09 abril 2015

National proud



Entras en una sala, te sientas, hay diez personas escasas. Y entonces cada uno de los cuadros colgados en la pared se transforma cada tanto en otro, las personas también, y entre las nuevas hay restauradores, comisarios, responsables de marketing, de finanzas, el propio director del museo. Una de las mejores razones para entender lo que aún aporta entrar en un cine es entender lo que imposiblemente puede aportarte entrar en un museo como la National Gallery. Incluso las tres horas de duración del documental de Frederick Wiseman, estos días en cines, parece honrar la experiencia real de caminar un museo de esas dimensiones.
Y también el poder adherido a sus muros: en tres ocasiones asoma la noción del arte como depositario, o vector transmisor, del poder, y en cada una de ellas es para acabar hablando de independencia, de cierta dignidad no ligada al retrato que se espera de ti. La más literal es cuando el director de la institución recuerda cómo Enrique VIII, recién separado de su tercera mujer, Jane Seymour, envía a Hans Holbein a Dinamarca a retratar a Cristina de Dinamarca en 1838 para averiguar si podría sentirse suficientemente atraído por ella, cómo en ello Holbein escoge la posición frontal, y más descriptiva, para el retrato, y cómo finalmente ella, tras dejarse retratar, rechaza el ofrecimiento matrimonial del que, por entonces, era el hombre más poderoso del mundo.
En la segunda, una de las guías recuerda a un grupo de adolescentes la necesidad de tener siempre presente el papel del dinero procedente de la venta de esclavos en la fundación del Museo, el papel lamentable jugado por el país de todos ellos en la magnificencia que les rodea en ese instante. La tercera, cuando, en una reunión interna de varios departamentos, el director defiende en solitario el derecho de la National Gallery de preguntarse, y negar, la fama llegada de cualquier lado, sea el maratón de Londrés o una fundación con fines benéficos. Como sucede en un paseo real por cualquier museo, las razones por las que detenerse ante cualquier obra son tan variadas como las propias obras. En un mundo en el que la dignidad y la independencia ocupan el lugar de los bocetos dejados tras el trazo último de los actos, pagar una entrada de cine es, a veces, además de una invitación al gozo, un sutil acto de protesta. 

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