La vibración de la segunda mitad de la década de
los sesenta, hecha del sonido simultáneo de la guerra de Vietnam y del gemido
social que venía del movimiento hippie, tuvo en el afinamiento musical que
Dylan, James Taylor, Carole King o los Beatles trajeron al pop y el folk
anglosajón un molde dolorosamente parecido en algunas de sus cimas: si apenas
unos meses separan el verano del amor del del napalm, o la primavera de Praga
de la invasión rusa de Checoslovaquia, las canciones que iban a definir la
carrera de Taylor –Fire and rain-, la de los Beatles –Let it be- o la de Brian
Wilson al frente de los Beach boys –Good vibration- coronaban las cumbres de la
popularidad mientras a sus interpretes les faltaba el oxígeno para seguir
unidos o simplemente vivos.
La sombra que en lo social seguía al cuerpo
equivocado dejaba himnos en lo musical mientras quienes los creaban enmudecían
entre la esquizofrenia y el abuso de drogas. Taylor se carbonizaba entre la
depresión y la adicción mientras su Fire and rain apenas empezaba a conmover a
cuantos la escucharan en los siguientes 40 años. La letra de Let it be, que
Lennon consideraba había escrito Mc Cartney para otro grupo que no era el suyo,
abría la puerta para la disolución de los Beatles, ese mismo año. Dylan casi se
mató en un accidente de moto en 1966 mientras recorría varias carreteras a la
vez: la de asfalto, una pavimentada de drogas, y una tercera hecha de lo que
todo el mundo, menos él, esperaba de él a esas alturas de su carrera. Hendrix,
Morrison, Bowie, Elton John, Joplin… la música que corría por las venas de esos
años no hubiera aguantado un minuto en las venas de quienes la creaban.
Brian Wilson igualó a cualquiera en logros
artísticos, y les superó a todos en tortura. La suma de problemas mentales y
adicciones le postró en cama durante años en los que solo se alimentaba de
comida basura y cocaína. Llegó a pesar 150 kg. Y solo salió de esa sartén para
caer en las manos incendiarias de un psiquiatra que le convirtió en un zombi. Las
armonías vocales que fundaran el sonido del grupo que liderara, los Beach boys,
se tornaron en voces que resonaban en su cabeza en los años de mayor depresión
e ingesta de lsd. Y todo eso ocurrió nada más crear Pet sounds y Good
vibration. La falta de oxígeno podría ser solo producto de intentar respirar
desde la estratosfera de semejante cima creativa.
Justo antes de grabar la maravillosa God only
knows, Brian y su hermano Carl rezaban pidiendo saber cómo terminar la canción.
Durante la producción del disco, Brian soñaba con un halo sobre su cabeza. Los
ángeles vigilaban nuestro disco –escribe en el cuadernillo que acompaña la
reedición de 1990. Incluso el abandono del disco más esperado de la siguiente
década –Smile- y del que Good vibration era la puerta de entrada, tiene en las
fotos de Wilson de esa época el más absoluto de los contrastes: serio, grave,
con una mirada ensimismada que ya no le abandonaría.
Publicada en 1961, y llevada a cine una década
después, la novela icónica de Joseph Heller –Trampa 22- se lee como si un manual
de instrucciones de la década: la historia de un hombre que se finge loco para
evadirse del servicio militar y acaba en el mismo centro del problema: a los
mandos de un bombardero.
Se puede ver estos días en cines Love and mercy, de
Bill Pohlad, el retrato doble de los días de la muerte y la resurrección de
Brian Wilson, servidos por excepcionales interpretaciones de Paul Dano y Paul
Giamatti. El relato de su supervivencia, una canción triste del azar y la
pérdida, es menos relevante que el de la vigencia de su música, tan inusual
como magníficamente viva en la memoria de quienes imposiblemente la aprecian por
su contemporaneidad (quienes la escucharan con la edad de Wilson en 1966 tienen
hoy sus 73 años). Los conciertos grabados en 2005, durante la gira mundial de
Smile, muestran un público que va mayoritariamente de los 20 a los 50 años. Desde
el mismo lado del espejo, James Taylor viene, a sus 67 años, de lograr por vez
primera el número uno en ventas con su nuevo Before this world.
Un estudio reciente en pacientes con alzhéimer hallaba
que la música se aloja en zonas del cerebro diferentes de las áreas donde se
guardan los otros recuerdos, lo que pone a salvo al menos, y aunque
relativamente, esa conexión con el mundo. El libro de David Browne, Fire and
rain, acerca del ecosistema musical estadounidense en 1970, describe una
industria en la que los esfuerzos por crear música magnífica eran perfectamente
compatibles con los intentos de autodestrucción sistemática, como si el cerebro
que pugnaba por alcanzar el olvido y el que por perdurar no necesitaran
hablarse.
Reciente aún la publicación este año de No pier
pressure, en los 11 años transcurridos desde el lanzamiento de Smile, Wilson ha
creado dos discos espléndidos –ese y That lucky old sun- y dos innecesarios –-Reimagines
Gershwin e In the key of Disney. Entre el publicado este año y Pet sounds
pronto habrán transcurrido 50 años. Cómo no amar a quien ha perdido tanto.
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