25 enero 2016

entra un caballo por el lado derecho del escenario


En la transición del mundo preindustrial al que iba a usar la técnica para fabricar guerras en serie, muchos de los que venían del siglo XIX empezaron el XX como actores de una ficción rentable, que permitía la subsistencia de los testigos de aquel mundo mientras pagaba al mismo tiempo su declive irreversible: amerindios y colonos reconvertidos en símbolos respectivos de lo conquistado y lo heroico despidieron la mítica de la colonización del Oeste norteamericano escenificando en ferias y circos lo que décadas antes había sido una lucha feroz por el territorio que era en realidad por la técnica dominante. El ferrocarril fue el gran colonizador. También en Europa, donde las tropas enviadas a combatir en los albores de la Primera guerra mundial bajaban de los trenes como un desfile de trajes coloristas y un mapa de la guerra que se libraba a caballo, con ataques a las líneas enemigas que se efectuaban andando en perfecta alineación, un teatro que las ametralladoras pronto cambiaron y que tiene un reflejo más acerado en otra forma teatral -Días felices, de Beckett-, escrita en 1962, cuando los trenes dejaban ya paso al avión como medio de transporte más utilizado.
En ese tránsito teatralizado del XIX al XX, también el gran dinero tuvo su papel en la comedia que arrasaba un mundo para erigir uno más rentable: cuando en 1906 Edward S. Curtis ideó el retrato profundo de la cultura india que se extinguía del paisaje que habitaran durante siglos, encontró financiación parcial en J.P. Morgan. Es decir, quien financiara la creación de la Corporación del acero de Estados Unidos –que nutría a los fabricantes de trenes y navíos- y llegara a controlar compañías de ferrocarril ayudó a Curtis a documentar el rostro último de la población exterminada para dar paso a los que, provenientes de Carolina del Norte, China o Italia, subían y bajaban de trenes y barcos para empezar una nueva vida a partir de una nueva muerte, tal y como había sucedido unos miles de kilómetros más al sur en la conquista de las Indias por los reinos de España y Portugal.
En una de las fotografías que tomara Curtis, un indio Hopi señala las marcas en una piedra, es el anuario de derrotas infringidas a los enemigos en generaciones previas. En otra, un grupo de indios Arikara reza en círculo alrededor de un cedro sagrado. En otra un Halibut cazador de ballenas aparece arrodillado junto al agua que contiene a su presa para rendirle honores. Ese mismo hombre se bañaba vigorosamente, frotaba su cuerpo con ramas e imitaba los movimientos de la ballena a la que luego daría caza. En su declive comercializado, lo teatral que celebraba lo icónico, lo que el gran público quería ver, ocultaba la pérdida de algo más profundamente teatral que tenía que ver, no con la relación del tema con sus espectadores, sino con el propio escenario en que sucedía: la conquista de la relación del hombre con su entorno trajo la del hombre ligado a su dinero. Es esa pérdida la que aún vestimos con plumajes no menos ostentosos que los que se pueden ver estos días en la exposición La ilusión del lejano Oeste, en el Thyssen.  

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