Una de las exposiciones que muestra estos días La
casa del lector, en Matadero, no necesita del autor que la convoca. Ediciones
antiguas de clásicos de la literatura universal ubicadas junto a retratos
recientes de quienes las escribieran –De Racine a Joyce, de Quevedo a Woolf- componen
sin ayudas una muestra, repartida entre ediciones asequibles y otras lujosas, en
varias lenguas, de lo mejor que viene estando a disposición de quien quiere
leer, y a la que, con solo sumar una etiqueta que señale en qué bibliotecas
hallarlos todos, podría incluso estar patrocinada por una promotora que
aspirara a contar lo relativo que es el espacio exiguo de las casas hoy día,
puesto que mucho de lo que antes las llenara puede hallarse hoy gratuitamente
en bibliotecas por doquier.
Pero junto a cada uno de estos libros, abiertos y
cerrados, hay unos folios ocupados por una letra ilegible, de renglones, eso
sí, académicamente rectos y con un interlineado regular, que hablan de quien
poseyó todos esos libros, y muchos más. Alguien que los leyó durante el tiempo
suficiente como para luego, llegado un día, poder redactar un curso de
literatura británica para un solo alumno. Ese hombre fue Giuseppe di Lampedusa.
Y el beneficiario del curso, un joven –Franceso Orlando- al que conoció cuatro
años de morir.
Tres días a la semana, ambos se veían en el
apartamento de Lampedusa y el joven leía –traducía, podría decirse- las veinte
páginas que Lampedusa había escrito para ese día. Dos años más tarde, ambos
saltaron a la literatura francesa. El curso resultó más breve, incompleto en su
avance. En parte porque en paralelo también desarrollaba otro, de literatura
española leída en español, que un segundo joven cercano a él –Gioacchino Lanza-
había sugerido. Y en parte porque tras medio siglo de lectura –Lampedusa moriría
apenas cumplidos los sesenta- en su cabeza se abría paso algo nuevo, algo que
antes no había aparecido, y para lo que debía darse prisa. La necesidad de escribir
comenzó a gritar dentro de él. El gatopardo llamaba para sumarse a los cuatro
mil libros que componía la biblioteca lampedusiana, y que éste no llegaría a
ver impreso, siquiera aceptado por una editorial.
“Soy una
persona que ésta muy sola” –anotó en 1954, apenas comenzado a soltar el
hilo de esos cursos- “de mis dieciséis horas
de vigilia cotidiana, al menos diez las paso en soledad. Y no presumo, al fin y
al cabo, de leer todo el rato, me divierto construyendo teorías”. Taciturno,
solitario, Lampedusa se refugió en la literatura para huir de un mundo que le
disgustaba, le deprimía y le paralizaba, y en el que renunció a casi todo lo
que cualquier hombre gozaba en la Italia de su era: matrimonio e hijos, y casi
a los amigos, a los que solo la conversación sobre literatura ubicaba en un
lugar confortable.
El curso que decodificada Orlando –Orlando- era
solo el resultado de saberse ya lo que llevaba contándose durante décadas. Es
decir, la necesidad de no perder también eso.
Quizá la improbable habilidad del joven de
decodificar su letra animó a Lampedusa a pensar que lo que no había sido capaz
de transmitir en persona podría hacerlo por escrito. El príncipe de Lampedusa creó
al príncipe de Salina, y éste –el gatopardo del título- gozó de cuanto aquel
habría soñado: viril, dotado de una superioridad física y moral sobre el resto,
de una ascendencia natural sobre cuantos le rodean, enérgicamente dueño de una
familia numerosa, que ama y es amado por mujeres más jóvenes. Y que solo es
vulnerable al carisma y el encanto natural de su sobrino, Tancredi, al que
apoya cuando está de acuerdo y cuando no. No puede calcularse la pérdida, lo
injusto, que supone no haber llegado a ver a Burt Lancaster encarnar a ambos: a
él y al gatopardo.
Las raras veces que dejaba su palacio, Lampedusa
llevaba en el bolsillo un ejemplar de alguna obra de Shakespeare como otros
llevan sagrarios o colonia con los que tolerar los olores que salgan al paso. Escribir
es una pulsión que, en buena parte, tiene que ver con desear leer,
adecuadamente afinado, lo que uno piensa. Finalmente escribir es solo desear
leer. Y esa debía ser una tentación débil en Lampedusa, pues, incluso encarnado
en otras áreas de interés (astronomía), éste se sabía de memoria el anhelo que
consume al príncipe de Salina.
Uno cree que, de haber vivido lo suficiente, Lampedusa no solo honraría la categoría de escritor-de-una-sola-obra, que le incluye, sino la más delicada de los Barteblys, los que dejan de escribir un día y jamás vuelven a hacerlo. Sin explicar por qué, simplemente vuelven a su palacio y siguen leyendo, acaso los libros ya leídos. Hoy, para afrontar el mundo, hay quien lleva en el bolsillo un libro suyo.
Uno cree que, de haber vivido lo suficiente, Lampedusa no solo honraría la categoría de escritor-de-una-sola-obra, que le incluye, sino la más delicada de los Barteblys, los que dejan de escribir un día y jamás vuelven a hacerlo. Sin explicar por qué, simplemente vuelven a su palacio y siguen leyendo, acaso los libros ya leídos. Hoy, para afrontar el mundo, hay quien lleva en el bolsillo un libro suyo.
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