11 abril 2016

Wyeth and Wyeth and Wyeth


Las praderas norteamericanas que Andrew Wyeth y después su hijo Jamie pintaron en la segunda mitad del siglo XX, puntuadas como mucho de figuras solitarias, habían posado en la primera mitad del siglo para el padre del primero, N.C. Wyeth, quien las ocultó en neblinas surgidas al paso de colonos e indios, y que llenaron las portadas de revistas estadounidenses incluso años después de que la I guerra mundial hubiera barrido del mundo todo asomo de épica combatiente, cambiándola por la soledad inmensa de quienes se eternizaron en las trincheras europeas, confinados en una reserva angosta y embarrada.
La ensoñación colonizadora que N.C. Wyeth trajo del Oeste americano fue sustituida, en manos de sus descendientes, por paisajes que parecieran haber sido desalojados de colonos y colonizados, o en aquellas obras en las que aparece alguien, por seres que parecieran no ir a moverse ya de ese lugar. Como si lo que Andrew y Jamie Wyeth hubieran hecho con la herencia pictórica de su padre es levantar sus casas, sus colinas, sus árboles, sus habitantes melancólicos justo en los escasos trozos de horizonte que N.C. Wyeth salvara del polvo de los caballos.
De cuantas obras pueden verse estos días en el Thyssen de Madrid, The German –una acuarela de un soldado alemán de la II guerra mundial, enmarcado en un paisaje nevado y en el que los árboles ennegrecidos sirven también de nubarrones-, pintado por Andrew Wyeth, recuerda no solo los retratos de la colonización del oeste americano en el siglo XIX, también la ilustración del mito aventurero a manos de la literatura, que N.C. Wyeth frecuentó durante las dos primeras décadas del siglo pasado y al que volvería en sus últimos años de vida. Como si una vez que un gigante asoma a los ojos de un niño, ya no pudiera dejar de ser visto.

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