Como
un profeta de sí mismo, Charlton Heston fue dos veces el mismo personaje –su
Moisés de 1956 era, solo tres años más tarde, Juda Ben Hur. Como aquel,
hermanado de niño con quien después sería su rival: el hijo del faraón en Los
diez mandamientos, el tribuno Masala en Ben Hur. La segunda reencarnación llegaría
en 1968, como el astronauta George Taylor de El planeta de los simios y, solo
cinco años más tarde, el policía Robert Thorn en Cuando el destino nos alcance.
Como en la primera doble hélice, el mismo hombre solo y a la vez su opuesto: no
el primer y fundacional hombre sobre la tierra, sino su reverso: el último en
habitar o descubrir el mundo tal y como es. En dos de ellas –Los diez
mandamientos y Cuando el destino nos alcance- también estaba Edward G.
Robinson. En la primera, como un judío que asciende en la pirámide social
egipcia al delatar a otro judío. En la segunda, como un hombre que desciende –del
todo- de esa misma pirámide, harto de ella. Incluso esto estaba al servicio de
lo que Heston iba a descubrir en cada una de sus respectivas encarnaciones: que
estamos hechos de materiales sospechosos.
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