31 octubre 2013

donde mejor canta cualquiera


Hay cosas que se escriben para poder olvidarlas, y otras que para poder recordarlas con un detalle que no solo el papel merece. Que alguna de estas últimas sean imposibles de explicar a quien no las haya presenciado se volverá contra uno mismo llegado el día, pero no hoy, apenas veinticuatro horas después de que Alejandro Jodorowsky llene el Price con su bautismo coral de sanación y fraternidad. Para quienes han visto aplaudir de pie durante una hora a un intérprete o a un grupo de ellos, Jodorowsky es un baremo insalvable. Desde que manda levantarse al público a los quince minutos de empezada la función, es dudoso que quienes se sentarían de motu propio fueran más que los que hubieran permanecido de pie aunque el chileno no se encargara de que así sea durante la mayor parte de las dos horas largas de función.
El aspecto de bar que muestra el recinto entero –grupos de dos y tres personas, formadas necesariamente por extraños, contándose literalmente la vida unos a otros- no debe engañar. La mirada sonriente y plácida, o severa y solidaria, del desconocido que te escucha decirle cosas que, tan cruda, tan asépticamente, no dirías a muchos de tus mejores afectos, es, cuando le toca su turno de contarse, el mismo discurso despojado, crudo, sin escondites de quien describe su existencia de la única forma que acaso pueda hacerse si se aspira a decir la verdad: como si no fueras tú quien lo cuentas, o más exactamente, como si quien lo escucha –yo- no fuese sino un extraño al que solo un juego permite semejante proximidad. Y ni siquiera saber que lo que cuentas no será usado porque la otra persona no sabría cómo ni para qué ni contra quién evita el estremecimiento producto de jugar con otras dos personas –en otro ejercicio- a reconocerles como tus padres y decirles todo lo que no te gusta de ellos. Porque la mirada que te cruzas al bajar del escenario, donde, como todo el teatro, acabas de exhibirte tanto que ni importa que lo estés haciendo desde donde el propio Jodorowsky pasea, micrófono en mano, ya no es una que te acerca a un desconocido, sino una que significa “sabes algo que muy pocos saben”, como la otra persona ha de pensar de ti.
Que aligerar un peso que llevas dentro salga mejor si es un extraño quien te escucha podría explicarse en que, aunque Jodorowsky no lo diga, si vienes de contar eso a quien jamás has visto antes, quizá tampoco sea tan terrible como para que compense ocultarlo. Si no es lo mismo que un psicólogo es porque éste, al final de la sesión, no hace lo propio y te usa de testigo de lo más inconfesable que lleve dentro. Jodorowsky, cuya mejor obra literaria es aquella que recrea, fabulando a partir de hechos reales, la propia historia familiar y personal, escribió en La danza de la realidad, que tanto pensó, soñó e imaginó una amistad con la fiera pacífica que viera en una carta de tarot de niño, que la realidad le puso, poco después, en contacto con un león real. Habiendo su obra recorrido el camino inverso –la fabulación a partir de la realidad-, que ésta pueda venir a compensar o completar aquella habla de ese trato que hemos venido a respetar al Price: si sabiendo que la vida es un juego de azar, la responsabilidad nos abruma, quizá seguir jugando sea, de adultos, una forma posible de revertir el proceso o de ralentizarlo. 
Y no es un juego fácil: tres mujeres sentadas en la fila de delante abandonaron el teatro nada más empezado el juego, y tres de las personas sentadas a mi izquierda permanecieron sentadas sin jugar mientras el resto nos sacudíamos el orden establecido a gritos, a estertores, a abrazos. Tiene algo de ceremonia evangélica todo esto, y quizá uno tomaría a chanza el discurso reparador y lleno de amor y empatía que emana Jodorowsky si no sintiera alrededor, allí donde uno mira, la pura alegría pintada en el rostro de quienes vienen de pasar dos horas narrando o escuchando cosas en las que raramente faltara la tragedia, la humillación, la impotencia sin las cuales no se pasa por este mundo. Cuando, finalmente, anuncia el ejercicio más difícil, pide imaginarnos sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Improbablemente sabrá Jodorowsky que, nada más salir del Price, está el barrio de Lavapiés y su nutrida amalgama de seres que viven entre nosotros sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Y que, insospechadamente, se diría sonríen más que cualquiera de nosotros. 

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