La costumbre, la repetición más o menos exacta de las tareas que constituyen lo laboral tiene algo de epitafio en vida y, en según qué casos, no menos de desprestigio de la muerte. En lo primero, al grabar en la mirada el destino que nos espera cada día a la misma hora, con el mismo frío en los huesos, el mismo calor derritiendo los días o el mismo archivador viniendo a buscarnos desde la misma pared para hacernos de su misma materia. En lo segundo, al afrontar un riesgo de forma tan habitual que nuestras posibilidades de salir indemnes se nos antoje acumuladas a medida que se juega ese juego.
Workingman´s Death, de Michael Glawogger, ilustra estos días cinco ejemplos de esa costumbre de lo precario en la que la vida y sus contrarios fichan a la vez: cinco mineros ucranianos excavan la que, sin necesidad de mucha imaginación, semeja su propia tumba al horadar un túnel de cuarenta centímetros de alto apuntalado aquí y allá por lo que parecen termos de café. Matarifes nigerianos deguellan maquinalmente cientos de cabras y vacas que otros a continuación despellejan, fríen y lavan como si acarrear y convertir en cosas lo que un minuto antes estaba vivo fuera un mero podar el jardín de las delicias de El Bosco. Acarreadores de Azufre descienden la montaña Indonesa para extraer, entre sus vapores de infierno, 100 kilos de ese mineral que luego han de ascender montaña arriba mientras sortean expediciones turísticas que les ven penar con el dudoso exotismo de ir cargados como mulos a paso de marchista. Un barco petrolero enfila la costa y, como si fuera el avión y el edificio al tiempo, vara a toda máquina para que cientos de obreros metalúrgicos pakistaníes, no menos varados, lo desmembren a golpe de soplete. En unos altos hornos chinos, sus hormigas obreras anuncian la buena nueva del nacimiento del libre mercado, cuya vida prometida verán sus hijos o sus nietos.
El hierro que unos desguazan hace, un océano más allá, los cuchillos con que se desangra a los animales. Éstos son vendidos a cambio del carbón que alimenta en otro idioma los hornos gigantescos. El carbón que se exhuma fríe la carne en otro continente. Aquello que constituye la condena, el logro miserable y fugaz de quienes lo labran en una parte del mundo se revela, apenas, la combustión del infierno de quienes se afanan en otra parte. Es mejor que robar, mejor que estar muerto, mejor que pasar frío, mejor cobrar por ello una piedra que ninguna, mejor arruinar la propia espalda, los propios pulmones que hacer qué –se escucha en el documental. Una tercera costumbre, una tercera aceptación de lo fatal asoma: la de que penar es tan propio del hombre como nacer o esperar un tiempo mejor. Dios lo traerá –también se escucha. Es la repetición, la constancia de la precariedad una mecha, y basta enhebrar vidas suficientes para hacer de ellas bombas. Y si aún así la memoria es lo suficientemente benigna con uno para guardar los días con un halo mejor que lo infame de su destino diario, puede ocurrir que alguien venga de fuera a recordártelo: en la parte del documental que transcurre en Pakistán, un fotógrafo ambulante que recorre el almacén de trozos metálicos y humanos les pone un kalashnikov en las manos al fotografiarles. Después se le ve haciendo entrega de las imágenes, se las guardan, ellos, los que carecen de una vida digna, posando con un objeto en las manos que sirve para igualar el mundo, para acercar, por fin, a todos los hombres en lo mismo.
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