Hay algo tedioso, paralizado, en Todo va a salir bien, de Win Wenders, y podría parecerse a cómo los materiales se estructuran en la cabeza de un escritor antes de tomar forma. Que lo sea, además, en el plano cinematográfico podría deberse a que la primera señal que tenemos de esa posibilidad es el último plano, cuando el escritor que encarna James Franco pierde por fin su gesto inexpresivo y sonríe a cámara, por fin algo de paz, de cierta emoción, de una historia completada. Incluso si el alivio emocional que venimos de entender podría ser solo otra forma de confusión: la que sobreviene al terminar un libro.
Contada como un arco amplio en el que el primer
suceso de la historia –un atropello mortal que el protagonista no llega a ver-
solo se cierra, años después, con el reencuentro con el superviviente de
aquella historia, del que se nos hurta todo detalle, la historia de un trauma
se convierte en la de los materiales que pasan por la vida de un escritor, y su
sentido, su importancia futura, es igual de aleatoria, igual de irrelevante que
la normalidad que hila el día a día de cualquiera: el amor o la ruptura que uno
no llega a entender, o saber explicar; la convivencia a la que uno asiste sin estar;
el símil entre la pérdida de la memoria de un anciano y lo que haces con aquello
que te ocurre demasiadas veces, sea amar o cruzar una calle.
Cuando su editor trata de consolarle, le dice que
al menos todo lo que le sucede se convierte en material posible, en recursos
para una narración. Por eso el ritmo, el sentido perceptible de la película es
el de la historia de los recursos, no el de una narración terminada a partir de
ellos. Si no fuera una película de Wenders, podría pensarse que todo esto es
apenas una interpretación, apenas una película fallida sobre la supervivencia
al trauma hasta que éste vuelve a buscarte, llegado el día, para salvarte, para
liberarte de aquel recuerdo.
Solo que incluso esa posibilidad devuelve la
historia al terreno de los materiales con que un escritor trabaja aunque no los
reconozca claramente en el momento de adquirirlos. La duda está ligada al
almacenamiento de experiencias, y lo aparentemente anodino podría necesitar
conservarse de esa forma, en hibernación, inexpresivo, hasta que algo, una
historia, reclame aquel día en que simplemente intentaste que tu padre fuera a
un concierto; en que preguntaste a tu hija si le gustaba algo; en que aceptaste
un cigarrillo o un chantaje sin importancia.
Una película, como un libro o una sinfonía, puede
gustarte por lo que es o por lo que intenta ser. Uno ha tenido que esperar
horas para saber que la película que vio anoche le gusta, y es porque la vulnerabilidad
que cuenta es familiar a quien vive de buscar materiales que no sabe si encontrara.
La historia de un escritor al que suceden cosas grandes y pequeñas, que
entiende o no, de las que participa o no, al que su pareja reprocha que venga
de salvar una vida y no parezca sentir nada, como si almacenar consintiera en
eso, en no valorar para que quepa más, es la de cualquiera a merced de la incertidumbre:
la de un escritor que, en tanto que no sabe qué papel juega todo, es simultáneamente
un personaje. Ambos se buscan y ese terreno, esa novela, es la vida.
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