04 julio 2015

Un sentido sueco



Pasados los años, uno de los Beatles dejó caer que, de haber seguido tocando en los ochenta, habrían sonado como lo hacían The travelling wilburys, que de hecho incluía a George Harrison. Y quizá de no haberse disuelto hace décadas, lo que the Monty Python diría hoy del sentido de la vida se parecería menos a la visión de Terry Gilliam que a la del sueco Roy Andersson. Entretanto llega ese día, el humor de éste gustaría a aquellos.
Aunque solo sea porque las frases que hay en Vosotros, los vivos (2007) o en Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (2014) cabrían, íntegras, en cualquiera de las películas de the Monty Python sin estorbar demasiado ni añadir muchas más risas. Sobran dedos de una mano para contar las que hay en pantalla en la obra de Andersson, y sin embargo el humor de aquellos, basado en el gag permanente mezcla del afilado humor británico y la irreverencia desatada, se encuentra con el de Andersson en el sinsentido vital que nos rodea.
Es raro ubicar el núcleo de la comedia, de dónde emana la risa eventual en medio de la desolación que empapa a sus protagonistas, extraviados en la más absoluta soledad, paralizados, exhaustos, tristísimos. Y sin embargo cómicos, no en el padecer, sino en la contemplación con la que todos ven venir el desastre y no les cambia un ápice el gesto al chapotear en él.
Una mujer mayor desagradable, cruel, cerril, alcohólica, que agrede a quienes quiere y que al final, tras expulsar de su lado a su pareja, acaba diciendo “quizá vuelva luego” en un tono que significa que lo hará y que no espera represalias. Dos vendedores de objetos de risa que más adecuadamente venderían lápidas. La profesora de flamenco que descaradamente ignora al resto de la clase y magrea incontinentemente a un efebo que educadamente rehúye el contacto. Casi todo sucede en silencio, o con las palabras justas, desganadas, que de puro sintéticas son más el subtitulado de sus actos que una expresión humana, íntima.
Rodado en escenarios que recrean los años 70, en una pálida inmovilidad de objetos y personas, como si simularan una caja en la que sus protagonistas se mueven lo justo para saberles vivos, la incapacidad de amar o ser amado, la añoranza, la imposibilidad física, emocional, motriz, produce la más inesperada de las poéticas: la del rey Carlos XII, llegado del siglo XVII a un bar de la Suecia actual para seducir a un joven camarero delante del cuerpo mayor de su ejército, que por lo demás se dirige hacia su ruina contra las tropas rusas, y que es puro Monty Python, como el del edificio-vagón. La de la dueña de un bar que opta por cobrar en besos la bebida que tantos no pueden pagar. La de la mujer que desesperadamente ama a un cantante que la ignora.
Es un mundo donde nadie se toca, donde uno muere mientras abre una botella de cava, o trata de llevarse su bolso al otro mundo. Donde el tema pudiera estar, no en quienes acaban de salir del plano, sino en quienes siguen paralizados, como la propia cámara, mirando hacia donde ya no hay nadie. Como si fuera eso, la observación, lo que crea el mundo o lo sostiene.
En Una paloma… muchos de los protagonistas dicen alegrarse de que a alguien, al otro lado del teléfono, le vaya tan bien. Es un mcguffin que podría estar contando que eso sucede en otra película, que con quien hablan es con personajes de otra historia, de otro tiempo, con John Cleese o Michael Palin. Nombrada La comedia de la vida la trilogía que empieza con Canciones del segundo piso (2000), viene a ser la comedia a pesar de la vida. Crucifixión, claro. Bromeaba cuando dije libertad. 

No hay comentarios: