13 agosto 2006
ludwig van verbena
Quizá porque a medida que uno se aleja del centro de una idea se hace a la vez más audible los ecos, el alcance de otras, a veces antagónicas, en la plaza mayor de Madrid se escuchaba hace dos noches la periferia de la novena sinfonía de Beethoven y al mismo tiempo el final de tentáculos de todo orden –conversaciones, palmas, otras músicas, gritos, risas. Conlleva la música clásica una condición frágil en el mundo actual, pues el silencio que exige para darse lo hace vulnerable, invisible por momentos, en el instante en que alguien decide no respetar esa norma. Damos por sentado que la democracia nunca va a ser perniciosa –escribe Fareed Zakaria en su El futuro de la libertad. El derecho natural a convivir en un espacio público la opinión propia con la de miles de personas allí congregadas que sostuvieran la contraria es uno que los totalitarismos del siglo pasado y las periferias sordas de un sistema que ni los gritos escucha han hecho del derecho a proferir lo que sea donde sea uno sacrosanto, pero uno cree ver una diferencia entre ese derecho natural –que nace de la igualdad consagrada por la ley- y un no muy avanzado derecho cultural que condicionara las propias apetencias, no al parecer de mayoría alguna, sino a la propia indefensión de lo atendido. Un adagio es una criatura débil que lo es más al aire libre, y la misma concentración de miles de personas, como si rezaran en silencio por su salud, habla de un hábitat delicado y de su ardua preservación, de cómo ciertas formas de cultura –la contemplación de un cuadro es otra- no soportan esa forma de modernidad instalada entre nosotros que huye de los aspectos de absoluto y hace compatible, cohablable, cogritable, cualquier forma de expresión. Violenta el derecho al silencio –este es, acaso, el más cultural de los derechos y al serlo, el que más se siente como una agresión desde el derecho natural- como si su logro fuera, por fuerza, una imposición, un atentado inadmisible a la voluntad individual y sus derechos. No se lee porque exige el mismo silencio y el mundo es de los ruidos. Como pasara en las buhardillas de los totalitarismos, algunas especies de la biosfera cultural –en la densidad y vastedad de sus conocimientos y sensibilidades, las más valiosas- sobreviven en espacios pequeños, paradójicamente como hace dos noches, allí donde sus voces no pueden ser escuchadas por quienes saben que todo lo que se necesita a veces para acallar una voz no es prohibir hablar sino sólo gritar al lado.
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