13 abril 2016

El nacimiento de una noción


Europa enmudecía de horror en el ecuador de la I guerra mundial cuando David W. Griffith extrajo de la mudez del cine de 1916 un grito que pocos podían oír entonces, ni por las posibilidades de un mensaje humanista en tiempos de guerra, ni por su complejidad pasmosa, el montaje que enhebra cuatro historias separadas por siglos, o por su metraje a la altura. Vista hoy día, Intolerancia reluce como un logro asombroso que no exige un ápice menos de lo que hace un siglo.
Y sin embargo, su gigantismo, incluido el presupuestario, es el de la Alicia de Lewis Carroll: de los inconcebibles decorados y el ejército de extras reunidos en una de las historias, se pasa a la pequeñez semiparalizada que atraviesa la historia de una madre indefensa a principios del siglo XX. Los trajes que ilustran la Francia cortesana de 1572 son, un minuto después, los harapos que visten la Judea de hace veinte siglos. Una y otra vez las historias se interrumpen para saltar de tiempo, espacio, ritmo y densidad dramática.
Masivamente innovadora para advertir sus propias costuras, como una suerte de Apocalípsis now en el que se hubieran insertado partes enteras de La conversación (1974), es una carrera hacia la complejidad que acepta pagar todos los precios que conlleva. El más obvio, utilizar los intertítulos con fines más pedagógicos que unificadores, más para ubicar al espectador en los rasgos esenciales de la época y el conflicto descritos, que para construir el relato común que los vertebre.
Para solucionarlo, o al menos para no agravarlo, Griffith anexó un segundo vínculo –una anciana que mueve una cuna en la penumbra del símbolo, acompañado de la mención ubicua a contar los efectos de la intolerancia a través de la historia. No pocos debían sentirse indefensos ante su propuesta, adultos enfrentados en la oscuridad del cine a la sensación escolar antigua de no haber estudiado el tema por el que se les preguntaba.
Relato yuxtapuesto y entrecortado del Mesías bíblico, la precariedad social en Estados Unidos, la Francia del siglo XVI, y la Babilonia del siglo VI a.C., éstas dos últimas debían de parecer a los espectadores estadounidenses de 1916 tan lejanos como un tratado de botánica marciana, que, además, interrumpía sus tramas para dejarlas en suspenso hasta que, por sorpresa, volvía a plantear el examen a quien pensaba haberse librado ya de él.
Si no su textura, sus temas han envejecido bien: la amargura de quien, privada ya del atractivo necesario para hallar el amor, acaba financiando la cruzada de las moralistas de principio de siglo, para quien arruinar una vida es menos importante que guiarse por preceptos impolutos; la vanidad, consagrada a plena luz del día, de quienes cuando rezan exigen que nadie realice actividad alguna. La futilidad del poder de un monarca, presa de la influencia torticera de madres, primos y otros bienhechores de sí mismos; la traición que más conjura cuanta más confianza depositada en quien la cometerá.
Y aún había una quinta historia agregada para el espectador de la época: Griffith sobrecargó Intolerancia de una pugna explícita por la dignidad y la equiparación de derechos, en respuesta a la polémica suscitada por el papel jugado por el ku klux klan en El nacimiento de una nación, rodada un año antes.
Paradójicamente, acabó siendo la sección babilónica de Intolerancia la que, en 1987, devolviera al esfuerzo de Griffith parte de su logro: en Good morning babilonia, de los hermanos Taviani, Griffith acaba contratando a unos restauradores italianos para que diseñen los elefantes que aparecen en la sección babilónica. Mostrado en la película de éstos como el arte heredero de quienes edificaron y restauraron, siglos después, las catedrales, la labor de los escultores pagados para realizar la catedral fílmica que Griffith ansía, es un canto al cine como arte capaz de perdurar en sus muestras más imposiblemente contemporáneas. Griffith no habría estado más de acuerdo: su propuesta, desdeñada por el público estadounidense de la época, es hoy turismo selecto y preciadísimo para quien se asome a ella.

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