Un
día, hace ya años, las centrales de medios empezaron a presentarse a concursos
de creatividad en los que competían con agencias. Éstas llevaban décadas gestionando
los medios por su cuenta –si querían- asi que las centrales no hicieron sino
presentarse allí donde las agencias las habían invitado. El sintagma aprendido
durante la crisis actual –demasiado grande para caer- no es sino la
consecuencia última de la pulsión empresarial por concentrar en un solo eslabón todo lo que antes
estaba repartido a lo largo de la cadena que forma cada proceso desde la
creación del producto o servicio hasta su uso final. El ejemplo publicitario es
irrelevante hasta que se considera lo que pudiera haber aportado a sectores más
valiosos: una de las cosas que se perdieron en el proceso de redescubrimiento del
marketing –esto es, al sembrar los departamentos de marketing de perfectos
mediocres que no necesitaban haber estudiado marketing- fue la selección del público
objetivo, o mejor, su cambio frecuente por todo el público posible como
objetivo. La obligación de hacer anuncios para todo el mundo sustituyó las
referencias concretas del público al que antes se dirigía para manejar
referencias necesariamente más vagas, y ser comprensible para todo el mundo
logró lo que todo test acaba mostrando: que entre pensar o no pensar, el
público acaba considerando más cómodo no pensar.
Una
de sus lecciones acaba de ser retomada a todo lujo por El País, en forma de revista
de moda y tendencias masculinas, cuyo formato clásico –fotografía cuidada y
textos breves- está ya en esa cualidad fotográfica de las razones que esgrime
su director, Javier Moreno, en la presentación –“no teníamos una revista así, nos vemos con fuerzas para emprender
algo así”. Eso: poco texto y pueril. Como en su revista gemela femenina que
se entrega los sábados, un medio que se gana la vida pidiendo a sus lectores
leer textos largos, de apretada letra y temática variada tratada por
especialistas, decide recompensarles con álbumes de fotos lujosamente impresos
y donde la banalidad reluce en una de cada tres páginas. ¿Para quién es en
realidad esa revista? ¿para quién escoge leer cada día El País y no una de las
variadas revista de tendencias que quitan lectores a los diarios como los
libros de autoayuda o el best seller se lo quitan a la lectura adecuada?
¿cuáles son las explicaciones que el director del periódico hurta al “no está seguro de necesitarlas”?. Yo
las agradecería. Porque el periódico que compro cada día desde hace dos décadas
publica ya dos revistas semanales –tres, con la guía del ocio- que tiro a la
basura sin abrirlas, mientras trato de no preguntarme cuánto ganarían las
secciones de ciencia, de cultura, de pensamiento, de internacional si se invirtiera
en ellas la cuarta pared de tan generoso esfuerzo editorial volcado
semanalmente en ponderar adecuadamente “la
textura de un tejido, la calidad de la piel de un zapato, el tacto de una bolsa
de viaje fabricada de forma artesanal, el corte de una chaqueta”. De todas
las formas posibles de rentabilizar hoy un periódico impreso, convertirlo en semanal
sea quizá una de las más factibles. Y
acaso para cuando eso llegue, el público natural de El País sea ya el que Internet
está creando –uno que lee más fotos y menos texto. Acelerar el proceso suena,
si no suicida, sí patético.
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