Una de las ventajas de los maestros recientes es
que sirven también para sobreponer un estilo adecuadamente volcado sobre el de
quienes, antes que ellos, lo expresaban con más voluntad que pericia. Así, el
cine va ganando en Paolo Sorrentino lo que Peter Greenaway parece haber llevado
al límite del desperdicio. Y casi parece adrede estrenar Juventud, de aquel,
apenas quince días después de llevar a salas, y verla evaporarse, Eisenstein en
Guanajuato, de éste. Peripecia de su iniciación sexual durante su estancia en
México en 1931, contado mediante elipsis todo lo que no sea el acto sexual –en
sí explícito-, la película de Greenaway, espectral a ratos como si honrara el
metraje que Eisenstein dejó rodado, es tan alucinada en el retrato de ficción
como irritante en el espejo real.
Mostrada su estancia en México como un acto de
desatino y hedonismo descerebrado, ofusca lo único de lo que Eisenstein podría
esperar compasión: pues por cada día de sol en México, iba a esperarle una
noche interminable, pesadilla del esfuerzo, la impotencia y la amargura que debió
afrontar, incapaz no solo de terminar de rodar, sino siquiera de poder montar
el material. Solo décadas después de muerto, uno de los operadores que viajaran
con él a México ordenó como pudo el material a partir del story board dejado
por aquel.
El resultado es desigual, acompasado al ritmo de unas melodías dignas de Mantovani o del gremio de fabricantes de ascensores, que se contempla con una mezcla de pena y desperdicio que no decae. Lastrada, entre otras cosas, por un uso inequívocamente volcado hacia la causa comunista de un material que le fue encargado a Eisenstein con la condición de evitar justo eso. El documental que nunca fue se comercializa hoy en dvd como un monstruo de Frankenstein cuyos trozos no pudieran defenderse. Entre el Jack Lemmon de La carrera del siglo y el Tom Hulce que encarnara a Mozart en Amadeus, el Eisenstein de Elmer Bäck –depravadamente incoherente e infantilizado- hubiera gustado a Stalin. Seguramente tanto como una película de Greenaway sobre éste habría gustado a Eisenstein. A igualdad de fidelidad en la mirada, al menos la fantasía dolería menos.
El resultado es desigual, acompasado al ritmo de unas melodías dignas de Mantovani o del gremio de fabricantes de ascensores, que se contempla con una mezcla de pena y desperdicio que no decae. Lastrada, entre otras cosas, por un uso inequívocamente volcado hacia la causa comunista de un material que le fue encargado a Eisenstein con la condición de evitar justo eso. El documental que nunca fue se comercializa hoy en dvd como un monstruo de Frankenstein cuyos trozos no pudieran defenderse. Entre el Jack Lemmon de La carrera del siglo y el Tom Hulce que encarnara a Mozart en Amadeus, el Eisenstein de Elmer Bäck –depravadamente incoherente e infantilizado- hubiera gustado a Stalin. Seguramente tanto como una película de Greenaway sobre éste habría gustado a Eisenstein. A igualdad de fidelidad en la mirada, al menos la fantasía dolería menos.
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