15 agosto 2006

muros, 1

Dejan a veces los triunfadores de las guerras figuras que representan, no la victoria o el sufrimiento que causó, sino más desdichadamente el rostro, siempre sombrío, de la dominación por la fuerza, más brutal, menos humana cuando más prolongada la guerra. Antes de ver confinada su imaginería al lado este de la ciudad, el ejército ruso -que entró en Berlín antes que nadie en 1945- dejó la estatua de un soldado ruso sobre un pedestal de unos ¿seis metros? de alto. Flanqueado por sendos cañones y tanques, cabe suponer parte del asedio a la ciudad, incluye una tumba, justo delante de la figura tan elevada como altiva. Sólo junto al pedestal, mirando a la estatua desde ahí, se aprecia cuán asequible, quizás irrenunciable, lo que va de la justicia a la venganza. Aun cuando reconocerlas claras sea a veces difícil, las guerras lo son, en términos generales, en defensa o en ataque propio, y así el gesto de la estatua no habla de atributos, ennoblecidos por la victoria nacida de la respuesta ante una agresión, como son el dolor, el sacrificio, la sangre que siempre exigen las ideas, la memoria por lo caído, por lo perdido y lo salvado. El gesto exhibe, en el pie avanzado, pero sobre todo en la mano izquierda que se adelanta como lo haría un dios cruel, todo el sojuzgamiento, toda la dominación supraterrenal que sobre un país devastado tiene ante sí quien lo derrota. En su rostro, tallado de un material cercano al de los tanques, hay el mismo totalitarismo, la misma opresión, la misma disposición sobre los vivos que las ruinas del mundo mostraban entonces como cementerio a cielo abierto para con los muertos. Dejó la propaganda rusa, como la china o la coreana, bustos de sus líderes como dioses bajados al mundo para ordenar las vidas, y a medida que esas imágenes se alejaban en el tiempo de las revoluciones que las engendraron, sus gestos, las posturas del cuerpo se volvieron más sociables, risueñas, redentoras por la vía de la alegría, ausente en la vida cotidiana de sus pueblos sojuzgados. En mitad de un parque de Berlín, en la avenida principal que atraviesa al mismo tiempo la ciudad y conduce al parlamento, no es el rostro de Stalin el que dicta el mundo desde lo alto de la estatua, sino el de un soldado anónimo, uno que quizá pretende que quien en ese gesto se adueña del destino del mundo no es un hombre sino una idea, y es justo lo contrario: hay carne en esa mano extendida ominosa, la carne fría de los hombres que ven en el derecho de las sociedades a vivir libres el de las estatuas a moverse.

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