Salido de la nada, vuelto a ella por accidente,
Jay Gatsby recorre la novela homónima de Scott Fitzgerald entre fiestas
interminables a las que llega gente que no conoce, y ese presagio que es la
casa muerta al amanecer. Escrita en 1925, El gran Gatsby cuenta una gran
depresión, la suya, antes de que en 1929 llegara la que hablaría de todos.
Escrita por Horace McCoy en 1935, ¿Acaso no matan a los caballos? estaba más
cerca de contar la historia de Fitzgerald que la de Gatsby –la de un hombre
que, viniendo de Hollywood, sueña con ser alguien allí- y acabó por contar
ambas: la del escritor en el sueño, la del personaje en el despertar. La novela
de McCoy, llevada al cine por Sydney Pollack en 1969, puso a ambos a dormir el
mismo sueño fugaz, y así el sueño y la vigilia acabaron por ser la misma cosa.
McCoy fue figurante antes de pasarse a la grada
como guionista para cine. La mezcla amarga de desencanto y ensoñación que volcó
en Robert Syverten y en Gloria Beatty sabía del empeño del concursante
permanente. Si el primero sueña con ser director como Von Sternberg o Mamoulian,
la segunda se ve a punto de ser Katherine Hepburn o Margaret Sullyvan. Casi
asombra que Robert sepa dónde está o qué ve: se imagina en un Rolls, aclamado a
su paso por las calles, incluso en un parque público fabula a menudo estar “rodeado de mis centinelas privados, que
montan guardia velando por mi seguridad en mi isla privada”. Y ese es el sueño
inofensivo: el de Gloria es, ya desde
el principio, matarse.
Las oleadas infinitas de desesperación son en la
novela también las del océano pacífico que golpea los pilares del pabellón en
que transcurre la acción, como si bajo los pies de quienes intentan mantenerse
a flote, su época hiciera su trabajo sin importarle qué esfuerzos traten de
evitarlo. Gloria llega a decir a Robert que estaría mucho mejor, con toda
seguridad, de no haber nacido. Cómo de tener un hijo, éste estaría exactamente
igual que ellos. No hay cinismo aún en ello, solo observación nítida. “Cuando se acabe todo esto, volveremos a
estar en el punto de partida” –dirá más tarde. Sin la contaminación que
sobre su carácter arrojan sus tendencias suicidas, sus diagnósticos serían aún
más devastadores.
No pocos de los que, en la década estadounidense
de los 30, acudían a los maratones de baile en los que aspirar a ganar el
dinero del premio, habrían leído u oído hablar de las desventuras del joven
Gatsby, su sueño sonámbulo que desemboca en el sueño eterno. La novela de McCoy
–un interminable baile agonizante por morir más tarde que los demás, por
aguantar de pie, por resistir en una pista de baile lo que fuera de ella no se
resistía de modo alguno- era justo el reverso exacto de la peripecia de Gatsby:
si allí era la insistencia en no saber que estás ganando, en ésta era la de no
querer ver que estás perdiendo.
Fiel a la máxima última de la idea original del
maratón –quien la descubre muere incluso al ganar- los participantes en esos
maratones se arrastraban por parejas por la pista durante días bajo la única
regla de no poder dormirse o parar de moverse. McCoy exageró la duración del
concurso en un tiempo en que la longevidad del sufrimiento y la privación
extremas admitían todo tipo de exageración sin perder verosimilitud. Si los
maratones podían durar una semana, McCoy imaginó 52 días. Y Pollack fue aún más
lejos.
Antes de enriquecerse en un golpe de suerte,
Gatsby bien pudo haber participado en alguno de esos maratones, que ya existían
en los años 20. La llegada de la Gran Depresión los convirtió en circos en los
que se competía por premios en metálico,. O en los que se participaba porque en
ellos se garantizaba comida y techo mientras uno aguantara de pie. El premio
fabulado por McCoy, y amplificado por Pollack, era una quimera que más permitía
subsistir unas semanas que recomenzar una vida.
Al aumentar la ganancia posible, se incrementaba
la distancia con la miseria real, y el drama de perseguirlo crecía
exponencialmente. Esa es la definición de espectáculo popular desde los tiempos
romanos, y McCoy solo volcó, aumentado, lo que los empresarios de su tiempo
supieron ver: que el sufrimiento vendía. Que podía ser rentable. Los segundos
que lo entendieron fueron la competencia directa: la iglesia y los propietarios
de cines protestaron por lo que, respectivamente, consideraban inmoral y
usurpador de audiencias. Como si fuesen cosas distintas.
Volcado por Pollack a partir del guión de James
Poe y Robert E. Thompson, era el público y no los que agonizaban en pista
quienes construían un género nuevo de entretenimiento. Magníficamente encarnado
por Gig Young, el maestro de ceremonias del maratón de baile una y otra vez
recuerda a los participantes que la realidad importa poco comparado con lo que
el público ha venido a ver, y así, los diez minutos de pausa cada 120 minutos
en pista podrían ser explicados en función de las bebidas que conviene vender a
quienes llevan ya dos horas sentados en las gradas. En una percepción que hoy
es obvia, el público era un participante más. Una feria de ganado no habría
modificado el tipo de atención que merecían quienes concursaban en ella.
Dirigida por Alberto Velasco a partir de una
adaptación de Félix Estaire, Danzad malditos fue estrenada en el Fringe 2015 y
posteriormente programada en Matadero en noviembre de ese mismo año. La
evolución de la historia de desamparo y desesperación no había perdido un ápice
de vigencia. “Nosotros somos más de
Darwin que de Dios” –dice el maestro de ceremonias antes de dar paso a lo
que, ya en la América profundamente creyente de 1930, era acudir a los
maratones de baile para admirar a Darwin.
En 1930 o en 2016, la metáfora de que el
espectáculo debe continuar se retira de la pista antes de que lo haga su
versión más joven –la de que el espectáculo va a continuar, pese a quien pese.
Y el título que hace ochenta años hablaba de participantes en un concurso de
baile define hoy a quienes, delante de un televisor, una radio o según qué
periódico, asisten al baile de irrealidad que entretiene tanto que ni el olor
que emana se percibe. Gatsbsy, que asiste a sus fiestas sin participar en
ellas, como un entomólogo, también participaba, a ojos del narrador de la
novela, de la mutación que iba a llevar a quienes miran a convertirse en lo
mirado.
Si McCoy participó en alguno de esos maratones,
quizá se cruzó en ellos con Tom Kronen, y quizá ambos abandonaron la pista para
escribir y publicar la misma novela el mismo año, solo que con distintos
títulos. La del segundo se llamó Nada que esperar. Dentro, el mismo deambular
errante, la misma indefensión, la misma brutalidad latente, la misma impotencia
dentro y fuera de una pista de baile. En ambas, la precariedad llega al extremo
de hacerse detener por la policía para pasar la noche bajo techo y comer algo.
Michael Conrad, uno de los protagonistas de la
adaptación de Pollack, acabaría debiendo su mayor fama a su papel de sargento
de policía en la serie de tv Hill Street Blues. La frase por la que cualquiera
que tenga 40 años le recuerda –tengan
cuidado ahí fuera- es un reverso cruel, por inservible, de la coreografía
moral que instaló la crisis mundial de 1930 y aún sigue entre nosotros: cómo no
es el esfuerzo lo que te salva, sino la desesperación más allá de todo umbral
imaginable. Cómo la socavación de derechos y libertades que sucede mientras
sigues de pie es todo lo que necesitan quienes miran desde la grada.
Lo que la película hurta con acierto –que no
importa quien gana, sino quienes no paran de perder- es, en la versión de
Velasco, una lección igual de actualizable: que igual de injusto es quien se
lleva todo por hacer exactamente lo mismo que quienes se llevan nada. Que en
todos los casos el verbo más afinado sea “resistir” cuenta también algo, como
que sea el público, preguntado, quien decida, por capricho, quien gana esa
noche. Que es decir, como siempre, quien pierde.
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