28 diciembre 2013

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Hace años en Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos. Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer, escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre en unos días sea solo un año. 

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