Guardado en las tripas de miles de ordenadores de los
servicios secretos de cualquier país, la separación de poderes ocupa simultáneamente
las carpetas más pobladas y la papelera. Convertido en software libre que
cualquier gobierno rediseña para encajar en él la maniobra que necesite, por
ilegal o criminal que sea, el principio de Montesquieu es una de las víctimas
colaterales del terrorismo y el capitalismo contemporáneo. Los intersticios entre
los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, ocupados por la vulneración de
derechos elementales –la apropiación de privacidad o la negación de derechos
laborales son solo formas del mismo explosivo- recortan desde hace años la capacidad
de los individuos de mantenerse tan alejados del estado como éste de tantos de
ellos.
Por eso probablemente entre capturar, vivo o no, a un terrorista o a Edward Snowden, el gobierno estadounidense acaso priorizaría a éste último, porque la onda expansiva de sus revelaciones es infinitamente mayor que cualquier bomba, llega a más sitios, compromete una mayor parte de la actividad política de su país hoy día. La llamada a un patriotismo burdo es el pegamento último que unifica los tres poderes hasta convertirlos en un engrudo impenetrable y opaco, y en ello el documental de Laura Poitras es tan revelador, porque muestra en Snowden al eslabón más avanzado del patriotismo: el ciudadano. Para quien en ese país no se sienta especialmente afectado por la mentira obvia, es decir, por el delito contra las leyes de Estados Unidos que representan las declaraciones de altos cargos del ejército estadounidense faltando a la verdad en el Congreso o delante de un tribunal, queda la individualidad extrema –pregonada hasta el despropósito por el partido republicano- que supone en ese país el más elemental de los derechos: la libertad del ciudadano ante el estado. Las revelaciones de Snowden son una enmienda al poder desatado, y paranoico, de un gobierno que escoge comportarse con la misma falta de escrúpulos que una multinacional, y eso acaba contando la verdad última de los derechos del hombre hoy.
Por eso probablemente entre capturar, vivo o no, a un terrorista o a Edward Snowden, el gobierno estadounidense acaso priorizaría a éste último, porque la onda expansiva de sus revelaciones es infinitamente mayor que cualquier bomba, llega a más sitios, compromete una mayor parte de la actividad política de su país hoy día. La llamada a un patriotismo burdo es el pegamento último que unifica los tres poderes hasta convertirlos en un engrudo impenetrable y opaco, y en ello el documental de Laura Poitras es tan revelador, porque muestra en Snowden al eslabón más avanzado del patriotismo: el ciudadano. Para quien en ese país no se sienta especialmente afectado por la mentira obvia, es decir, por el delito contra las leyes de Estados Unidos que representan las declaraciones de altos cargos del ejército estadounidense faltando a la verdad en el Congreso o delante de un tribunal, queda la individualidad extrema –pregonada hasta el despropósito por el partido republicano- que supone en ese país el más elemental de los derechos: la libertad del ciudadano ante el estado. Las revelaciones de Snowden son una enmienda al poder desatado, y paranoico, de un gobierno que escoge comportarse con la misma falta de escrúpulos que una multinacional, y eso acaba contando la verdad última de los derechos del hombre hoy.
La Agencia de Seguridad Nacional estadounidense, como
muchas otras, invade la privacidad de sus ciudadanos accediendo a datos sobre su
vida privada que exceden del todo cualquier filtro posible relacionado con la
seguridad de un país. Y es porque, como demuestra la colaboración de empresas
de telefonía en ello, un ciudadano se transforma en poco más que un consumidor
nada más votar. No es la exposición patética de la mengua de derechos de un
ciudadano norteamericano lo que tiene a Snowden exiliado en Rusia, sino la
radiografía del consumidor de política visto a través de drones, ordenadores y
directivas presidenciales anticonstitucionales. Las cosas no tienen derechos
por las que poder luchar. Orwell lo escribió en un tiempo en que, como con
Snowden, todo lo que podía hacer el sistema es tacharle de comunista. O por qué
creen que vive en Rusia.
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