A la espera de que una película sobre Bill Gates
certifique que la conquista de la socialización tecnológica se diseña en
garajes de los que sus fundadores –Zuckerberg y Jobs- salen para dormir en
cuevas de lo humano más primitivo –el engaño en el primer caso (Fincher), la
crueldad robótica en el segundo (Boyle)-, la imagen de Alan Turing, desechada
finalmente de la campaña de lanzamiento del imac en 1998 por su dudosa capacidad
de ser reconocido, sirve para contar esa otra cueva, que necesita ser iluminada
con la fama -¿María Callas para anunciar un mac?- más que con el sentido pleno
de la idea (Turing fue Jobs antes de Jobs).
Arthur C. Clarke, que con ayuda de Kubrick también
haría salir la evolución técnica de una cueva, abre la película de Doyle en una
grabación de los sesenta en la que habla del futuro de la computación doméstica.
Jobs, que nació un año después de que Turing se suicidara, debía tener apenas
diez años cuando Clarke hablaba en blanco y negro de un futuro a todo color que
Kubrick y él mismo convirtieron en 2001, el Macintosh de la ciencia ficción,
que Jobs bien pudo ver a los catorce años.
Acaso la misma tarde del día que la grabación de Clarke
tuvo lugar, tras
una de las reuniones preparatorias de lo que luego sería 2001, Kubrick y Clarke
dieron en avistar lo que les pareció una nave extraterrestre (en realidad, el
primer satélite de comunicaciones). Y cómo ambos se encontraron temiendo,
respectivamente, que el proyecto quedase desfasado en caso de que se
estableciese contacto con otras inteligencias alienígenas, y cuán la presencia
extraterrestre “no podía ser una coincidencia. Ellos estaban actuando”
para impedirles hacer la película. Y más asombrosamente, cómo, al intentar
contratar Kubrick un seguro que garantizara la viabilidad de la película en
caso de que la carrera espacial hallase vida extraterrestre, la compañía de
seguros fijó un precio astronómico que hacía imposible su contratación. La
hipótesis Kubrickiana era viable para el departamento de análisis de riesgos.
Lo
que podría ocurrir es, inverosímilmente, menos fantástico que lo que se decidió
que no ocurriera: si para cualquiera que no conociera Espartaco (tres horas
largas en su versión final), renunciar al prólogo en blanco y negro que Kubrick
ideó para abrir 2001, y en el que científicos, teólogos, astrónomos y filósofos
debatían la singularidad humana en el universo, suena lógico, la renuncia a una
voz en off que explicara cómo el monolito enterrado en la luna era una señal de
alarma dejado por una inteligencia alienígena para avisar de que la raza humana
exploraba el espacio, revela una fe pasmosa en la habilidad decodificadora del
espectador en una película que regala la información, y esa desde luego, con
cuentagotas. Que a Kubrick eso le pareciera aceptable es, de cuanta exploración
aventura la película, la que más lejos viaja a sabiendas.
La
peripecia de Jobs al frente de Apple –un producto de sistema cerrado, como la
película trata varias veces- recuerda a la del monolito, y el carácter de Jobs añade
uno más: retrato de un ser inhóspito hasta el hartazgo, el guión de Sorkin
espera a un minuto del final para hacerle declarar lo que cualquiera menos él
parece advertir –soy un sistema dañado.
Quizá
importa aún más una frase de Steve Wozniak, acerca de la capacidad de Jobs de
ver un ancho de pantalla visionariamente distinto. La película abunda en la importancia
del marketing y no inventa nada: el lanzamiento del primer Macintosh, rodado
por Ridley Scott, es aún espectacularmente vigente. Más aún, dado que la
sociedad parece encantada de abrazar las profecías de Orwell sobre borreguismo como
primera puerta de otras peores.
Las
agencias de publicidad han visto pasar por sus despachos cuanto mac saliera de Apple.
El primer mac, el segundo, el tercero, el octavo. Uno los ha usado todos. Cada vez
que uno quería pelearse por una idea, éramos dos los que íbamos a ese
cuadrilátero: el mac entraba también. Casual o no, la creatividad que distingue
a Apple siempre ha ido de la mano de similar pulsión desde el marketing
encargado de contarlo.
Nada de este símil es nuevo en relación a Jobs –era
un vendedor, un gestor de ideas y de futuros, que exigía a las primeras adecuarse
cruel, implacablemente, a lo nebuloso de los segundos. Pero algo podría decir
de Jobs, que le acerca a Kubrick, y que tiene que ver más con lo que podrías
tener derecho a esperar de quien asiste a tu idea, y no tanto con lo que hasta
ahora cupo esperar de eso. Si la publicidad pudiera importar es porque vive y
muere de lo mismo –la cobardía y la mediocridad producen el 99% de los anuncios
que aún así tienen relativo éxito por la inexorable capacidad del hombre de
aguantar que le llamen imbécil.
Uno ha leído acerca de Gates que es cruel con quien
considera idiota, por lo que de pérdida de tiempo conlleva tratar con alguien a
quien no le importa serlo. Opinable como sea la intransigencia, Jobs podría
haber sido eso: un visionario sin tiempo o paciencia para convencer a quienes
es más fácil, más optimizable, hacer cumplir órdenes, y cuanto antes, mejor. La
impaciencia tecnológica que engendra las otras –ese no poder vivir sin atender
el móvil a cada momento- parece hecha a medida.
Pero eso podría decirse de no pocos de quienes, en
áreas empresariales o políticas –valga la redundancia-, han negociado el futuro
de la sociedad en que vivían. Uno cree, prefiere creer, que Jobs no llegó a
entender bien lo que sus iphones harían por el ensimismamiento y la pérdida de
capacidad de concentración. Pero también es más que probable que eso, el
ensimismamiento, pudiera importarle poco, de tanto confundirlo con la
concentración obsesiva en algo.
Los
hijos de Jobs son bellos, inteligentes, se hacen querer. Solo que este no es el
mundo que Clarke o Turing fabularon. En unos años, las generaciones educadas en
la longitud de la escritura que alienta el iphone no tendrán ningún motivo para
leer un libro. Porque no entenderán qué sentido alberga leer algo que no puede
ser resumido en unas pocas imágenes, o en tweets. Acaso el mundo sería mejor si
John Sculley aún dirigiera Apple.
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