En una secuencia de El gran museo (2015),
documental de Johannes Holzhausen, una de las vigilantes, que trabaja desde
hace veinte años en el Museo de la historia del arte en Viena, preguntada en
una reunión general por aquello que podría mejorarse, dice no haber conocido
aún a una sola persona del museo que no tenga el mismo trabajo que ella.
Un poco más allá, los personajes de la trilogía
Paraíso (2012), dirigida por el austríaco Ulrich Seidl, parecen moverse por la
vida como cuadros a los que no mirara nadie. En la ficción y cuando no: en su
documental En el sótano (2014) seres encerrados en diversas formas del pasado
–nazismo, armamento, exclusión racial o sexual- o en su reverso, la dominación
voluntaria –masoquismo sexual- posan como cuadros donde el rasgo general es el
que advierte la vigilante del museo: nadie parece hacer algo sin hacerlo en
solitario, confinado dentro de sí mismo, aislado en el silencio, donde poder
ser otra cosa a salvo, sin miradas que lo impidan.
Es un rasgo que, al señalarlo en alto, parecen
compartir algunos de los vigilantes literarios más ilustres nacidos en Austria
que, escribiendo contra la ranciedad y la hipocresía de su sustrato social, han
visto su obra rechazada en su país de origen: Elias Canetti, Thomas Bernhard o
Elfriede Jelinek llenan un siglo de crítica virulenta hacia la calidad de una
conciencia nacional que la obra de Seidl ilustra desde claroscuros que en la
vida real vienen de sitios, si no luminosos, sí existentes nítidamente el aire
libre: hace solo veinte años que la campaña del que luego sería presidente
ultraderechista de Austria –jörg haider- preguntaba a su electorado si “le gustaba Jelinek, o el arte y la cultura”.
Uno de los hombres aparentemente apacibles, y
mudos, que recorren En el sótano ensaya tocando el trombón rodeado de
imaginería nazi. Después sentado a una mesa de ese mismo espacio junto a cuatro
músicos más. Uno de ellos, ebrio, se levanta y anuncia que se marcha, no sabe
cómo aún, a su casa. Los cinco comparten confidencias banales y zafias sobre
masculinidad. Ni uno solo parece sentirse incómodo rodeado de símbolos nazis, o
siendo grabado junto a ellos.
En Paraíso: amor, la protagonista –una mujer que
ronda los cincuenta- viaja a un complejo hotelero en Kenia, donde su búsqueda
de amor, trágicamente vulnerable, malinterpreta una y otra vez tener relaciones
sexuales con nativos que solo la quieren como cajero automático. En Paraíso:
fe, una mujer que emplea sus días, puerta por puerta, tratando de convertir al
catolicismo al país entero, y que parece incapaz de querer lo más mínimo a su
marido, musulmán, pero se masturba aferrada al Cristo que tiene sobre su cama,
promete a dios que “Austria volverá a ser
católica”. En Paraíso: esperanza, una adolescente se enamora imposiblemente
del médico que la atiende, ninguno de lo dos parece comprender o saber muy bien
qué esperar del otro.
En la primera de las películas la indefensión
genera sordidez. En la segunda el fanatismo lleva a la asepsia emocional o su
sustitución por un amor, imposiblemente perfecto, hacia dios. En la tercera las
tensiones del crecimiento escogen, por dos veces, el abono que no deben. Adultos,
adolescentes, hombres y mujeres, en Austria o en Kenia, laicos o creyentes, son
pura soledad que se refugia cómo y donde puede. Y siempre sin éxito. O con uno
que se parece mucho a preservar lo poco que se tiene.
Protagonizadas por madre e hija, el amor y la
esperanza homónimas se anulan mutuamente. En la primera –amor- la mujer es
incapaz de comunicarse con su hija, que ni siquiera el día de su cumpleaños le
llama. En la última –esperanza- ésta se lamenta de que parezca imposible que su
madre responda al teléfono cuando llama. La protagonista de la segunda –fe- une
a las otras dos: es quien lleva a la hija a su destino –una clínica dietética- y
quien acoge el gato de la madre.
La soledad de la trilogía es la misma que hay en
el documental, y no muy distinta de la que, abismada, recorre el teatro de Thomas
Bernhard o el malestar íntimo de los personajes de Elfriede Jelinek. Su
fragilidad deviene en sumisión, en una forma cabizbaja de pedir lo que se desea
y de aceptar las negativas sucesivas. Hay sumisión, literal y aberrante, en el
sadomasoquismo que recoge el documental. Y una ubicua precariedad emocional en
quienes, en la trilogía, salen cada mañana en dirección al paraíso justo por la
carretera que atraviesa el infierno.
La inmovilidad que les devasta por dentro es igual
de expresiva por fuera: todos se mueven despacio o no se mueven. Como cuadros.
Como si todo sucediese por dentro o escogiera no suceder. De hecho, hasta la
propia narración de Seidl parece pensada más para acabarse en medio del suceso
que para cerrarlo. Sus películas no terminan, solo se acaban.
En ellas no hay una idea del paraíso que no
parezca haber sido sembrada en un sótano. En todas hay una oscuridad, un
primitivismo, una forma mundana o primaria de estar en el mundo que evita la
reflexión, condena la conversación, el contacto humano, a un nivel pedestre,
sea cual sea la forma que adquiere la impotencia: ya en la búsqueda imposible
de amor, en la visión del mundo como una plegaria permanente e inservible, o en
la búsqueda de la autoestima.
La protagonista de Fe señala el camino de la
identidad general en la visión nacional de Seidl: al hablar permanentemente a
dios justifica el silencio obvio que su interlocutor le devuelve. Es casi el
mismo que, en Amor, rodea a la mujer que busca amar y ser amada entre personas
que no hablan su idioma y apenas inglés, y que pugna una y otra vez,
imposiblemente, por enseñar al otro a quererla como desea, como necesita ser y
ya no puede serlo. También el que en Esperanza une a dos seres que ni pueden ni
saben dar al otro lo que necesita.
Como en el cine de Roy Andersson, la espera
paralizada importa, porque el tiempo que pasa es acaso el de los deseos que no
van a cumplirse por mucho que los esperes. Si el nazismo es parte de esa
añoranza, como denunciaran Bernhard o Jelinek, y tal y como muestra En el
sótano, tanto sirven de metáfora la búsqueda desesperada del amor imposible,
como la evangelización forzosa, o la del amor propio en un lugar ajeno.
En un momento dado, la protagonista de Fe escupe y
golpea con el látigo la efigie de dios que no termina de darle lo que tanto
pide y cree merecer. El cuadro inmóvil que se adora en Esperanza –el médico-
rechaza a la adolescente con el mismo hieratismo con el que la aceptara. La
mujer de Amor es, en sí, el objeto que unos y otros usan y abandonan. Las vidas
retratadas parecen pasar la vida rumbo a un sótano parecido al que vienen de
dejar. Si entre sus paredes espera un cuadro de hitler o un muestrario de
látigos no puede ser mucho peor que vivir en el salón.
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