Pintados por Edvard Munch con apenas dos años de
diferencia, la Primavera en el Paseo Karl Johann (1890) iba a desembocar en el
Atardecer en el Paseo Karl Johann (1892) con la suavidad con que un plan
urbanístico habría demolido y vuelto a construir la calle. La distancia entre
uno y otro va de observar la búsqueda del estilo desde lejos, a acercarse a
quienes iban a mostrarlo en su obra desde entonces. De ver los temas desde fuera
a ponerse delante de ellos. De contemplarlos a interrumpirlos.
A finales del XIX, el mundo era un espejo
explícito: la angustia, la melancolía, la depresión severa que Munch sintiera
salir de dentro, estaba fuera en trazos imposibles de ignorar: por cada
infierno personal, por cada guerra íntima que, en Noruega o en China, uno quisiera
volcar en lienzo, el mundo aportaba otra: Munch vivió para ver las dos guerras
mundiales del siglo XX. Y aún se las apañó para alcanzar su etapa más vital,
más colorista, a los 46 años, en un tiempo en que la esperanza de vida
raramente iba más allá de los 65 años y tenía en los 50 una meta frecuente. Cuando
regresó a Noruega en 1909 tras años viviendo en Francia o Alemania y empezó a
pintar paisajes y a emplear colores más luminosos para expresar la desolación, el
mundo preparaba ya los tonos más lúgubres de la paleta.
La coincidencia es incluso atroz: el año (1905) que
Munch empieza a exponer en Praga algunos de sus cuadros bajo el epígrafe El
friso de la vida, un hitler de 16 años abandonaba los estudios pensando que su
futuro estaba en la pintura. Praga sería años más tarde la primera capital
ocupada por la Alemania nazi.
En el delirio del alcohol, la soledad y la tristeza
incurable, Munch no estaba solo. Muy cerca, en Suecia, August Strindberg coronaba
su friso de la muerte y la locura escribiendo en esas mismas fechas su Sonata
de los espectros. Uno y otro parecen haber pintado y escrito su obra respectiva
mirando la del otro. Munch pintó repetidas veces acerca de los celos, la
soledad y la melancolía. Hay media docena de cuadros en los que una mujer
vampiro muerde el cuello de un hombre, y en uno de ellos éste abraza al ser que
le está matando. Incluso cuando decidió mostrar el amor en un aspecto menos
tóxico –El beso (1898)- las caras de los amantes desaparecen en un gesto amorfo
sin rasgos que solo explican los cuerpos entrelazados. Cuando pintó a un hombre
y una mujer solos en una playa, fue para mostrarles distantes, separados cuando
más fácil se diría sentirse próximo al otro.
Como si habitados por Strindberg, a quien
frecuentó, ni un solo cuadro de Munch recoge una sonrisa. Ensimismados, cabizbajos,
derrotados, sus cuadros están poblados de seres sin esperanza. Y ninguno más
que él: la agonía, el pánico, el insomnio, la mudez que reflejaba ni siquiera
le servía de consuelo a una forma de soledad que lo era, enfermizamente, a la
manera de Strindberg -“Viví una época de
transición” –escribió Munch- “era la
mujer quien tentaba y seducía al hombre y luego le traicionaba”.
Como aquel en sus escritos, pintó los mismos temas
en variaciones pequeñas, como si quisiera sentirlo, dolerle mejor o al menos más
veces. En la exposición que el Thyssen le dedicó hasta hace unos días, bajo el
epígrafe “amor” eran abrumadora mayoría los cuadros de celos y mujeres vampiro
a los que regresó durante décadas. De cuantos pintores ven reducida su vida a
una obra emblemática, pocas tan bien elegidas como el grito de Munch. Pintada
en 1893, acaso imaginada en un viaje a Paris en 1889 en el que pudo observar a
una momia peruana, el grito venía al mundo el mismo año que nacía hitler.
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