Hay cosas que se escriben para poder olvidarlas, y
otras que para poder recordarlas con un detalle que no solo el papel merece.
Que alguna de estas últimas sean imposibles de explicar a quien no las haya
presenciado se volverá contra uno mismo llegado el día, pero no hoy, apenas
veinticuatro horas después de que Alejandro Jodorowsky llene el Price con su
bautismo coral de sanación y fraternidad. Para quienes han visto aplaudir de
pie durante una hora a un intérprete o a un grupo de ellos, Jodorowsky es un baremo
insalvable. Desde que manda levantarse al público a los quince minutos de
empezada la función, es dudoso que quienes se sentarían de motu propio fueran
más que los que hubieran permanecido de pie aunque el chileno no se encargara
de que así sea durante la mayor parte de las dos horas largas de función.
El aspecto de bar que muestra el recinto entero
–grupos de dos y tres personas, formadas necesariamente por extraños,
contándose literalmente la vida unos a otros- no debe engañar. La mirada
sonriente y plácida, o severa y solidaria, del desconocido que te escucha
decirle cosas que, tan cruda, tan asépticamente, no dirías a muchos de tus
mejores afectos, es, cuando le toca su turno de contarse, el mismo discurso
despojado, crudo, sin escondites de quien describe su existencia de la única
forma que acaso pueda hacerse si se aspira a decir la verdad: como si no fueras
tú quien lo cuentas, o más exactamente, como si quien lo escucha –yo- no fuese
sino un extraño al que solo un juego permite semejante proximidad. Y ni
siquiera saber que lo que cuentas no será usado porque la otra persona no
sabría cómo ni para qué ni contra quién evita el estremecimiento producto de
jugar con otras dos personas –en otro ejercicio- a reconocerles como tus padres
y decirles todo lo que no te gusta de ellos. Porque la mirada que te cruzas al
bajar del escenario, donde, como todo el teatro, acabas de exhibirte tanto que
ni importa que lo estés haciendo desde donde el propio Jodorowsky pasea,
micrófono en mano, ya no es una que te acerca a un desconocido, sino una que
significa “sabes algo que muy pocos saben”, como la otra persona ha de pensar
de ti.
Que aligerar un peso que llevas dentro salga mejor
si es un extraño quien te escucha podría explicarse en que, aunque Jodorowsky
no lo diga, si vienes de contar eso a quien jamás has visto antes, quizá tampoco
sea tan terrible como para que compense ocultarlo. Si no es lo mismo que un
psicólogo es porque éste, al final de la sesión, no hace lo propio y te usa de
testigo de lo más inconfesable que lleve dentro. Jodorowsky, cuya mejor obra
literaria es aquella que recrea, fabulando a partir de hechos reales, la propia
historia familiar y personal, escribió en La danza de la realidad, que tanto
pensó, soñó e imaginó una amistad con la fiera pacífica que viera en una carta
de tarot de niño, que la realidad le puso, poco después, en contacto con un
león real. Habiendo su obra recorrido el camino inverso –la fabulación a partir
de la realidad-, que ésta pueda venir a compensar o completar aquella habla de
ese trato que hemos venido a respetar al Price: si sabiendo que la vida es un
juego de azar, la responsabilidad nos abruma, quizá seguir jugando sea, de
adultos, una forma posible de revertir el proceso o de ralentizarlo.
Y no es un juego fácil: tres mujeres sentadas en la fila de delante abandonaron el teatro nada más empezado el juego, y tres de las personas sentadas a mi izquierda permanecieron sentadas sin jugar mientras el resto nos sacudíamos el orden establecido a gritos, a estertores, a abrazos. Tiene algo de ceremonia evangélica todo esto, y quizá uno tomaría a chanza el discurso reparador y lleno de amor y empatía que emana Jodorowsky si no sintiera alrededor, allí donde uno mira, la pura alegría pintada en el rostro de quienes vienen de pasar dos horas narrando o escuchando cosas en las que raramente faltara la tragedia, la humillación, la impotencia sin las cuales no se pasa por este mundo. Cuando, finalmente, anuncia el ejercicio más difícil, pide imaginarnos sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Improbablemente sabrá Jodorowsky que, nada más salir del Price, está el barrio de Lavapiés y su nutrida amalgama de seres que viven entre nosotros sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Y que, insospechadamente, se diría sonríen más que cualquiera de nosotros.
Y no es un juego fácil: tres mujeres sentadas en la fila de delante abandonaron el teatro nada más empezado el juego, y tres de las personas sentadas a mi izquierda permanecieron sentadas sin jugar mientras el resto nos sacudíamos el orden establecido a gritos, a estertores, a abrazos. Tiene algo de ceremonia evangélica todo esto, y quizá uno tomaría a chanza el discurso reparador y lleno de amor y empatía que emana Jodorowsky si no sintiera alrededor, allí donde uno mira, la pura alegría pintada en el rostro de quienes vienen de pasar dos horas narrando o escuchando cosas en las que raramente faltara la tragedia, la humillación, la impotencia sin las cuales no se pasa por este mundo. Cuando, finalmente, anuncia el ejercicio más difícil, pide imaginarnos sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Improbablemente sabrá Jodorowsky que, nada más salir del Price, está el barrio de Lavapiés y su nutrida amalgama de seres que viven entre nosotros sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Y que, insospechadamente, se diría sonríen más que cualquiera de nosotros.
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