que no mirara nadie. En la ficción y cuando no: en su documental En el sótano (2014) seres encerrados en diversas formas del pasado –nazismo, armamento, exclusión racial o sexual- o en su reverso, la dominación voluntaria –masoquismo sexual- posan como cuadros donde el rasgo general es el que advierte la vigilante del museo: nadie parece hacer algo sin hacerlo en solitario, confinado dentro de sí mismo, aislado en el silencio, donde poder ser otra cosa a salvo, sin miradas que lo impidan.
Es un rasgo que, al señalarlo en alto, parecen compartir algunos de los vigilantes literarios más ilustres nacidos en Austria que, escribiendo contra la ranciedad y la hipocresía de su sustrato social, han visto su obra rechazada en su país de origen: Elias Canetti, Thomas Bernhard o Elfriede Jelinek llenan un siglo de crítica virulenta hacia la calidad de una conciencia nacional que la obra de Seidl ilustra desde claroscuros que en la vida real vienen de sitios, si no luminosos, sí existentes nítidamente el aire libre: hace solo veinte años que la campaña del que luego sería presidente ultraderechista de Austria –jörg haider- preguntaba a su electorado si “le gustaba Jelinek, o el arte y la cultura”.
Uno de los hombres aparentemente apacibles, y mudos, que recorren En el sótano ensaya tocando el trombón rodeado de imaginería nazi. Después sentado a una mesa de ese mismo espacio junto a cuatro músicos más. Uno de ellos, ebrio, se levanta y anuncia que se marcha, no sabe cómo aún, a su casa. Los cinco comparten confidencias banales y zafias sobre masculinidad. Ni uno solo parece sentirse incómodo rodeado de símbolos nazis, o siendo grabado junto a ellos.
En Paraíso: amor, la protagonista –una mujer que ronda los cincuenta- viaja a un complejo hotelero en Kenia, donde su búsqueda de amor, trágicamente vulnerable, malinterpreta una y otra vez tener relaciones sexuales con nativos que solo la quieren como cajero automático. En Paraíso: fe, una mujer que emplea sus días, puerta por puerta, tratando de convertir al catolicismo al país entero, y que parece incapaz de querer lo más mínimo a su marido, musulmán, pero se masturba aferrada al Cristo que tiene sobre su cama, promete a dios que “Austria volverá a ser católica”. En Paraíso: esperanza, una adolescente se enamora imposiblemente del médico que la atiende, ninguno de lo dos parece comprender o saber muy bien qué esperar del otro.
En la primera de las películas la indefensión genera sordidez. En la segunda el fanatismo lleva a la asepsia emocional o su sustitución por un amor, imposiblemente perfecto, hacia dios. En la tercera las tensiones del crecimiento escogen, por dos veces, el abono que no deben. Adultos, adolescentes, hombres y mujeres, en Austria o en Kenia, laicos o creyentes, son pura soledad que se refugia cómo y donde puede. Y siempre sin éxito. O con uno que se parece mucho a preservar lo poco que se tiene.
Protagonizadas por madre e hija, el amor y la esperanza homónimas se anulan mutuamente. En la primera –amor- la mujer es incapaz de comunicarse con su hija, que ni siquiera el día de su cumpleaños le llama. En la última –esperanza- ésta se lamenta de que parezca imposible que su madre responda al teléfono cuando llama. La protagonista de la segunda –fe- une a las otras dos: es quien lleva a la hija a su destino –una clínica dietética- y quien acoge el gato de la madre.
La soledad de la trilogía es la misma que hay en el documental, y no muy distinta de la que, abismada, recorre el teatro de Thomas Bernhard o el malestar íntimo de los personajes de Elfriede Jelinek. Su fragilidad deviene en sumisión, en una forma cabizbaja de pedir lo que se desea y de aceptar las negativas sucesivas. Hay sumisión, literal y aberrante, en el sadomasoquismo que recoge el documental. Y una ubicua precariedad emocional en quienes, en la trilogía, salen cada mañana en dirección al paraíso justo por la carretera que atraviesa el infierno.
La inmovilidad que les devasta por dentro es igual de expresiva por fuera: todos se mueven despacio o no se mueven. Como cuadros. Como si todo sucediese por dentro o escogiera no suceder. De hecho, hasta la propia narración de Seidl parece pensada más para acabarse en medio del suceso que para cerrarlo. Sus películas no terminan, solo se acaban.
En ellas no hay una idea del paraíso que no parezca haber sido sembrada en un sótano. En todas hay una oscuridad, un primitivismo, una forma mundana o primaria de estar en el mundo que evita la reflexión, condena la conversación, el contacto humano, a un nivel pedestre, sea cual sea la forma que adquiere la impotencia: ya en la búsqueda imposible de amor, en la visión del mundo como una plegaria permanente e inservible, o en la búsqueda de la autoestima.
La protagonista de Fe señala el camino de la identidad general en la visión nacional de Seidl: al hablar permanentemente a dios justifica el silencio obvio que su interlocutor le devuelve. Es casi el mismo que, en Amor, rodea a la mujer que busca amar y ser amada entre personas que no hablan su idioma y apenas inglés, y que pugna una y otra vez, imposiblemente, por enseñar al otro a quererla como desea, como necesita ser y ya no puede serlo. También el que en Esperanza une a dos seres que ni pueden ni saben dar al otro lo que necesita.
Como en el cine de Roy Andersson, la espera paralizada importa, porque el tiempo que pasa es acaso el de los deseos que no van a cumplirse por mucho que los esperes. Si el nazismo es parte de esa añoranza, como denunciaran Bernhard o Jelinek, y tal y como muestra En el sótano, tanto sirven de metáfora la búsqueda desesperada del amor imposible, como la evangelización forzosa, o la del amor propio en un lugar ajeno.
En un momento dado, la protagonista de Fe escupe y golpea con el látigo la efigie de dios que no termina de darle lo que tanto pide y cree merecer. El cuadro inmóvil que se adora en Esperanza –el médico- rechaza a la adolescente con el mismo hieratismo con el que la aceptara. La mujer de Amor es, en sí, el objeto que unos y otros usan y abandonan. Las vidas retratadas parecen pasar la vida rumbo a un sótano parecido al que vienen de dejar. Si entre sus paredes espera un cuadro de hitler o un muestrario de látigos no puede ser mucho peor que vivir en el salón.


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