06 enero 2016

Hombre sentado a esperar a Shakespeare


Una de las exposiciones que muestra estos días La casa del lector, en Matadero, no necesita del autor que la convoca. Ediciones antiguas de clásicos de la literatura universal ubicadas junto a retratos recientes de quienes las escribieran –De Racine a Joyce, de Quevedo a Woolf- componen sin ayudas una muestra, repartida entre ediciones asequibles y otras lujosas, en varias lenguas, de lo mejor que viene estando a disposición de quien quiere leer, y a la que, con solo sumar una etiqueta que señale en qué bibliotecas hallarlos todos, podría incluso estar patrocinada por una promotora que aspirara a contar lo relativo que es el espacio exiguo de las casas hoy día, puesto que mucho de lo que antes las llenara puede hallarse hoy gratuitamente en bibliotecas por doquier.
Pero junto a cada uno de estos libros, abiertos y cerrados, hay unos folios ocupados por una letra ilegible, de renglones, eso sí, académicamente rectos y con un interlineado regular, que hablan de quien poseyó todos esos libros, y muchos más. Alguien que los leyó durante el tiempo suficiente como para luego, llegado un día, poder redactar un curso de literatura británica para un solo alumno. Ese hombre fue Giuseppe di Lampedusa. Y el beneficiario del curso, un joven –Franceso Orlando- al que conoció cuatro años de morir.
Tres días a la semana, ambos se veían en el apartamento de Lampedusa y el joven leía –traducía, podría decirse- las veinte páginas que Lampedusa había escrito para ese día. Dos años más tarde, ambos saltaron a la literatura francesa. El curso resultó más breve, incompleto en su avance. En parte porque en paralelo también desarrollaba otro, de literatura española leída en español, que un segundo joven cercano a él –Gioacchino Lanza- había sugerido. Y en parte porque tras medio siglo de lectura –Lampedusa moriría apenas cumplidos los sesenta- en su cabeza se abría paso algo nuevo, algo que antes no había aparecido, y para lo que debía darse prisa. La necesidad de escribir comenzó a gritar dentro de él. El gatopardo llamaba para sumarse a los cuatro mil libros que componía la biblioteca lampedusiana, y que éste no llegaría a ver impreso, siquiera aceptado por una editorial.
Soy una persona que ésta muy sola” –anotó en 1954, apenas comenzado a soltar el hilo de esos cursos- “de mis dieciséis horas de vigilia cotidiana, al menos diez las paso en soledad. Y no presumo, al fin y al cabo, de leer todo el rato, me divierto construyendo teorías”. Taciturno, solitario, Lampedusa se refugió en la literatura para huir de un mundo que le disgustaba, le deprimía y le paralizaba, y en el que renunció a casi todo lo que cualquier hombre gozaba en la Italia de su era: matrimonio e hijos, y casi a los amigos, a los que solo la conversación sobre literatura ubicaba en un lugar confortable.  
El curso que decodificada Orlando –Orlando- era solo el resultado de saberse ya lo que llevaba contándose durante décadas. Es decir, la necesidad de no perder también eso.
Quizá la improbable habilidad del joven de decodificar su letra animó a Lampedusa a pensar que lo que no había sido capaz de transmitir en persona podría hacerlo por escrito. El príncipe de Lampedusa creó al príncipe de Salina, y éste –el gatopardo del título- gozó de cuanto aquel habría soñado: viril, dotado de una superioridad física y moral sobre el resto, de una ascendencia natural sobre cuantos le rodean, enérgicamente dueño de una familia numerosa, que ama y es amado por mujeres más jóvenes. Y que solo es vulnerable al carisma y el encanto natural de su sobrino, Tancredi, al que apoya cuando está de acuerdo y cuando no. No puede calcularse la pérdida, lo injusto, que supone no haber llegado a ver a Burt Lancaster encarnar a ambos: a él y al gatopardo.
Las raras veces que dejaba su palacio, Lampedusa llevaba en el bolsillo un ejemplar de alguna obra de Shakespeare como otros llevan sagrarios o colonia con los que tolerar los olores que salgan al paso. Escribir es una pulsión que, en buena parte, tiene que ver con desear leer, adecuadamente afinado, lo que uno piensa. Finalmente escribir es solo desear leer. Y esa debía ser una tentación débil en Lampedusa, pues, incluso encarnado en otras áreas de interés (astronomía), éste se sabía de memoria el anhelo que consume al príncipe de Salina.
Uno cree que, de haber vivido lo suficiente, Lampedusa no solo honraría la categoría de escritor-de-una-sola-obra, que le incluye, sino la más delicada de los Barteblys, los que dejan de escribir un día y jamás vuelven a hacerlo. Sin explicar por qué, simplemente vuelven a su palacio y siguen leyendo, acaso los libros ya leídos. Hoy, para afrontar el mundo, hay quien lleva en el bolsillo un libro suyo.

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