Parece irreal hoy pero en 1954, en Francia, aún era
posible tardar en leer una revista sobre cine mucho más de lo que se tardaba en
ver una película. François Truffaut comenzó a dirigir cine apenas un año
después de empezar a escribir en Cahiers du Cinéma. También Jean Luc Godard. No
Eric Rohmer o Jacques Rivette, que habían empezado a dirigir antes de la
fundación de la revista. Todos ellos parecían saberse a Hitchcock de memoria. Es
curioso considerar a éste como uno de los padres fundadores de la Nouvelle
vague.
La escritura como acto fílmico –“la crítica para mí era hacer cine” -diría Godard- necesitaba de
modelos vigentes y algunos fueron hallados allí donde pocos miraban en esa
década. Hitchcock fue uno de ellos. Y como Howard Hawks, uno de los más
extrañamente anunciados: mientras Cahiers du Cinéma buscaba en Hollywood, en
éste era imposible encontrar aquella. La condición de autor mayor adjudicada a
Hitchcock era acaso un concepto que, más allá de Orson Welles, la industria
norteamericana tenía dificultades comprensibles para entender: durante tres
décadas Hitchcock hizo ganar mucho dinero a los grandes estudios en los que
trabajó. ¿Cómo podía ser un autor un director que llenaba cines con cada
película que hacía? ¿alguien que necesitó rodar dos veces algunas de sus
películas para saberlas logradas?
El principal rasgo de un autor –generar escuela o quien
te honre- llegaba demasiado pronto para ser advertido: algunos de los que luego
admitirían sentirse influidos por Hitchcock -Polanski, Scorsese, Lynch,
Spielberg o de Palma- no empezarían a rodar hasta una o dos décadas después. “Escribir con la cámara”, como dijera
Truffaut, partía de un trauma de base en una industria como la estadounidense
en la que escribir era una actividad a sueldo sometida al férreo control de los
productores. Un año después de que Truffaut publicara su reivindicación del
estatus de autor, William Faulkner aún escribía guiones pagados por el dinero
que crecía en Hollywood. Había que ser francés para entender el matiz. O
inglés.
Quizá esa sensación de pertenencia explica el
entendimiento que Truffaut y Hitchcock consolidaron en 1962 en una entrevista
que aquel solicitó para analizar la filmografía de éste y que se prolongó
durante ocho días. Lo inusual del formato –un director de éxito y filmografía oceánica
a sueldo de los grandes estudios, contrastando su visión de las posibilidades
expresivas del medio en conversación con un representante treintañero de una forma
de impresionismo cinematográfico- vio la luz en un libro magnífico. Es una
ironía no menos grandiosa el que, tratando de la autoría como vector de la
escritura artística, cincuenta años después ese libro fuera llevado a cine por Kent
Jones en 2015, con resonancias de best seller.
Veinticinco años después de aquel libro, Guillermo del
Toro escribió el suyo a instancias de una colección auspiciada por la
Universidad de Guadalajara. A la manera de Truffaut: iniciando como crítico su
carrera de cineasta. La enumeración de los rasgos morales del cine de Hitchcock
–“la culpabilidad del inocente, la culpa
como situación necesaria para la redención por amor, la transferencia de culpa
o el padecimiento resignado”- hablan también de lo que Truffaut advirtiera:
la sombra de la virtud –autoría- inserta en el corazón mismo del pecado –la
rentabilidad comercial.
Es un rasgo que subsiste hoy, férreamente anclado en
literatura, cine, teatro o música: cuán la autoría, la pureza inmaculada de la
expresión artística, parece requerir de un cierto fracaso para no levantar
sospechas. Si la libertad artística tenía como función conjurar la
transformación de la obra en producto, del Toro la advirtió ya en la naturaleza
misma del cine de Hitchcock, basado en la irrupción del malestar en un entorno apaciblemente
ganado: “Hitchcock supo que el caos y el
orden necesitan uno del otro para existir y que la ausencia de uno de los dos
es enfermiza. El orden sostenido durante largo tiempo conduce inevitablemente
al caos y éste adquiere a la larga rasgos sospechosamente predecibles, para
desembocar en una especie de orden”.
Incluso sin considerar que Hitchcock era, en sí mismo, como
persona y como cineasta, un producto perfectamente acabado en 1962 y décadas
antes, si el propio Truffaut se vio tentado a reconsiderar su postura, no
necesitaba mirar muy lejos: entre la publicación de sus textos en Cahiers du
Cinéma en 1954 y la realización de la entrevista en 1962, la autoría del
Hitchcock cineasta se había transformado en la fábrica Hitchcock de episodios
televisivos a sueldo literal –él mismo citaba, con no poca sorna, al
patrocinador de cada capítulo- de un medio que vivía y vive de encapsular
formatos sabidos, predecibles, mil veces repetidos. Y eso ocurrió en medio de
la época en la que entregó obras maestras como ¿Pero quién mató a Harry?, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con
la muerte en los talones o Psicosis.
Educado en la crítica cinematográfica uno, en el cine
mudo el otro, el gesto les unía: el de reivindicar un lenguaje que podía ser
simultáneamente personal y universal, hablar de millones de espectadores sin
dejar de hablar de quien lo firmaba. Ese lenguaje, actualizado por el
documental de Jones, contiene, mayoritariamente en inglés, lo que sesenta años
antes el francés arduamente persiguió: muchos de los directores que aparecen en
el documental hablan de Hitchcock a través del libro de Truffaut que leyeron de
niños. Quienes entramos al cine a verlo en versión original también leemos
mientras hablan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario