Escrita medio siglo después de Las tribulaciones del joven Werther (1774) y medio siglo antes de Hedda Gabler (1890), El asesinato como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, añade a ambas lo que tanto Goethe como Ibsen iban a escribir del suicidio como uno de los bellos acuerdos: la necesidad de un cómplice.
Si Goethe matizó el suyo a principios de su vida, Ibsen esperó al final, y quizá en ello, bifurcó ese sentimiento en dos obras –Hedda Gabler y Solness el constructor. Escrito a los 24 años (Goethe) o a los 62 (Ibsen), ambos sabían de qué hablaban: si el primero ni siquiera modificó en su novela el nombre de la mujer de la que se enamorara un par de años antes, el segundo volcó en Solness la desazón, que él mismo experimentaba, de un anciano cerca ya del momento en que su fama debiera dejar paso a otros, y el malestar ante la relación de Kaia Fosli y Ragnar Brovik era, en la vida real, la de su hijo, prometido con la hija de su mayor competidor por la preeminencia literaria noruega. Respecto a Hedda Gabler, el mismo Ibsen, que se inspiraba, casi literalmente, en personas y peripecias reales, dejaría dicho “haber caminado junto a Hedda Gabler bajo los soportales de Munich”.
En
su definición del suicidio como el arte de buscar cómplices, Ibsen ubicó en Hedda
Gabler y Solness el constructor el relato desde los dos lados –en la primera,
desde la mente del cómplice; en la segunda desde la de la víctima. Más
sútilmente, en ambos casos creó suicidas que conviven con sus asesinos en
igualdad de condiciones, o al menos, de información: Si Gabler es manipuladora y
un espectro de sí mismo, construído a medida, su víctima –Eilert Lovborg- ansía
tanto la autodestrucción como que sea otro el responsable. Si Solness acepta
que el hallazgo de la alegría conlleve su sacrificio, la joven Hilde Wangel es
el ángel exterminador que aquel ha estado esperando.
Detrás
de la convicción de cada una de las víctimas –un último estertor que ponga fin
a su delirio respectivo- late el mismo anhelo de plenitud como pulsión extrema,
definitiva, en las manos de sus cómplices e instigadoras. Gabler anima a
Lovborg a matarse en nombre de la belleza, de un último gesto de superioridad
moral sobre el mundo que incluye cómo y dónde dispararse. Wangel dice oír arpas
en el aire mientras Solness cae desde lo alto de la torre a la que le ha
impelido a subirse.
El
nexo más hondo entre ambas obras es también el que late en su relación con el
Werther de Goethe: más allá de la fragilidad y el desvarío propio, el asesino
real es el amor hondo y doliente, el que sobrevive a los obstáculos que lo
vuelven imposible, solo para despeñarse desde más arriba, desde un lugar más
bello y más mortal. Goethe hizo que la propia Charlotte llevase a Werther las
pistolas con las que se mata. Ibsen calcó el método en Hedda Gabler, y
prácticamente en Solness: el tejado de la torre a la que éste se sube es
también, acaso sobre todo, el del castillo en el aire que viene de jurarle
construir a su amor imposible, la joven Wangel.
Se
turnan la rueda de la contradicción: el movimiento que dejan de tener las vidas
por fuera –Solness envejecido, Gabler casada con un pusilánime- se queda a
agitar por dentro a sus protagonistas: “Me
he cansado de bailar” –dice Gabler cuando su antiguo amante, Lovborg, le
pregunta cómo ha podido casarse con alguien como Jorge Tesman. Pero acto
seguido miente la posesión del manuscrito perdido por aquel, como si bailar
sobre la verdad que podría salvarle la vida fuera aquello para lo que nació.
La
juventud a la que explícitamente teme Solness, y que le convierte en mezquino, es
el perfume en que viene envuelta su condena, en forma de adolescente, a la que
acepta solo porque a ésta no le preocupa el desvarío del constructor, solo el
suyo. La Charlotte de Goethe, que teme el destino fatal de Werther, solo lo
hace tras besarle y sellar así su destino.
De
no haber escrito Ibsen antes a Gabler que a Solness, acaso la superviviente de
éste –la joven Wangel- habría crecido para convertirse en Hedda Wangel, no hija
del general Gabler, sino segregada a partir del constructor, lista para cargar
esa otra arma que es admitir su amor por Lovborg, y que disparará contra sí
misma al final de la obra, matándose. No ocurrió porque en Ibsen no hay niños
que sobrevivan a su madre, ni en Solness ni en Gabler, embarazada al
suicidarse. Tampoco en la Nora de Casa de muñecas, que abandona a los suyos
como quien saca la basura. O en Espectros, donde el incesto inadvertido carga
contra los padres, separando a los hijos. Ese otro cómplice, la propia
paternidad, es el primero que se rechaza.
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