Hubo de ser
Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la
oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con
melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara
para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una
que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método
claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente
concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es
50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si
en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en
Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por
extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños
fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.
Si la
infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada
fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante
significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que
trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de
aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de
ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños,
hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como
metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente
ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños
que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino
implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos,
donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos
respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo,
que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica
La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara
es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como
aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-,
solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad
se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de
morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes
de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana
en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino
honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por
extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la
que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva
siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la
ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas
más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el
César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es,
perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral,
que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un
trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello
real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no
tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien,
habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la
ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo
que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces:
si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría
en una.
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