Cuando,
al final del libro, describe cómo, en mitad de la noche, sus compañeros y jefes
se reúnen fugazmente para compartir un café, la frase “recuerdan su vida familiar” ya apenas choca respecto al más
natural “describen su vida familiar”
que uno esperaría. No se atraviesa sus apenas 100 páginas sin entender que en
los almacenes de Amazon, como en tantos trabajos, incluso un contrato
indefinido suena a un trabajo infinito, refugiada la explotación en bendiciones
gubernamentales vía subvención al empleo, por precario que éste sea, o en esa
otra letra pequeña que es la lista, no menos infinita, de quienes esperan para
hacer lo mismo que tú si renunciaras a hacerlo.
Agotados,
embotados hasta que la disposición para resistir el trabajo pasa de ser la
principal prioridad a la única, encadenar noches seleccionando o empaquetando
lo que un cliente recibirá en su domicilio apenas unas horas después es menos
una derrota de las clases menos favorecidas que el eslabón penúltimo de una
elección social donde, a fuer de participar todos de ella en algún momento del
día, consintiéramos la explotación perfectamente legalizada de quienes son ya
tan inseparables del sistema que saberles tratados como un paquete más no
escandaliza, como tampoco saber que el almacén en cuestión exista, reluzca, en
Francia. Qué no hará Amazon en Tailandia o Nigeria.
Malet
describe, y para esto no hace falta infiltrarse en lado alguno, cómo Amazon
pondera especialmente venir de las Fuerzas Armadas, su disciplina un valor tan
obvio en un lado del proceso como sea, en otro, haber trabajado en un Mac
Donalds. Constata Malet cómo “Amazon es
un formidable instrumento de difusión de textos hostiles a la democracia, a la
libertad de expresión en sí misma”, describe cómo los veinte minutos de
descanso de que disfrutan, dos veces al día en cada turno, son en realidad unos
cinco, descontado el tiempo que supone ir y volver al lugar donde se trabaja,
cómo la empresa se niega a instalar las máquinas de fichar a la entrada de la
fábrica para, así, ahorrarse el tiempo que lleva al trabajador llegarse hasta
aquella y volver cada día, dado que los tiempos de recorrido se descuentan del
tiempo libre del trabajador antes y después de fichar, y que Amazon no paga ese
recorrido, deja de pagar 200 horas diarias.
No
menos gráfica es la relación entre la explotación de las fuerzas físicas, entre
el sueño y la natural renuncia a nada que no sea la hibernación del juicio
crítico –“la fatiga física impacta sobre
el humor, la sensibilidad y las emociones. Aumenta considerablemente la
tentación de los comportamientos regresivos. Cuando vuestra vida se reduce a
trabajar largas noches, dormir, alimentarse, lavarse, conducir vuestro coche y
pagar vuestras facturas, los momentos de relax parece como si fueran los
últimos aspectos agradables de vuestra condición”. Quizá sin tanto
agotamiento a sus espaldas, Malet hubiera apreciado el contraste entre un
trabajo que, para abastecer de ocio a sus clientes, requiere forzosamente negar
cualquier energía disponible para tener algo parecido al ocio en sus vidas.
Mientras
la Unión Europea debate –es decir, deja de escuchar momentáneamente a los lobbies
empresariales que financian a los partidos en todo el mundo- si seguir
asistiendo tranquilamente a la impunidad con que las multinacionales ignoran sus
obligaciones tributarias, refugiados en países-almacén de la evasión fiscal
-solo la Hacienda francesa reclamó en 2012 198 millones de euros de impuestos
atrasados, intereses y multas relacionadas con la declaración en el extranjero
de su cifra de negocio realizada en ese país-, El País de hoy domingo incluye,
retractilado en sus páginas centrales, no por nada las de economía, el folleto
de otro de esos grandes centros de distribución de electrónica de consumo, en
cuya portada aparecen varios empleados del mismo, o quizá directivos, dado que
visten corbata, enseñando las pantorrillas, mientras su titular no lo oculta un
ápice –Nos bajamos los pantalones. De qué sino de pantalones ajenos están
hechos los envases de todo lo que consumimos.
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