15 abril 2016

El hombre que sabía lo que debía


Parece irreal hoy pero en 1954, en Francia, aún era posible tardar en leer una revista sobre cine mucho más de lo que se tardaba en ver una película. François Truffaut comenzó a dirigir cine apenas un año después de empezar a escribir en Cahiers du Cinéma. También Jean Luc Godard. No Eric Rohmer o Jacques Rivette, que habían empezado a dirigir antes de la fundación de la revista. Todos ellos parecían saberse a Hitchcock de memoria. Es curioso considerar a éste como uno de los padres fundadores de la Nouvelle vague.
La escritura como acto fílmico –“la crítica para mí era hacer cine” -diría Godard- necesitaba de modelos vigentes y algunos fueron hallados allí donde pocos miraban en esa década. Hitchcock fue uno de ellos. Y como Howard Hawks, uno de los más extrañamente anunciados: mientras Cahiers du Cinéma buscaba en Hollywood, en éste era imposible encontrar aquella. La condición de autor mayor adjudicada a Hitchcock era acaso un concepto que, más allá de Orson Welles, la industria norteamericana tenía dificultades comprensibles para entender: durante tres décadas Hitchcock hizo ganar mucho dinero a los grandes estudios en los que trabajó. ¿Cómo podía ser un autor un director que llenaba cines con cada película que hacía? ¿alguien que necesitó rodar dos veces algunas de sus películas para saberlas logradas?
El principal rasgo de un autor –generar escuela o quien te honre- llegaba demasiado pronto para ser advertido: algunos de los que luego admitirían sentirse influidos por Hitchcock -Polanski, Scorsese, Lynch, Spielberg o de Palma- no empezarían a rodar hasta una o dos décadas después. “Escribir con la cámara”, como dijera Truffaut, partía de un trauma de base en una industria como la estadounidense en la que escribir era una actividad a sueldo sometida al férreo control de los productores. Un año después de que Truffaut publicara su reivindicación del estatus de autor, William Faulkner aún escribía guiones pagados por el dinero que crecía en Hollywood. Había que ser francés para entender el matiz. O inglés.
Quizá esa sensación de pertenencia explica el entendimiento que Truffaut y Hitchcock consolidaron en 1962 en una entrevista que aquel solicitó para analizar la filmografía de éste y que se prolongó durante ocho días. Lo inusual del formato –un director de éxito y filmografía oceánica a sueldo de los grandes estudios, contrastando su visión de las posibilidades expresivas del medio en conversación con un representante treintañero de una forma de impresionismo cinematográfico- vio la luz en un libro magnífico. Es una ironía no menos grandiosa el que, tratando de la autoría como vector de la escritura artística, cincuenta años después ese libro fuera llevado a cine por Kent Jones en 2015, con resonancias de best seller.
Veinticinco años después de aquel libro, Guillermo del Toro escribió el suyo a instancias de una colección auspiciada por la Universidad de Guadalajara. A la manera de Truffaut: iniciando como crítico su carrera de cineasta. La enumeración de los rasgos morales del cine de Hitchcock –“la culpabilidad del inocente, la culpa como situación necesaria para la redención por amor, la transferencia de culpa o el padecimiento resignado”- hablan también de lo que Truffaut advirtiera: la sombra de la virtud –autoría- inserta en el corazón mismo del pecado –la rentabilidad comercial.
Es un rasgo que subsiste hoy, férreamente anclado en literatura, cine, teatro o música: cuán la autoría, la pureza inmaculada de la expresión artística, parece requerir de un cierto fracaso para no levantar sospechas. Si la libertad artística tenía como función conjurar la transformación de la obra en producto, del Toro la advirtió ya en la naturaleza misma del cine de Hitchcock, basado en la irrupción del malestar en un entorno apaciblemente ganado: “Hitchcock supo que el caos y el orden necesitan uno del otro para existir y que la ausencia de uno de los dos es enfermiza. El orden sostenido durante largo tiempo conduce inevitablemente al caos y éste adquiere a la larga rasgos sospechosamente predecibles, para desembocar en una especie de orden”.
Incluso sin considerar que Hitchcock era, en sí mismo, como persona y como cineasta, un producto perfectamente acabado en 1962 y décadas antes, si el propio Truffaut se vio tentado a reconsiderar su postura, no necesitaba mirar muy lejos: entre la publicación de sus textos en Cahiers du Cinéma en 1954 y la realización de la entrevista en 1962, la autoría del Hitchcock cineasta se había transformado en la fábrica Hitchcock de episodios televisivos a sueldo literal –él mismo citaba, con no poca sorna, al patrocinador de cada capítulo- de un medio que vivía y vive de encapsular formatos sabidos, predecibles, mil veces repetidos. Y eso ocurrió en medio de la época en la que entregó obras maestras como ¿Pero quién mató a Harry?, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con la muerte en los talones o Psicosis.
Educado en la crítica cinematográfica uno, en el cine mudo el otro, el gesto les unía: el de reivindicar un lenguaje que podía ser simultáneamente personal y universal, hablar de millones de espectadores sin dejar de hablar de quien lo firmaba. Ese lenguaje, actualizado por el documental de Jones, contiene, mayoritariamente en inglés, lo que sesenta años antes el francés arduamente persiguió: muchos de los directores que aparecen en el documental hablan de Hitchcock a través del libro de Truffaut que leyeron de niños. Quienes entramos al cine a verlo en versión original también leemos mientras hablan.

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