Con la
naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de
Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente
en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis
más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado
en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados
por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La
historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero
la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta
la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma
que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse
al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas
ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en
una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor
en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la
sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se
dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo
arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes
de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico
atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos
ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor
de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos
valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna
en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones
atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros
se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una
esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su
vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la
peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad
que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y
mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque
renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de
esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las
balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan
en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no
saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se
queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el
lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a
dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del
reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita,
rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que
le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría
ser perfectamente mexicano, siglo y medio después.
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