07 diciembre 2015

la danza de la realidad


Salido de la nada, vuelto a ella por accidente, Jay Gatsby recorre la novela homónima de Scott Fitzgerald entre fiestas interminables a las que llega gente que no conoce, y ese presagio que es la casa muerta al amanecer. Escrita en 1925, El gran Gatsby cuenta una gran depresión, la suya, antes de que en 1929 llegara la que hablaría de todos. Escrita por Horace McCoy en 1935, ¿Acaso no matan a los caballos? estaba más cerca de contar la historia de Fitzgerald que la de Gatsby –la de un hombre que, viniendo de Hollywood, sueña con ser alguien allí- y acabó por contar ambas: la del escritor en el sueño, la del personaje en el despertar. La novela de McCoy, llevada al cine por Sydney Pollack en 1969, puso a ambos a dormir el mismo sueño fugaz, y así el sueño y la vigilia acabaron por ser la misma cosa.
McCoy fue figurante antes de pasarse a la grada como guionista para cine. La mezcla amarga de desencanto y ensoñación que volcó en Robert Syverten y en Gloria Beatty sabía del empeño del concursante permanente. Si el primero sueña con ser director como Von Sternberg o Mamoulian, la segunda se ve a punto de ser Katherine Hepburn o Margaret Sullyvan. Casi asombra que Robert sepa dónde está o qué ve: se imagina en un Rolls, aclamado a su paso por las calles, incluso en un parque público fabula a menudo estar “rodeado de mis centinelas privados, que montan guardia velando por mi seguridad en mi isla privada”. Y ese es el sueño inofensivo: el de Gloria es, ya desde el principio, matarse.
Las oleadas infinitas de desesperación son en la novela también las del océano pacífico que golpea los pilares del pabellón en que transcurre la acción, como si bajo los pies de quienes intentan mantenerse a flote, su época hiciera su trabajo sin importarle qué esfuerzos traten de evitarlo. Gloria llega a decir a Robert que estaría mucho mejor, con toda seguridad, de no haber nacido. Cómo de tener un hijo, éste estaría exactamente igual que ellos. No hay cinismo aún en ello, solo observación nítida. “Cuando se acabe todo esto, volveremos a estar en el punto de partida” –dirá más tarde. Sin la contaminación que sobre su carácter arrojan sus tendencias suicidas, sus diagnósticos serían aún más devastadores.
No pocos de los que, en la década estadounidense de los 30, acudían a los maratones de baile en los que aspirar a ganar el dinero del premio, habrían leído u oído hablar de las desventuras del joven Gatsby, su sueño sonámbulo que desemboca en el sueño eterno. La novela de McCoy –un interminable baile agonizante por morir más tarde que los demás, por aguantar de pie, por resistir en una pista de baile lo que fuera de ella no se resistía de modo alguno- era justo el reverso exacto de la peripecia de Gatsby: si allí era la insistencia en no saber que estás ganando, en ésta era la de no querer ver que estás perdiendo.
Fiel a la máxima última de la idea original del maratón –quien la descubre muere incluso al ganar- los participantes en esos maratones se arrastraban por parejas por la pista durante días bajo la única regla de no poder dormirse o parar de moverse. McCoy exageró la duración del concurso en un tiempo en que la longevidad del sufrimiento y la privación extremas admitían todo tipo de exageración sin perder verosimilitud. Si los maratones podían durar una semana, McCoy imaginó 52 días. Y Pollack fue aún más lejos.
Antes de enriquecerse en un golpe de suerte, Gatsby bien pudo haber participado en alguno de esos maratones, que ya existían en los años 20. La llegada de la Gran Depresión los convirtió en circos en los que se competía por premios en metálico,. O en los que se participaba porque en ellos se garantizaba comida y techo mientras uno aguantara de pie. El premio fabulado por McCoy, y amplificado por Pollack, era una quimera que más permitía subsistir unas semanas que recomenzar una vida.
Al aumentar la ganancia posible, se incrementaba la distancia con la miseria real, y el drama de perseguirlo crecía exponencialmente. Esa es la definición de espectáculo popular desde los tiempos romanos, y McCoy solo volcó, aumentado, lo que los empresarios de su tiempo supieron ver: que el sufrimiento vendía. Que podía ser rentable. Los segundos que lo entendieron fueron la competencia directa: la iglesia y los propietarios de cines protestaron por lo que, respectivamente, consideraban inmoral y usurpador de audiencias. Como si fuesen cosas distintas.
Volcado por Pollack a partir del guión de James Poe y Robert E. Thompson, era el público y no los que agonizaban en pista quienes construían un género nuevo de entretenimiento. Magníficamente encarnado por Gig Young, el maestro de ceremonias del maratón de baile una y otra vez recuerda a los participantes que la realidad importa poco comparado con lo que el público ha venido a ver, y así, los diez minutos de pausa cada 120 minutos en pista podrían ser explicados en función de las bebidas que conviene vender a quienes llevan ya dos horas sentados en las gradas. En una percepción que hoy es obvia, el público era un participante más. Una feria de ganado no habría modificado el tipo de atención que merecían quienes concursaban en ella.
Dirigida por Alberto Velasco a partir de una adaptación de Félix Estaire, Danzad malditos fue estrenada en el Fringe 2015 y posteriormente programada en Matadero en noviembre de ese mismo año. La evolución de la historia de desamparo y desesperación no había perdido un ápice de vigencia. “Nosotros somos más de Darwin que de Dios” –dice el maestro de ceremonias antes de dar paso a lo que, ya en la América profundamente creyente de 1930, era acudir a los maratones de baile para admirar a Darwin.
En 1930 o en 2016, la metáfora de que el espectáculo debe continuar se retira de la pista antes de que lo haga su versión más joven –la de que el espectáculo va a continuar, pese a quien pese. Y el título que hace ochenta años hablaba de participantes en un concurso de baile define hoy a quienes, delante de un televisor, una radio o según qué periódico, asisten al baile de irrealidad que entretiene tanto que ni el olor que emana se percibe. Gatsbsy, que asiste a sus fiestas sin participar en ellas, como un entomólogo, también participaba, a ojos del narrador de la novela, de la mutación que iba a llevar a quienes miran a convertirse en lo mirado.
Si McCoy participó en alguno de esos maratones, quizá se cruzó en ellos con Tom Kronen, y quizá ambos abandonaron la pista para escribir y publicar la misma novela el mismo año, solo que con distintos títulos. La del segundo se llamó Nada que esperar. Dentro, el mismo deambular errante, la misma indefensión, la misma brutalidad latente, la misma impotencia dentro y fuera de una pista de baile. En ambas, la precariedad llega al extremo de hacerse detener por la policía para pasar la noche bajo techo y comer algo.
Michael Conrad, uno de los protagonistas de la adaptación de Pollack, acabaría debiendo su mayor fama a su papel de sargento de policía en la serie de tv Hill Street Blues. La frase por la que cualquiera que tenga 40 años le recuerda –tengan cuidado ahí fuera- es un reverso cruel, por inservible, de la coreografía moral que instaló la crisis mundial de 1930 y aún sigue entre nosotros: cómo no es el esfuerzo lo que te salva, sino la desesperación más allá de todo umbral imaginable. Cómo la socavación de derechos y libertades que sucede mientras sigues de pie es todo lo que necesitan quienes miran desde la grada.
Lo que la película hurta con acierto –que no importa quien gana, sino quienes no paran de perder- es, en la versión de Velasco, una lección igual de actualizable: que igual de injusto es quien se lleva todo por hacer exactamente lo mismo que quienes se llevan nada. Que en todos los casos el verbo más afinado sea “resistir” cuenta también algo, como que sea el público, preguntado, quien decida, por capricho, quien gana esa noche. Que es decir, como siempre, quien pierde.

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