Si Eurípides retrocedió ochocientos años para narrar en
Las troyanas el asedio de la ciudad a manos griegas entre el siglo XII o XIII
A.C., Cervantes duplicó la distancia al narrar en El cerco de Numancia el
asedio romano en el siglo II A.C. El griego anexó la ira de Posidón y de Atenea
contra la flota que regresaría a Grecia tras diez años de asedio, y el español introdujo
dos dioses –España y el Duero- que profetizan el auge de la raza entonces
derrotada a manos de Felipe II en tiempos cervantinos. Si la intención de
Eurípides era condenar la guerra sin distinción de bandos, la de Cervantes fue honrar
el espíritu de quien regresa a la conquista (esta vez de las Indias) para
vengar pasadas derrotas.
Se representa estos días en el Español el texto
cervantino, y junto a lo suprimido –matar y comerse a los prisioneros romanos
que atesoran- reluce, como compensación, una ampliación de la profecía a manos
de los adaptadores, Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño: sus visiones
sobrepasan la era cervantina y llegan hasta la nuestra: se aventura la pérdida
del Imperio con que Cervantes compensara la pérdida de Numancia, se augura la
guerra civil (ese otro asedio sin ayudas), la pacificación europea, el tiempo
de bonanzas, crisis y amenazas actuales.
El resultado, amén de escénicamente logrado, es
paradójico: lo que en el texto salva a los Numantinos de su muerte absoluta –la
esperanza de ser vengados en el futuro- es, en escena una idea más humana que
patriótica, y también más cara a Eurípides: la derrota cíclica. Cómo perder en
el siglo II, ganar en el XVII, perder en el XIX, perder de nuevo en el XX o
ganar en el XXI pudieran ser solo caras que se turnan la moneda.
No hay imperios sino rachas de buena suerte –parece decir
el augur. Y los desdichados que, como Escipión, sitian una ciudad para no
mancharse las manos ya manchadas, o los que, como los Numantinos, se matan para
no ser rendidos, para no ultrajar a una noción de patria al mismo tiempo que
sus vidas, son apenas actores. Distinguir entre público y ejército contrario,
tan claro a ojos de Eurípides, debió serlo tanto más a mano de Cervantes, que
purgó en cárcel argelina el desdén de un país hacia sus héroes cuando pierden,
y ya en tierra propia, vivió el desamparo económico como alguien sitiado dentro
de su propia impotencia.
Es un alivio para éste que la versión de Mariño y de
Cuenca haya esperado cuatrocientos años para no clavar el cuchillo en carne tan
aseteada como la de Cervantes.
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