30 junio 2015

la intimidad no tiene quien la lea



El advenimiento de la intimidad como saldo vía redes sociales, al cabo trueque de la propia por la ajena, conocida o no, confronta en la lectura de los ensayos compilados de Jonathan Franzen –Cómo estar solo/ 2003- la privacidad como una de las bellas artes, a merced del impulso simultáneo de exponerla al contacto con el mundo y de preservarla de éste. 
Por supuesto, si la mirada de un escritor sobre la sobreexposición del yo es sospechosa es porque, a diferencia de la mayoría, su propia ocupación o vocación consiste en ofrecer a quien quiera mirar la más pura intimidad puesta al servicio del tema que sea: pintura barroca o cinematografía antigua, teatro griego o la frecuencia de paso de los camiones de basura.
La intimidad en Franzen, puesta en el prólogo al servicio de la defensa de la soledad justa, conveniente en un mundo que no soporta la mera noción de estar callado o solo, transita de la contemplación de la soledad no deseada de su padre, víctima del Alzheimer, a la suya propia como escritor de novelas que improbablemente ha de esperar alguien, y más hondamente, como alguien a quien escribirlas aporta tanta satisfacción personal como infelicidad y aislamiento.
Cómo estar solo es así, simultáneamente, cómo no estarlo demasiado y cómo no poder evitar estarlo. Cuando escribe que “no aguanto el más mínimo concepto de que la narrativa seria es buena para nosotros, porque no creo que todo lo que está mal en el mundo tengo remedio, y aunque lo tuviera, ¿quién me manda a mí, que me siento enfermo, ofrecer uno?” afirma esa virtud que la literatura comparte con la exposición pública de la intimidad: que acaso solo al hacerla pública, la sentimos existir.
Esa acepción dual y contradictoria –que entregar algo sea empezar a poseerlo- y que está en el núcleo mismo del auge de las redes sociales crea en el escritor a un espectador menos lúdico que sistemático de su propio yo, y la revisión permanente del material que produce acaso multiplica la necesidad de ser escuchado ahí fuera.
Más ambigua es la identificación de las cuitas de quien escribe y de quien lee -“Es difícil, en cualquier caso, considerar la literatura una medicina, cuando leer sirve sobre todo para acrecentar nuestro alejamiento depresivo de la corriente dominante; tarde o temprano, el lector de mentalidad terapéutica acabará acusándola de ser la enfermedad.” Y que, en Franzen como en otros, tiene que ver no con aprender a estar solo sino con verse siéndolo sin más, de niño.
“Hay un segundo tipo de lector” –escribe tras empezar la lista por el que se nutre del ejemplo paterno- “el socialmente aislado, el niño que desde una edad temprana se siente muy diferente de todos los que le rodean. Trasladas a un mundo imaginario ese sentimiento. Pero es un mundo que no puedes compartir con los demás, precisamente porque es imaginario. Y así el diálogo importante que mantienes en tu vida es con los autores de los libros que lees. Aunque no están presentes, se convierten en tu comunidad”. Si le suena al principio opuesto al que rige Facebook, acierta. Si le suena al principio que lo explica, quizá también.
Si las redes sociales son un libro, es uno donde podría importar escribir más que leer, contar más que escuchar. Para un escritor que sufre desde ambos lados del proceso (pues solo quien lee, escribe) la suma de esas soledades admite la narración cruda de Franzen –“la desesperación que yo sentía a causa de la novela era menos el fruto de mi obsolescencia que de mi aislamiento. La depresión se presenta como un realismo respecto de la podredumbre del mundo en general y la de tu vida en particular. Pero el realismo es una mera máscara de la esencia real de la depresión, que es un desapego abrumador de la humanidad. Cuanto más convencido estás de tu acceso único a la podredumbre, tanto más miedo tienes a implicarte en el mundo; y cuanto menos te implicas en el mundo, más pérfidamente feliz parece el resto de la humanidad por seguir implicándose.”
Lo que en el escritor es condición de su trabajo -renunciar a la intimidad para lograr alimentarla, para sentirla en contacto con el mundo- podría compartir con quienes no lo son ese rasgo tan reconocible en quien escribe: cómo lo que tan profundamente necesitas hacer –escribir- en ningún momento te priva de saber que si el mundo diera señales de necesitar lo que escribes, seguramente te habrías enterado. “El novelista tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo de leer: ¿dónde encontrar la energía de influir en una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de influir en la cultura?”.
Es cruel llamar error a no ser capaz de vivir sintiendo que lo te llena debiera bastarte, que simplemente emplear tu vida en hacer lo que sientes que quieres hacer debiera llenarte de paz, de sano orgullo, aplacar el miedo al vacío. Pero es justo lo que no tenemos. Y lo que explica que las redes sociales sean al siglo XXI lo que la imprenta fue al XV. Si algo no sabemos hacer es estar solos, incluso cuando más felices somos.
Por eso ni la naturaleza eminentemente solitaria del acto de leer y escribir escapa a la tentación de verse falto del ruido que compense eso. Sin que Franzen hable del auge de Internet en el momento de escribirlo, su dictamen sobre el estatus irreal de la literatura como muro protector que sirve también de pedestal al que subirse anuncia lo irreversible, que es el triunfo de la intimidad desintimidada –“veo la autoridad de la novela en el siglo XIX y principios del XX como un accidente de la historia: del hecho de no tener competidores. En lugar de figuras olímpicas que hablan a las masas a sus pies, tenemos diásporas equiparables.”
Qué sino eso, una diáspora, define el infinito sembrado de imágenes y frases sin sustancia que cualquiera esparce por el gran libro virtual mientras los libros de verdad se mueren de aburrimiento en los anaqueles de las bibliotecas y las librerías. Esa inmunidad al conocimiento, su sustitución por lo anecdótico, inventa su tradición mientras se vuelve incompatible con otra –“los novelistas preservan una tradición de lenguaje preciso y expresivo; una costumbre de mirar a los interiores que hay por debajo de superficies; quizá una comprensión de la experiencia privada y del contexto público tan singular como penetrante; quizá misterios, tal vez conductas.”
Preservando a “una comunidad de lectores y escritores, donde la forma en que los miembros de esa comunidad se reconocen mutuamente en que nada del mundo les parece simple” la literatura como acto de cesión de intimidad camina junto al sendero que las redes sociales han asfaltado con la vida privada que millones de personas regalan cada día en todos sus detalles. Sus caminos no se cruzan porque si en uno ven complejidad en cada rasgo del mundo, la condición para transitar el otro es justo la contraria.
Tuve una comprensión gradual de que mi estado no era una enfermedad, sino una naturaleza. ¿Cómo no iba a sentirme distanciado? Yo era un lector. Mi naturaleza me había estado aguardando todo el tiempo. De repente cobré conciencia de lo ansioso que estaba de construir un mundo imaginado y de habitarlo. Aquel ansia se asemejaba a una soledad que me había estado matando. ¿Cómo podía haber pensado que necesitaba curarme para encajar en el mundo “real”? Ni yo necesitaba curarme ni tampoco lo necesitaba el mundo; lo único que necesitaba un remedio era mi comprensión del lugar que me correspondía en él. Sin esta comprensión –sin un sentimiento de pertenecer al mundo real-, era imposible prosperar en uno imaginario.”
Acaso lo que Franzen escribe acerca de la naturaleza de quien no se halla a gusto en el mundo dice de la intimidad de un escritor lo mismo que de quienes solo teclean en su móvil: que la intimidad que no es feliz dentro de ti acaba buscando su lugar en otro sitio, ya sea un libro o en la página creada en una red social. 

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