14 abril 2016

tentación/ ingredientes


La aportación de Nikos Kazantzakis a la peripecia de Cristo, que Scorsese empleó para vertebrar su resumen de dos horas, no aventura inicialmente nada mucho más raro que lo que recogen los Evangelios: Judas es en sus páginas un guerrillero que lucha contra los romanos. Jesús hace cruces para éstos y le acarrea las críticas de su pueblo por colaboracionista. Sufre de amor por Magdalena. Judas es enviado a matarle y no puede –“iré contigo mientras lo entienda” –dice en la película. Incluso lo que hace decir a Jesús –“quiero que dios encuentre a otro, quiero crucificar a cada uno de sus Mesías”- es, advertido el diferencial de visiones recogidas en los evangelios, acaso lo mismo que Cristo habría dicho de sus memorialistas.
Al cabo, Kazantzakis construye su relato con la técnica estricta de cualquiera de los evangelistas: manteniendo mucho del material previo y añadiendo visiones específicas donde otros no. El bautista existe tal cual. También sus milagros, la curación a ciegos, leprosos, endemoniados. Lázaro baja y vuelve de la tumba. Expulsa a los cambistas, acude al huerto de los olivos, parte el pan, reparte el vino o lo crea en las bodas de Canaan. Pedro le niega tres veces. Es crucificado. Justo ahí empieza la parte interesante.
E incluso esta no es, como visión de un agonizante, muy distinta en intensidad y proyección desbocada a las que Juan volcó en el Apocalípsis. Kazantzakis eligió bien la causa del delirio –la tentación del demonio- y no tuvo que buscar muy lejos: la recogen los cuatro evangelistas. El logro de Kazantzakis -poner a Jesús a perder momentáneamente esa batalla, a creerse perdonado en la cruz, liberado de la misión que se le encomendase, libre de criar una familia y vivir como cualquiera- es, en sus lectores y espectadores airados, el de analfabetos esenciales antes que ideológicos.
Hay que ser estupendamente mezquino para entender que la compasión, el amor y el perdón que emana Jesús en las escrituras es producto exclusivamente de su gen divino, y no de la condición esencial, hondamente humana, plenamente cercana al dolor que le rodea y que le busca para ser aliviada. El sueño del Jesús de Kazantzakis –vivir como cualquiera- es trágicamente humano. Y ni siquiera en ello deja de creer en su dios.
Si algo, más apunta contra la barbarie que rezuma el Antiguo testamento que contra el nuevo. “Dios no necesita sacrificios de animales” –clama contra la ley dada a Moisés sobre el tabernáculo y demás zarandajas de la charcutería. “Dios no es un israelita” –clama después. Y ni eso es necesario para ver en él a un revolucionario: cuando los sacerdotes del Sanedrín le entregan a Pilatos para que le crucifique, están trayendo la guerra del Antiguo testamento al nuevo, la de un dios salvaje contra uno que dice perdonar a través de su hijo. Nada de esto tuvo que inventarlo Kazantzakis. “Dios no me lo cuenta todo de una vez” –clama su profeta en una frase legendaria, que podría firmar cualquiera de los evangelistas. 

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