19 julio 2006

ruinas. 1

Llevaba unos minutos en una capilla en que se celebraba la misa en ese instante, admirando los frescos del techo y sin moverme un ápice, cuando un hombre que franqueaba la entrada se me acercó para susurrarme que la capilla no estaba abierta al turismo durante la misa. Dado que, como digo, mi actitud –ni menos serio, ni menos quieto que cualquiera- sólo se diferenciaba de la del resto en el objeto de mi atención, salí solicito. Y apenas la había abandonado, me di la vuelta y pasé justo delante del mismo hombre, me santigué y entré sin mirarle a los ojos, no sin dejar de percibir que él se hubiera dirigido a mí de haberle mirado. Debiera entonces haber vuelto la mirada al techo como la primera vez, pero preferí mirar hacia el altar, en la idea de que las normas absurdas de la iglesia –que escrutan y juzgan presencias e intuiciones con la misma ligereza y la misma falta de pruebas con que se niegan a juzgar lo que prefieren no ver delante de sus ojos- han de importar mucho menos que el amor propio y el respeto que merece un hombre al que pagan por desempeñar un trabajo. Salí al poco, le hubiera pedido disculpas, aunque al tiempo las escucharan los muros.

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