Hace años en
Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien
trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que
ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en
ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz
matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos.
Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más
que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como
si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como
también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que
describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso
llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a
delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las
escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo
que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de
guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a
todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades
salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera
financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de
impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer,
escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre
en unos días sea solo un año.
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