30 noviembre 2013

el primer mandamiento


Recordar cómo en los años setenta y ochenta –cuando uno veía televisión- las películas acababan abruptamente al cortar la emisión segundos después de que los títulos de crédito asomaran plantea la más interesante cuestión de qué se hacía con películas como Ben Hur al ser programadas, si lo que se amputaba al final –la música que llegaba en los créditos- se consentía al principio, en las asombrosas oberturas y entreactos que llegaran hasta Star Trek, en 1979, incluso en géneros tan alejados del cine histórico como la ciencia ficción. O si el prólogo que Cecil B. De Mille insertó en su segunda versión de Los diez mandamientos, en 1956, era suprimido o se le permitía el panegírico con el que afirma el valor moral, supremo, histórico de la ficción que viene después. Hoy, cuando no pocos en los cines consideran que la película comienza solo cuando alguien arranca a hablar, sería imposible escuchar las músicas extraordinarias de Bernard Herrmann, de Hugo Friedhofer, de Alfred Newman, de Miklos Rosza sin una imagen no fija que obligara a escucharlas. Y es fácil pensar que el declive del gran formato espectáculo, que concentrara sus mejores esfuerzos en el western, el cine bélico y el histórico, trajo el de la obertura como símbolo de cómo lo que se iba a presenciar merecía un preámbulo a la altura, como un tren que diera varias vueltas, cada vez más despacio, en torno a allí donde después parara, y permitiera mirarlo más atentamente.  Pero quizá solo ocurrió que el deslizamiento del cine en los ochenta hacia el mero entretenimiento puro, sin deudas con nada, hizo sencillamente innecesario un prólogo dado que, progresivamente generalizado, la propia película ya lo era: un interminable prólogo que no iba a ningún lado ni tenía que fingir por ello. 

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