21 abril 2016

de la materia de los sueños iguales


De las vidas secretas que James Thurber fabuló en las páginas de The New Yorker durante tres décadas, la de Walter Mitty –un hombre con la capacidad de soñar despierto en plena calle, mientras hace cola en una tienda o espera a que el semáforo cambie de color- adoptó en su primera encarnación en cine, en 1947, el aspecto, más liviano, de la primera actividad de Thurber –el dibujo- y la en la segunda, de 2013, el más denso de la escritura.
La película dirigida por Norman Z. McLeod hace casi setenta años, una comedia musical al servicio de las dotes gestuales de Danny Kaye, y cuyo personaje clonaría Donald O´Connor seis años después en Cantando bajo la lluvia, es un catálogo de ensoñaciones, generalmente musicales, como sombra irreal de la vida aventurera que el hombre cotidiano de 1947 había cambiado por un trabajo a horario completo.
La actualización que Ben Stiller dirigió, protagonizó y escribió en 2013 eliminó la parte cantada y añadió el desasosiego de la soledad del hombre inmerso en esa otra ensoñación moderna, las redes sociales. A igualdad de infelicidad con las rutinas de su vida, el Mitty del siglo XXI se transmutó en el espejo inverso del Cándido de Voltaire: alguien que a medida que fracasa, gana, aunque no lo advierta. Qué sino la cartera olvidada en casa de su madre es el jardín que espera tu regreso en el relato de Voltaire.
Si la vida de actor era, a mediados de siglo pasado, una de las ansiadas a ojos de quien fabulaba sus días siempre distintos, la versión de Stiller actualizó el ideal sustituyendo la autoparodia de Kaye –un cómico haciendo de cómico tras la cara de un hombre anodino- por la del fotógrafo de viajes, escasamente localizable, críptico, ajeno a los ritmos del mundo. Y cuyo rastro acaba obligando a Mitty a llevar la vida que nunca soñó que llevaría, aunque no parezca consciente de ello hasta el final.
Lograda la revelación personal y ampliada hasta desdeñar lo que te hace mantener el empleo, la capacidad de Mitty para la ensoñación desaparece a medida que su vida consiste en sobrevivir despierto a lo que le ocurre. Al contrario que en la película de 1947, el Mitty contemporáneo deja de serlo cuando la película termina. O eso piensa.
Y no es que el ajuste sea sencillo, en 1947 o 2013: en otro de sus relatos, Thurber cuenta cómo los “libros sobre eficiencia mental no regatean detalles acerca de cómo conseguir un ajuste magistral… pequeños altercados en la mesa del desayuno, inconvenientes rutinarios en la oficina, familiares ansiedades causadas por el dinero y la salud, el conjunto de las contrariedades cotidianas con las que todos topamos y que usualmente superamos sin excepcionales dificultades”. Y que tienen en los Walter Mitty los héroes de los inadaptados.
Sin el uso desastrado de las redes sociales en sus manos en la versión de Stiller, casi podría parecer que la normalidad, el equilibrio finalmente logrado entre lo que tiene y lo que quiere, es una ensoñación más, una que compartir, en un bar, con el Theodore Twombly de Her, la película de Spike Jonze, que ve las mismas visiones que Mitty con solo mirar su teléfono móvil.

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