22 enero 2016

Hijos de Lanzmann


El cine ha correspondido con dignidad cuando ha querido reflejar el destino que del holocausto a manos nazis dejara su descripción literaria: si los supervivientes que vivieron para describir el horror –un Primo Levi, un Paul Celan- no lograron salir con vida de su propia memoria, la obra documental de Claude Lanzmann refleja ambas prisiones –la vivida por los supervivientes, y la que el propio Lanzmann ilustra al haber desarrollado toda su obra dentro de los estrictos límites de aquel infierno, tan estrictos en su caso que ni uno solo de sus documentales (algunos de diez horas de duración) muestra una sola imagen de archivo.
El filtro de la ficción, el de la recreación, fracasa en literatura con menor visibilidad que algunos de sus intentos cinematográficos. Y ha de verse como un acto de justicia que intentos de crear una representación verosímil como El hijo de Saúl (2015), de Lászlo Nemes, acaben por convocar a personajes que Lanzmann pusiera en su obra.
Contada por la cámara como si un testigo pegado al protagonista caminara tras él igual de sonámbulo, con el mismo y minimizado enfoque de las cosas, como si la irrealidad trajera el desenfoque del mundo que queda a apenas un metro, hecho de sonidos y lamentos cuya fuente no vemos, es cine documental. Honra a Lanzmann sin ser el modelo que éste creara para formular lo informulable.
Incluso alcanza algo insospechado: al concluir como lo hace la peripecia de la rebelión y fuga de un grupo de prisioneros de Auschwitz en agosto de 1944, logra que lo que parezca ficción sea lo que Lanzmann documentó en su Sobibor 14 de octubre de 1943, 16h. Allí escaparon 600 prisioneros, de los cuales sobrevivió uno de cada diez. Ningún otro intento de evasión tuvo éxito en un campo de exterminio nazi.
El delirio que Nemes pone en la mente afiebrada de Saúl –enterrar en el propio campo, con el rito judío, a uno de los fallecidos en la cámara de gas- es un espejo fiable del grado de suicidio probable que esperaba a quienes acabaron lográndolo en Sobibor. Uno de sus héroes reales fue Yehuda Lerner. Él es el documental de Lanzmann.
El de Nemes trata del fracaso, de la debilidad como germen de aquel. También de la lucha contra la resignación y el fatalismo, de cómo algo que describió Levi –la conversión del hombre en algo que ya no es un hombre para poder serlo un día más- hizo simultáneos el afán por sobrevivir a costa del otro con la planificación de una rebelión que necesitaba del esfuerzo y el sacrificio común.
Pero es en la cualidad de la locura de Saúl donde más se acerca a lo descrito por Levi: acostumbrado a tratar con muertos, a verlos entrar en las cámaras de gas y despojarlos después, su interés por los vivos decae como si ya no estuvieran, como si solo el desvelo irracional por un muerto mereciera todos sus esfuerzos. Cuando está a punto de hacer matar a otro sonderkommando si éste no le ayuda es porque solo le considera vivo mientras habla con él.
La invención de un hijo que enterrar –la única rebelión que cree posible- no es menos fabula que el intento por huir de un campo de exterminio, pero el primero pudo haber sido tan probable como el segundo imposible. Lerner contaba cómo lograron matar a once hombres de las SS antes de huir. De cuantos imprevistos debieron sopesar los diseñadores del genocidio, ninguno debió de parecerles más improbable que la rebelión. Y acertaron. Ni siquiera la fuga de Sobibor es relevante, dada la magnitud del crimen.
Pero algo ocurrió cuando Lerner mató a un soldado nazi con un hacha. Preguntado por Lanzmann, aquel dijo haber sentido alegría. Solo una vez sonríe Saúl en la película de Nemes y es al ver surgir a un niño vivo, uno que no necesitara ser enterrado. Lerner, como Thomas Blatt –otro fugado de Sobibor que años más tarde exhumó la memoria adormecida del nazi karl august frenzel en una entrevista en 1984- devolvió a cuantos Saúles hubiera esperando su muerte algo que no podían ni imaginar: cómo morir en un campo de exterminio podía servir para desenterrar algo que los nazis dieron por sepultado desde el principio, algo que podía moverse, levantarse, alzar la mano, luchar por su muerte, ya que no por su vida. El padre sin hijos que dice ser Saúl es Lerner.

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