La aportación de Nikos Kazantzakis a la peripecia de
Cristo, que Scorsese empleó para vertebrar su resumen de dos horas, no aventura
inicialmente nada mucho más raro que lo que recogen los Evangelios: Judas es en
sus páginas un guerrillero que lucha contra los romanos. Jesús hace cruces para
éstos y le acarrea las críticas de su pueblo por colaboracionista. Sufre de
amor por Magdalena. Judas es enviado a matarle y no puede –“iré contigo mientras lo entienda” –dice
en la película. Incluso lo que hace decir a Jesús –“quiero que dios encuentre a otro, quiero
crucificar a cada uno de sus Mesías”- es, advertido el diferencial de visiones
recogidas en los evangelios, acaso lo mismo que Cristo habría dicho de sus
memorialistas.
Al cabo, Kazantzakis construye su relato con la técnica
estricta de cualquiera de los evangelistas: manteniendo mucho del material
previo y añadiendo visiones específicas donde otros no. El bautista existe tal
cual. También sus milagros, la curación a ciegos, leprosos, endemoniados. Lázaro
baja y vuelve de la tumba. Expulsa a los cambistas, acude al huerto de los
olivos, parte el pan, reparte el vino o lo crea en las bodas de Canaan. Pedro
le niega tres veces. Es crucificado. Justo ahí empieza la parte interesante.
E incluso esta no es, como visión de un agonizante, muy distinta en
intensidad y proyección desbocada a las que Juan volcó en el Apocalípsis. Kazantzakis
eligió bien la causa del delirio –la tentación del demonio- y no tuvo que
buscar muy lejos: la recogen los cuatro evangelistas. El logro de Kazantzakis -poner
a Jesús a perder momentáneamente esa batalla, a creerse perdonado en la cruz,
liberado de la misión que se le encomendase, libre de criar una familia y vivir
como cualquiera- es, en sus lectores y espectadores airados, el de analfabetos
esenciales antes que ideológicos.
Hay que ser estupendamente mezquino para entender que la compasión, el amor
y el perdón que emana Jesús en las escrituras es producto exclusivamente de su
gen divino, y no de la condición esencial, hondamente humana, plenamente
cercana al dolor que le rodea y que le busca para ser aliviada. El sueño del
Jesús de Kazantzakis –vivir como cualquiera- es trágicamente humano. Y ni
siquiera en ello deja de creer en su dios.
Si algo, más apunta contra la barbarie que rezuma el Antiguo testamento que
contra el nuevo. “Dios no necesita
sacrificios de animales” –clama contra la ley dada a Moisés sobre el tabernáculo
y demás zarandajas de la charcutería. “Dios
no es un israelita” –clama después. Y ni eso es necesario para ver en él a
un revolucionario: cuando los sacerdotes del Sanedrín le entregan a Pilatos
para que le crucifique, están trayendo la guerra del Antiguo testamento al
nuevo, la de un dios salvaje contra uno que dice perdonar a través de su hijo.
Nada de esto tuvo que inventarlo Kazantzakis. “Dios no me lo cuenta todo de una vez” –clama su profeta en una
frase legendaria, que podría firmar cualquiera de los evangelistas.
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