Europa enmudecía de horror en el ecuador de la I guerra
mundial cuando David W. Griffith extrajo de la mudez del cine de 1916 un grito que
pocos podían oír entonces, ni por las posibilidades de un mensaje humanista en
tiempos de guerra, ni por su complejidad pasmosa, el montaje que enhebra cuatro
historias separadas por siglos, o por su metraje a la altura. Vista hoy día,
Intolerancia reluce como un logro asombroso que no exige un ápice menos de lo
que hace un siglo.
Y sin embargo, su gigantismo, incluido el presupuestario,
es el de la Alicia de Lewis Carroll: de los inconcebibles decorados y el
ejército de extras reunidos en una de las historias, se pasa a la pequeñez
semiparalizada que atraviesa la historia de una madre indefensa a principios
del siglo XX. Los trajes que ilustran la Francia cortesana de 1572 son, un
minuto después, los harapos que visten la Judea de hace veinte siglos. Una y
otra vez las historias se interrumpen para saltar de tiempo, espacio, ritmo y densidad
dramática.
Masivamente innovadora para advertir sus propias costuras,
como una suerte de Apocalípsis now en el que se hubieran insertado partes
enteras de La conversación (1974), es una carrera hacia la complejidad que acepta
pagar todos los precios que conlleva. El más obvio, utilizar los intertítulos con
fines más pedagógicos que unificadores, más para ubicar al espectador en los
rasgos esenciales de la época y el conflicto descritos, que para construir el
relato común que los vertebre.
Para solucionarlo, o al menos para no agravarlo, Griffith
anexó un segundo vínculo –una anciana que mueve una cuna en la penumbra del
símbolo, acompañado de la mención ubicua a contar los efectos de la intolerancia
a través de la historia. No pocos debían sentirse indefensos ante su propuesta,
adultos enfrentados en la oscuridad del cine a la sensación escolar antigua de
no haber estudiado el tema por el que se les preguntaba.
Relato yuxtapuesto y entrecortado del Mesías bíblico, la
precariedad social en Estados Unidos, la Francia del siglo XVI, y la Babilonia
del siglo VI a.C., éstas dos últimas debían de parecer a los espectadores
estadounidenses de 1916 tan lejanos como un tratado de botánica marciana, que,
además, interrumpía sus tramas para dejarlas en suspenso hasta que, por
sorpresa, volvía a plantear el examen a quien pensaba haberse librado ya de él.
Si no su textura, sus temas han envejecido bien: la
amargura de quien, privada ya del atractivo necesario para hallar el amor,
acaba financiando la cruzada de las moralistas de principio de siglo, para
quien arruinar una vida es menos importante que guiarse por preceptos
impolutos; la vanidad, consagrada a plena luz del día, de quienes cuando rezan
exigen que nadie realice actividad alguna. La futilidad del poder de un
monarca, presa de la influencia torticera de madres, primos y otros
bienhechores de sí mismos; la traición que más conjura cuanta más confianza
depositada en quien la cometerá.
Y aún había una quinta historia agregada para el
espectador de la época: Griffith sobrecargó Intolerancia de una pugna explícita
por la dignidad y la equiparación de derechos, en respuesta a la polémica
suscitada por el papel jugado por el ku klux klan en El nacimiento de una
nación, rodada un año antes.
Paradójicamente, acabó siendo la sección babilónica de
Intolerancia la que, en 1987, devolviera al esfuerzo de Griffith parte de su
logro: en Good morning babilonia, de los hermanos Taviani, Griffith acaba
contratando a unos restauradores italianos para que diseñen los elefantes que
aparecen en la sección babilónica. Mostrado en la película de éstos como el
arte heredero de quienes edificaron y restauraron, siglos después, las
catedrales, la labor de los escultores pagados para realizar la catedral fílmica
que Griffith ansía, es un canto al cine como arte capaz de perdurar en sus
muestras más imposiblemente contemporáneas. Griffith no habría estado más de
acuerdo: su propuesta, desdeñada por el público estadounidense de
la época, es hoy turismo selecto y preciadísimo para quien se asome a ella.
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