22 diciembre 2013

Sin lugar donde quedarse


Hubo de ser Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es 50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.

Si la infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños, hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos, donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo, que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-, solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es, perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral, que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien, habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces: si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría en una. 

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