11 noviembre 2013

en la marmita equivocada


Un día, hace ya años, las centrales de medios empezaron a presentarse a concursos de creatividad en los que competían con agencias. Éstas llevaban décadas gestionando los medios por su cuenta –si querían- asi que las centrales no hicieron sino presentarse allí donde las agencias las habían invitado. El sintagma aprendido durante la crisis actual –demasiado grande para caer- no es sino la consecuencia última de la pulsión empresarial por concentrar en un solo eslabón todo lo que antes estaba repartido a lo largo de la cadena que forma cada proceso desde la creación del producto o servicio hasta su uso final. El ejemplo publicitario es irrelevante hasta que se considera lo que pudiera haber aportado a sectores más valiosos: una de las cosas que se perdieron en el proceso de redescubrimiento del marketing –esto es, al sembrar los departamentos de marketing de perfectos mediocres que no necesitaban haber estudiado marketing- fue la selección del público objetivo, o mejor, su cambio frecuente por todo el público posible como objetivo. La obligación de hacer anuncios para todo el mundo sustituyó las referencias concretas del público al que antes se dirigía para manejar referencias necesariamente más vagas, y ser comprensible para todo el mundo logró lo que todo test acaba mostrando: que entre pensar o no pensar, el público acaba considerando más cómodo no pensar.
Una de sus lecciones acaba de ser retomada a todo lujo por El País, en forma de revista de moda y tendencias masculinas, cuyo formato clásico –fotografía cuidada y textos breves- está ya en esa cualidad fotográfica de las razones que esgrime su director, Javier Moreno, en la presentación –“no teníamos una revista así, nos vemos con fuerzas para emprender algo así”. Eso: poco texto y pueril. Como en su revista gemela femenina que se entrega los sábados, un medio que se gana la vida pidiendo a sus lectores leer textos largos, de apretada letra y temática variada tratada por especialistas, decide recompensarles con álbumes de fotos lujosamente impresos y donde la banalidad reluce en una de cada tres páginas. ¿Para quién es en realidad esa revista? ¿para quién escoge leer cada día El País y no una de las variadas revista de tendencias que quitan lectores a los diarios como los libros de autoayuda o el best seller se lo quitan a la lectura adecuada? ¿cuáles son las explicaciones que el director del periódico hurta al “no está seguro de necesitarlas”?. Yo las agradecería. Porque el periódico que compro cada día desde hace dos décadas publica ya dos revistas semanales –tres, con la guía del ocio- que tiro a la basura sin abrirlas, mientras trato de no preguntarme cuánto ganarían las secciones de ciencia, de cultura, de pensamiento, de internacional si se invirtiera en ellas la cuarta pared de tan generoso esfuerzo editorial volcado semanalmente en ponderar adecuadamente “la textura de un tejido, la calidad de la piel de un zapato, el tacto de una bolsa de viaje fabricada de forma artesanal, el corte de una chaqueta”. De todas las formas posibles de rentabilizar hoy un periódico impreso, convertirlo en semanal sea quizá una de las más factibles. Y acaso para cuando eso llegue, el público natural de El País sea ya el que Internet está creando –uno que lee más fotos y menos texto. Acelerar el proceso suena, si no suicida, sí patético. 

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