28 julio 2014

no lo hay


Termina el Fringe con quien hace tres años lo empezara, y así, en el coloquio, además de Natalio Grueso, están César Antonio Molina y José Manuel Mora. Con la relación de los intelectuales y el poder de tema de fondo, surge el fondo del tema: el nulo interés que despiertan hoy el conocimiento o la sensibilidad cultural elevada. Llamárase Los intelectuales sin poder y se entendería mejor lo que ha ocurrido en los últimos diez años, generalizado el robo de contenidos culturales (con lo que de rebaja de su valor intrínseco conlleva) y, en paralelo, la sustitución de lo cultural como parte de la formación de la conciencia por la inmediatez de una vida pensada para las redes sociales, a las que importa solo la actualización y la brevedad. La gran cultura, es decir, su capacidad de devenir en poder transformador social, ha acabado por ser apenas el eslabón que sucede solo mientras la sociedad no alcanza determinados niveles de comodidad, de consumo, de anestesia bien pagada. La función de la literatura, del teatro, del cine, de la ópera, del arte, que durante siglos pensamos individualmente necesaria, no solo por sí misma, sino para construir una conciencia social que utilizase sus mejores frutos para alimentarse es hoy, con mejores tiendas en las que entrar a terminarse de construir, uno de esos productos que todos ignoran a favor de las marcas blancas, aunque éstas lo sean por el vacío que contienen. Vargas Llosa tarda un día en escribirlo desde otro sitio: “De otro lado, aunque la dura crítica de Tony Judt a lo que llama la “anestesia moral colectiva” de los intelectuales franceses sea, hechas las sumas y las restas, justa, omite algo que, quienes de alguna manera vivimos aquellos años, difícilmente podríamos olvidar: la vigencia de las ideas, la creencia —acaso exagerada— de que la cultura en general, y la literatura en particular, desempeñarían un papel de primer plano en la construcción de esa futura sociedad en que libertad y justicia se fundirían por fin de manera indisoluble. Las polémicas, las conferencias, las mesas redondas en el escenario atestado de la Mutualité, el público ávido, sobre todo de jóvenes, que seguía todo aquello con fervor y prolongaba los debates en los bistrots del Barrio Latino y de Saint Germain: imposible no recordarlo sin nostalgia. Pero es verdad que fue bastante efímero, menos trascendente de lo que creímos, y que lo que entonces nos parecían los grandes fastos de la inteligencia eran, más bien, los estertores de la figura del intelectual y los últimos destellos de una cultura de ideas y palabras, no recluida en los seminarios de la academia, sino volcada sobre los hombres y mujeres de la calle.”. 

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