De las vidas secretas que James Thurber fabuló en las
páginas de The New Yorker durante tres décadas, la de Walter Mitty –un hombre
con la capacidad de soñar despierto en plena calle, mientras hace cola en una
tienda o espera a que el semáforo cambie de color- adoptó en su primera
encarnación en cine, en 1947, el aspecto, más liviano, de la primera actividad
de Thurber –el dibujo- y la en la segunda, de 2013, el más denso de la
escritura.
La película dirigida por Norman Z. McLeod hace casi
setenta años, una comedia musical al servicio de las dotes gestuales de Danny
Kaye, y cuyo personaje clonaría Donald O´Connor seis años después en Cantando
bajo la lluvia, es un catálogo de ensoñaciones, generalmente musicales, como
sombra irreal de la vida aventurera que el hombre cotidiano de 1947 había
cambiado por un trabajo a horario completo.
La actualización que Ben Stiller dirigió, protagonizó y
escribió en 2013 eliminó la parte cantada y añadió el desasosiego de la soledad
del hombre inmerso en esa otra ensoñación moderna, las redes sociales. A
igualdad de infelicidad con las rutinas de su vida, el Mitty del siglo XXI se
transmutó en el espejo inverso del Cándido de Voltaire: alguien que a medida
que fracasa, gana, aunque no lo advierta. Qué sino la cartera olvidada en casa
de su madre es el jardín que espera tu regreso en el relato de Voltaire.
Si la vida de actor era, a mediados de siglo pasado, una
de las ansiadas a ojos de quien fabulaba sus días siempre distintos, la versión
de Stiller actualizó el ideal sustituyendo la autoparodia de Kaye –un cómico
haciendo de cómico tras la cara de un hombre anodino- por la del fotógrafo de
viajes, escasamente localizable, críptico, ajeno a los ritmos del mundo. Y cuyo
rastro acaba obligando a Mitty a llevar la vida que nunca soñó que llevaría,
aunque no parezca consciente de ello hasta el final.
Lograda la revelación personal y ampliada hasta desdeñar
lo que te hace mantener el empleo, la capacidad de Mitty para la ensoñación
desaparece a medida que su vida consiste en sobrevivir despierto a lo que le
ocurre. Al contrario que en la película de 1947, el Mitty contemporáneo deja de
serlo cuando la película termina. O eso piensa.
Y no es que el ajuste sea sencillo, en 1947 o 2013: en
otro de sus relatos, Thurber cuenta cómo los “libros sobre eficiencia mental no regatean detalles acerca de cómo
conseguir un ajuste magistral… pequeños altercados en la mesa del desayuno, inconvenientes
rutinarios en la oficina, familiares ansiedades causadas por el dinero y la
salud, el conjunto de las contrariedades cotidianas con las que todos topamos y
que usualmente superamos sin excepcionales dificultades”. Y que tienen en
los Walter Mitty los héroes de los inadaptados.
Sin el uso desastrado de las redes sociales en sus manos
en la versión de Stiller, casi podría parecer que la normalidad, el equilibrio finalmente
logrado entre lo que tiene y lo que quiere, es una ensoñación más, una que compartir,
en un bar, con el Theodore
Twombly de Her, la película de Spike Jonze, que ve las mismas visiones que
Mitty con solo mirar su teléfono móvil.
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