19 diciembre 2013

apurar el cáliz


Con la naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita, rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría ser perfectamente mexicano, siglo y medio después. 

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