Recordar
cómo en los años setenta y ochenta –cuando uno veía televisión- las películas
acababan abruptamente al cortar la emisión segundos después de que los títulos
de crédito asomaran plantea la más interesante cuestión de qué se hacía con
películas como Ben Hur al ser programadas, si lo que se amputaba al final –la
música que llegaba en los créditos- se consentía al principio, en las
asombrosas oberturas y entreactos que llegaran hasta Star Trek, en 1979,
incluso en géneros tan alejados del cine histórico como la ciencia ficción. O
si el prólogo que Cecil B. De Mille insertó en su segunda versión de Los diez
mandamientos, en 1956, era suprimido o se le permitía el panegírico con el que
afirma el valor moral, supremo, histórico de la ficción que viene después. Hoy,
cuando no pocos en los cines consideran que la película comienza solo cuando
alguien arranca a hablar, sería imposible escuchar las músicas extraordinarias
de Bernard Herrmann, de Hugo Friedhofer, de Alfred Newman, de Miklos Rosza sin
una imagen no fija que obligara a escucharlas. Y es fácil pensar que el declive
del gran formato espectáculo, que concentrara sus mejores esfuerzos en el
western, el cine bélico y el histórico, trajo el de la obertura como símbolo de
cómo lo que se iba a presenciar merecía un preámbulo a la altura, como un tren
que diera varias vueltas, cada vez más despacio, en torno a allí donde después parara,
y permitiera mirarlo más atentamente. Pero quizá solo ocurrió que el deslizamiento del cine en los
ochenta hacia el mero entretenimiento puro, sin deudas con nada, hizo
sencillamente innecesario un prólogo dado que, progresivamente generalizado, la
propia película ya lo era: un interminable prólogo que no iba a ningún lado ni
tenía que fingir por ello.
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