28 abril 2015

Tribulaciones del cómplice


Escrita medio siglo después de Las tribulaciones del joven Werther (1774) y medio siglo antes de Hedda Gabler (1890), El asesinato como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, añade a ambas lo que tanto Goethe como Ibsen iban a escribir del suicidio como uno de los bellos acuerdos: la necesidad de un cómplice.
Si Goethe matizó el suyo a principios de su vida, Ibsen esperó al final, y quizá en ello, bifurcó ese sentimiento en dos obras –Hedda Gabler y Solness el constructor. Escrito a los 24 años (Goethe) o a los 62 (Ibsen), ambos sabían de qué hablaban: si el primero ni siquiera modificó en su novela el nombre de la mujer de la que se enamorara un par de años antes, el segundo volcó en Solness la desazón, que él mismo experimentaba, de un anciano cerca ya del momento en que su fama debiera dejar paso a otros, y el malestar ante la relación de Kaia Fosli y Ragnar Brovik era, en la vida real, la de su hijo, prometido con la hija de su mayor competidor por la preeminencia literaria noruega. Respecto a Hedda Gabler, el mismo Ibsen, que se inspiraba, casi literalmente, en personas y peripecias reales, dejaría dicho “haber caminado junto a Hedda Gabler bajo los soportales de Munich”.
En su definición del suicidio como el arte de buscar cómplices, Ibsen ubicó en Hedda Gabler y Solness el constructor el relato desde los dos lados –en la primera, desde la mente del cómplice; en la segunda desde la de la víctima. Más sútilmente, en ambos casos creó suicidas que conviven con sus asesinos en igualdad de condiciones, o al menos, de información: Si Gabler es manipuladora y un espectro de sí mismo, construído a medida, su víctima –Eilert Lovborg- ansía tanto la autodestrucción como que sea otro el responsable. Si Solness acepta que el hallazgo de la alegría conlleve su sacrificio, la joven Hilde Wangel es el ángel exterminador que aquel ha estado esperando.
Detrás de la convicción de cada una de las víctimas –un último estertor que ponga fin a su delirio respectivo- late el mismo anhelo de plenitud como pulsión extrema, definitiva, en las manos de sus cómplices e instigadoras. Gabler anima a Lovborg a matarse en nombre de la belleza, de un último gesto de superioridad moral sobre el mundo que incluye cómo y dónde dispararse. Wangel dice oír arpas en el aire mientras Solness cae desde lo alto de la torre a la que le ha impelido a subirse.
El nexo más hondo entre ambas obras es también el que late en su relación con el Werther de Goethe: más allá de la fragilidad y el desvarío propio, el asesino real es el amor hondo y doliente, el que sobrevive a los obstáculos que lo vuelven imposible, solo para despeñarse desde más arriba, desde un lugar más bello y más mortal. Goethe hizo que la propia Charlotte llevase a Werther las pistolas con las que se mata. Ibsen calcó el método en Hedda Gabler, y prácticamente en Solness: el tejado de la torre a la que éste se sube es también, acaso sobre todo, el del castillo en el aire que viene de jurarle construir a su amor imposible, la joven Wangel.
Se turnan la rueda de la contradicción: el movimiento que dejan de tener las vidas por fuera –Solness envejecido, Gabler casada con un pusilánime- se queda a agitar por dentro a sus protagonistas: “Me he cansado de bailar” –dice Gabler cuando su antiguo amante, Lovborg, le pregunta cómo ha podido casarse con alguien como Jorge Tesman. Pero acto seguido miente la posesión del manuscrito perdido por aquel, como si bailar sobre la verdad que podría salvarle la vida fuera aquello para lo que nació.
La juventud a la que explícitamente teme Solness, y que le convierte en mezquino, es el perfume en que viene envuelta su condena, en forma de adolescente, a la que acepta solo porque a ésta no le preocupa el desvarío del constructor, solo el suyo. La Charlotte de Goethe, que teme el destino fatal de Werther, solo lo hace tras besarle y sellar así su destino.
De no haber escrito Ibsen antes a Gabler que a Solness, acaso la superviviente de éste –la joven Wangel- habría crecido para convertirse en Hedda Wangel, no hija del general Gabler, sino segregada a partir del constructor, lista para cargar esa otra arma que es admitir su amor por Lovborg, y que disparará contra sí misma al final de la obra, matándose. No ocurrió porque en Ibsen no hay niños que sobrevivan a su madre, ni en Solness ni en Gabler, embarazada al suicidarse. Tampoco en la Nora de Casa de muñecas, que abandona a los suyos como quien saca la basura. O en Espectros, donde el incesto inadvertido carga contra los padres, separando a los hijos. Ese otro cómplice, la propia paternidad, es el primero que se rechaza. 

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