A un mundo que incluye entre sus asertos el de no
interrumpir a quien te está halagando, ha de gustarle aún menos dar malas
noticias mientras te están premiando. La cortesía va impresa en ambas caras de
las medallas, y no abunda quien la ponga de canto para echarla a rodar sobre la
corrección que el momento exige. Hay premios que eligen a sus condecorados en
función de la respuesta previa y otros no. Entre los primeros, el Nobel es casi
más famoso por aquellos a los que ha ignorado, y entre los segundos cabría el
Cervantes, que ha premiado a Umbral o a Goytisolo.
Si la Feria del Libro de Guadalajara, en México, aspiraba
a la primera categoría, acaba de ingresar en la segunda, eso si no acaba de
permitir una tercera: si es difícil escuchar un discurso tan brutalmente
honesto como el que Enrique Vila-Matas desgranó hace unos días al recoger el
Premio de Literatura en Lenguas Romances, más hábil es hacerlo en el lugar que
más fácilmente podría ser insensible a él: no una feria de lectores (que también
es), sino una de industria, en la que las críticas de Vila-Matas al tipo de
lector que segrega el mundo vía gobiernos, pero también vía editoriales, le ha
de ser tan novedosas como el sol a quien sale a pescar.
Quizá porque las verdades como pianos resuenan en
esos espacios amplios que son los pabellones pero son mudas en los espacios
íntimos en los que la inmensa, inmensísima mayoría de lectores, elige leer
bobadas, la queja por un oído a la altura de la capacidad de la mano para
componer suena a lamento enésimamente ingrato hacia ese favor que el mundo hace
a escritores como Vila-Matas, al obligarle a escribir para él y para quienes,
como él, saben quién es Walser, Melville, Sebald, Magris o Bolaño. Si éstos,
entre los que Vila-Matas no desmerece, escribieran para el grueso de los
lectores que tan obviamente se reparten el mundo, aquel no tendría nunca la
oportunidad de recoger un premio porque sus libros serían perfectamente
mediocres, huecos o pueriles como el mundo necesita que sean para leerte. Es
gracias a esos lectores contra los que queja, que él publica, uno tras otro,
tan magníficos libros. Qué haría uno sin el lugar al que nunca llegar.
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