20 abril 2016

Numancia manque pierda


Si Eurípides retrocedió ochocientos años para narrar en Las troyanas el asedio de la ciudad a manos griegas entre el siglo XII o XIII A.C., Cervantes duplicó la distancia al narrar en El cerco de Numancia el asedio romano en el siglo II A.C. El griego anexó la ira de Posidón y de Atenea contra la flota que regresaría a Grecia tras diez años de asedio, y el español introdujo dos dioses –España y el Duero- que profetizan el auge de la raza entonces derrotada a manos de Felipe II en tiempos cervantinos. Si la intención de Eurípides era condenar la guerra sin distinción de bandos, la de Cervantes fue honrar el espíritu de quien regresa a la conquista (esta vez de las Indias) para vengar pasadas derrotas.
Se representa estos días en el Español el texto cervantino, y junto a lo suprimido –matar y comerse a los prisioneros romanos que atesoran- reluce, como compensación, una ampliación de la profecía a manos de los adaptadores, Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño: sus visiones sobrepasan la era cervantina y llegan hasta la nuestra: se aventura la pérdida del Imperio con que Cervantes compensara la pérdida de Numancia, se augura la guerra civil (ese otro asedio sin ayudas), la pacificación europea, el tiempo de bonanzas, crisis y amenazas actuales.
El resultado, amén de escénicamente logrado, es paradójico: lo que en el texto salva a los Numantinos de su muerte absoluta –la esperanza de ser vengados en el futuro- es, en escena una idea más humana que patriótica, y también más cara a Eurípides: la derrota cíclica. Cómo perder en el siglo II, ganar en el XVII, perder en el XIX, perder de nuevo en el XX o ganar en el XXI pudieran ser solo caras que se turnan la moneda.
No hay imperios sino rachas de buena suerte –parece decir el augur. Y los desdichados que, como Escipión, sitian una ciudad para no mancharse las manos ya manchadas, o los que, como los Numantinos, se matan para no ser rendidos, para no ultrajar a una noción de patria al mismo tiempo que sus vidas, son apenas actores. Distinguir entre público y ejército contrario, tan claro a ojos de Eurípides, debió serlo tanto más a mano de Cervantes, que purgó en cárcel argelina el desdén de un país hacia sus héroes cuando pierden, y ya en tierra propia, vivió el desamparo económico como alguien sitiado dentro de su propia impotencia.
Es un alivio para éste que la versión de Mariño y de Cuenca haya esperado cuatrocientos años para no clavar el cuchillo en carne tan aseteada como la de Cervantes.

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