Como un reverso
sintetizado de la saga X-Men, la construida a partir de la novela de Pierre
Boulle continúa su explicación de la mutación como diferencial que tanto te separa
como te une a aquellos a los que te enfrentas. Si en la novela solo al final se
revelaba a cuál de las dos especies pertenecía el futuro, cada una de las
secuelas de la película de Franklin Schaffner ha afrontado el problema de partir
de a quien tan obviamente pertenece el pasado, que es decir, la extinción. En
un cruce con La máquina del tiempo, de Wells, el encuentro de dos especies que
en su día fueron la misma podría devenir en la historia de la dominación de una
por la otra y de la rebelión eventual del lado débil, liderada por un mesías
venido de un tiempo inesperado. Sin Wells funciona igual: la exhumación de la
saga por Rupert Wyatt en 2011 y por Matt Reeves en 2014 halla a ese mesías en
el lado fugazmente débil. La novedad es que los rasgos que le elevan a esa
categoría son también los que más le acercan al lado al que se combate: César
es el más humano de los simios, y como se encargan de sugerir los descerebrados
que generan el conflicto en ambas historias recientes, no el más simio de los
humanos. La imposibilidad de una simpatía total hacia quienes nos aniquilan
generó un virus en El origen… (2011) que nos diezma sin que los simios tengan
en ello arte o parte, y la cuadratura del círculo solo afila sus esquinas al
proponer en esta El amanecer… (2014) dos bandos que son básicamente lo mismo,
pelean con idénticas armas y les preocupa la niñez respectiva. Pero Boulle y
luego Schaffner plantaron el final al principio, y éste es el que es. Que quienes
nos suceden en el gobierno del planeta sean más o menos nosotros es más
llevadero que verles sojuzgar, con similares prejuicios y dogmas pueriles, a la
especie que evolucionó a partir de ellos, y que les aniquiló en el proceso. En
último sentido, Boulle escribió una farsa. Y Schaffner, como Burton décadas
después, lo entendió bien. Lo que vienen haciendo Wyatt y ahora Reeves es adaptar
a Wells. Si se quiere jugar a la igualdad moral como única victoria posible de
una saga condenada a la derrota humana, es buena opción. La moral sangra de
forma más reconfortante.
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