13 diciembre 2015

esquina del personaje ausente


Si hay una forma de añadir crueldad a la que emana Fiódor Pávlovich Karamázov ha de ser llevar la novela de Dostoyevski al teatro. Es decir, suprimir a Dostoyevski del relato. No porque al dejar solo los diálogos entre los personajes, la acción o las vigas en que se asienta no sostengan el drama, sino porque, como en toda novela, es el narrador de la historia el que habla desde la cabeza de los personajes y no solo desde su boca. Y hay más voces en la cabeza que en la lengua. Dostoyevski, que halló en Siberia, condenado a la mudez, todas las voces que pondría en su novela, se introdujo en cada habitación de Los hermanos Karamázov Dostoyevski para obligarse a mirar, para intentar recuperar algo de lo que había perdido.
Y no era poco. Como Dmitri Pávlovich Karamázov, Dostoyevski purgó en un campo de trabajo un crimen que tenía otros culpables. Como Pável Fiódorovich Smerdiakov, padecía de epilepsia. Como Alekséi Fiódorovich Karamázov, se refugió en un cristianismo que le salvara la vida por la que se peleaban fuerzas más destructivas en el mundo real. Alekséi era el nombre de su hijo que murió a los tres años de epilepsia. En Siberia llegó a conocer a un hombre condenado por parricidio por la herencia, que fue liberado años después al confesar su crimen el asesino real.
Si la premisa existencial de la novela era lograr la redención del crimen paterno, salvar a Fiódor Pávlovich Karamázov siendo mejores que él, no solo sus hijos fracasan sucesivamente al participar de la muerte de éste en mayor o menor medida, sino que también sucede en dirección opuesta: la brutalidad, el ansia por quemar la vida que inocula en Dmitri no le mata menos de lo que el propio Dostoyevski inoculó sin poder evitarlo en su hijo. Quizá por eso Alekséi sobrevive a todo y a todos. Y cuánto de la condición de asesino impelido, casi obligado a ello, del epiléptico Pável Fiódorovich Smerdiakov no sería el deseo de Dostoyevski de ver a su hijo matarle antes de que fuera él quien le matara.
El relato del sufrimiento de los hijos se compone de alegaciones a los padres como la poesía acaba hablando de las brusquedades de la prosa. Literalmente: el poema sobre el gran inquisidor, que el cuarto hijo, Iván Fiódorovich Karamázov, desgrana a su hermano, Alekséi el monástico, como alegoría de la crueldad con que la religión gobierna a dios es tanto el relato de la impotencia del padre ante la mezquindad de sus hijos –en el poema Jesús baja a Sevilla un día después de que la inquisición mate a 100 personas, y al ser reconocido es encerrado por el gran inquisidor que le prohíbe añadir nada a lo que reveló en su primera llegada, nada que pueda afectar al poder de la iglesia en este mundo- como lo contrario, en esa imagen que refleja también al patriarca Karamázov en la responsabilidad del padre, por inacción o pereza, en los desmanes de sus hijos. Y que en 2007 paseó Peter Brook por el mundo en un monólogo en el que Bruce Myers juzgaba y condenada a un Jesús invisible.
Improbablemente resucitado el empeño de adaptar, no un fragmento, sino la novela entera, hasta enero el Valle Inclán acoge la formidable versión de José Luis Collado de la novela, dirigida por Gerardo Vera y encabezada por un falstaffiano Juan Echanove, a quien las líneas en que dice saber exactamente qué es, qué son todos y qué no, parecen salirle de un alma que llevara acumulando, y pervirtiendo, conocimiento desde 1880. Como su asesino, e hijo bastardo y torturado, Pável Fiódorovich Smerdiakov, el patriarca de los Karamázov puede fingir razón como aquel epilepsia.
Descarnadamente escritor y personaje de quienes le rodean, el Fiódor Pávlovich Karamázov de Echanove no solo es, así, el poder hurtado y preservado de Dostoyevski al ser llevado a escena, también esa figura que acaso su cuarto hijo, Iván Fiódorovich Karamázov, el que más lee, el que más estudia, habría visto en su padre: la de Ricardo III, de haber tenido tiempo para engendrar hijos y sobrevivirles el tiempo necesario para hacerse matar por ellos, no sin causa mejor ganada desde las manos que sostienen el cuchillo.

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