El cine ha correspondido con dignidad cuando ha
querido reflejar el destino que del holocausto a manos nazis dejara su
descripción literaria: si los supervivientes que vivieron para describir el
horror –un Primo Levi, un Paul Celan- no lograron salir con vida de su propia
memoria, la obra documental de Claude Lanzmann refleja ambas prisiones –la vivida
por los supervivientes, y la que el propio Lanzmann ilustra al haber
desarrollado toda su obra dentro de los estrictos límites de aquel infierno,
tan estrictos en su caso que ni uno solo de sus documentales (algunos de diez
horas de duración) muestra una sola imagen de archivo.
El filtro de la ficción, el de la recreación, fracasa
en literatura con menor visibilidad que algunos de sus intentos
cinematográficos. Y ha de verse como un acto de justicia que intentos de crear
una representación verosímil como El hijo de Saúl (2015), de Lászlo Nemes, acaben
por convocar a personajes que Lanzmann pusiera en su obra.
Contada por la cámara como si un testigo pegado al
protagonista caminara tras él igual de sonámbulo, con el mismo y minimizado
enfoque de las cosas, como si la irrealidad trajera el desenfoque del mundo que
queda a apenas un metro, hecho de sonidos y lamentos cuya fuente no vemos, es
cine documental. Honra a Lanzmann sin ser el modelo que éste creara para formular
lo informulable.
Incluso alcanza algo insospechado: al concluir como
lo hace la peripecia de la rebelión y fuga de un grupo de prisioneros de
Auschwitz en agosto de 1944, logra que lo que parezca ficción sea lo que
Lanzmann documentó en su Sobibor 14 de octubre de 1943, 16h. Allí escaparon 600
prisioneros, de los cuales sobrevivió uno de cada diez. Ningún otro intento de
evasión tuvo éxito en un campo de exterminio nazi.
El delirio que Nemes pone en la mente afiebrada de
Saúl –enterrar en el propio campo, con el rito judío, a uno de los fallecidos
en la cámara de gas- es un espejo fiable del grado de suicidio probable que
esperaba a quienes acabaron lográndolo en Sobibor. Uno de sus héroes reales fue
Yehuda Lerner. Él es el documental de Lanzmann.
El de Nemes trata del fracaso, de la debilidad como
germen de aquel. También de la lucha contra la resignación y el fatalismo, de
cómo algo que describió Levi –la conversión del hombre en algo que ya no es un
hombre para poder serlo un día más- hizo simultáneos el afán por sobrevivir a
costa del otro con la planificación de una rebelión que necesitaba del esfuerzo
y el sacrificio común.
Pero es en la cualidad de la locura de Saúl donde
más se acerca a lo descrito por Levi: acostumbrado a tratar con muertos, a
verlos entrar en las cámaras de gas y despojarlos después, su interés por los
vivos decae como si ya no estuvieran, como si solo el desvelo irracional por un
muerto mereciera todos sus esfuerzos. Cuando está a punto de hacer matar a otro
sonderkommando si éste no le ayuda es porque solo le considera vivo mientras
habla con él.
La invención de un hijo que enterrar –la única
rebelión que cree posible- no es menos fabula que el intento por huir de un
campo de exterminio, pero el primero pudo haber sido tan probable como el
segundo imposible. Lerner contaba cómo lograron matar a once hombres de las SS
antes de huir. De cuantos imprevistos debieron sopesar los diseñadores del
genocidio, ninguno debió de parecerles más improbable que la rebelión. Y
acertaron. Ni siquiera la fuga de Sobibor es relevante, dada la magnitud del
crimen.
Pero algo ocurrió cuando Lerner mató a un soldado nazi con un hacha. Preguntado por Lanzmann, aquel dijo haber sentido alegría. Solo una vez sonríe Saúl en la película de Nemes y es al ver surgir a un niño vivo, uno que no necesitara ser enterrado. Lerner, como Thomas Blatt –otro fugado de Sobibor que años más tarde exhumó la memoria adormecida del nazi karl august frenzel en una entrevista en 1984- devolvió a cuantos Saúles hubiera esperando su muerte algo que no podían ni imaginar: cómo morir en un campo de exterminio podía servir para desenterrar algo que los nazis dieron por sepultado desde el principio, algo que podía moverse, levantarse, alzar la mano, luchar por su muerte, ya que no por su vida. El padre sin hijos que dice ser Saúl es Lerner.
Pero algo ocurrió cuando Lerner mató a un soldado nazi con un hacha. Preguntado por Lanzmann, aquel dijo haber sentido alegría. Solo una vez sonríe Saúl en la película de Nemes y es al ver surgir a un niño vivo, uno que no necesitara ser enterrado. Lerner, como Thomas Blatt –otro fugado de Sobibor que años más tarde exhumó la memoria adormecida del nazi karl august frenzel en una entrevista en 1984- devolvió a cuantos Saúles hubiera esperando su muerte algo que no podían ni imaginar: cómo morir en un campo de exterminio podía servir para desenterrar algo que los nazis dieron por sepultado desde el principio, algo que podía moverse, levantarse, alzar la mano, luchar por su muerte, ya que no por su vida. El padre sin hijos que dice ser Saúl es Lerner.
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