Según
subes por la calle Alcalá desde Ventas, a la altura de Manuel Becerra, el
primer semáforo, que da comienzo al tramo que desemboca en la bifurcación con
Goya, permite ver venir a los vehículos ya desde lejos. Es ese el que elije una
mujer rubia de unos 50 años para cruzarlo caminando tranquilamente, a pesar de
que el semáforo advierte de que esa es una forma probable de morir a esa hora
del día. En el desafío, va acompañada de otra mujer que sí se detiene en mitad
de la calle cuando empiezo a hacer sonar el claxon de la moto. La mujer rubia
no altera un ápice su paso, como si lo que le viniese encima no fuera una moto
sino un viento. El logro, lo que puede salvarnos a ambos, es que la mente
acepte cuanto antes lo imposible –que no va a levantar siquiera la vista hacia
mí, que no lo hará aunque su vida dependa de ello. Al no poder frenar del todo a
tiempo, la esquivo por poco en el hueco abierto entre ambas. La ira dura lo que
una pregunta mejor en asomar: cuántos atropellos soportará la desdichada para
que uno más no parezca importar. Peor aún: hasta qué punto estará acostumbrada
a que, en el trabajo o en su casa, quien se la lleva por delante ni siquiera
repare en ella.
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